En la escalada racista de la Unión Europa, el estado español juega un papel relevante, en este caso, vulnerando una vez más derechos fundamentales de personas inmigradas que han arribado de forma irregular a territorio nacional. Su última incursión racista, ligada a un sistema represivo de control migratorio, no es otra que el uso de […]
En la escalada racista de la Unión Europa, el estado español juega un papel relevante, en este caso, vulnerando una vez más derechos fundamentales de personas inmigradas que han arribado de forma irregular a territorio nacional. Su última incursión racista, ligada a un sistema represivo de control migratorio, no es otra que el uso de un centro penitenciario en Murcia como Centro de Internamiento de Inmigrantes (CIE), encerrando a 497 argelinos que no han cometido ningún delito. La criminalización de seres humanos en situación irregular ahonda en la fractura étnico-racial que asola Europa. El argumento gubernamental para este uso supletorio es la falta de un CIE con capacidad para alojar a este número de personas. Aunque es de sobra conocido que los CIE han funcionado y siguen funcionando, de facto, como cárceles o depósitos de inmigrantes, lo cierto es que en este nuevo capítulo de la historia de la infamia se reconoce de forma explícita la equivalencia entre centro penitenciario y centro de internamiento, pese a los malabarismos retóricos que hace el gobierno nacional para insistir en que se trata de una cárcel que no funciona (todavía) como cárcel. La frontera entre ambos dispositivos, desde este momento, queda abolida: si la justificación oficial de los CIE, acorde a las directivas europeas, asienta en diferenciar este tipo de institución -señalando su carácter «no penitenciario»- de un dispositivo carcelario, la decisión de encerrar como presidiarios a personas que sólo han incurrido en una falta administrativa hace indiscernible esa frontera. Con ello, eleva un hecho legal y políticamente inadmisible al rango de derecho. El mensaje es inequívoco: desde la perspectiva estatal vigente, no todo sujeto tiene derecho a tener derechos. Con ello, convierte la excepción en norma, consagrando la discriminación institucional como parte irreductible del funcionamiento del estado central.
El problema, desde luego, no se limita al «encaje legal» de este tipo de encierro carcelario; tampoco se limita a la falta de infraestructuras adecuadas o a la falta de asistencia jurídica de las personas encarceladas. Implica, más bien, enfrentarse a las estructuras racistas y xenófobas de un estado que, en este caso, invoca el derecho para aplicar procedimientos propios de un estado policial que deja en situación de indefensión a cientos de personas.
En suma, la reciente reclusión de casi 500 inmigrantes en el Centro Penitenciario Málaga II identifica, de forma abusiva y sin ningún tipo de debate previo, espacio carcelario y CIE, admitiendo de forma explícita lo que diversos colectivos sociales vienen denunciando desde hace tiempo: la existencia de instituciones europeas absolutamente incompatibles con el tan mentado «estado de derecho». Con ello, el estado institucionaliza el trato a ciertos sujetos inmigrantes como delincuentes. La utilización de una cárcel como CIE, producto de una decisión judicial avalada por el Ministerio del Interior, entronca así con una política de estado regresiva que trata de forma desigual a las personas según su procedencia nacional, racial y étnica. No sólo presupone negar cualquier rango de ciudadanía a estos sujetos sino, lo que es igualmente grave, los priva del ejercicio de algunos de sus derechos humanos fundamentales.
El tratamiento de estos migrantes como sujetos delictivos ahonda en la injusticia sistemática que sufren millones de personas en una Europa alambrada, indiferente a la gravísima situación que han contribuido a producir a partir de sus políticas neocoloniales y sus injerencias políticas, económicas y militares en el sistema mundo. Una decisión de este tipo marca una nueva etapa en la sistemática vulneración de los derechos de las personas racializadas: ya no se trata de ocultar lo que de todas formas sabemos -la desigualdad étnico-racial que el estado español refuerza mediante sus políticas y prácticas racistas- sino de normalizar un trato vejatorio e ignominioso hacia diversos sujetos sociales. Semejante violencia sistémica recuerda la octava tesis de las Tesis sobre filosofía de la historia de Walter Benjamin: «La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el «estado de excepción» en el que vivimos». En efecto, a pesar del escándalo que provoca esa regla cuando apunta a la burguesía blanca y europea, la excepcionalidad es la norma para las clases oprimidas y tanto más para colectivos que, de forma regular, son los principales damnificados no sólo del clasismo sino también del sexismo y el racismo institucionalizados. En un contexto regresivo semejante, ni siquiera la izquierda europea tradicional parece estar en condiciones de implicarse en la elaboración de una estrategia de lucha antirracista que cuestione y subvierta estas políticas.
Ante esta nueva ofensiva de un estado de derechas más que de derecho no necesitamos consejos paternales para disipar nuestras diferencias en un proceso de integración que se parece cada vez más a la mera asimilación, sino el apoyo activo a las comunidades racializadas y, en particular, la creación de estrategias interseccionales en las que la participación protagónica de los sujetos migrantes se hace impostergable. Sin esa participación, es previsible que el «sueño europeo» no signifique nada distinto a la pesadilla del suprematismo racista.
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