La crisis política abierta en España, abonada con las tensiones territoriales y nacionalistas, atrapada en el desigual reparto de la riqueza, en la persistente marginación de las mujeres, acompañada de las imposiciones políticas y económicas de la Unión Europea y de la subordinación ante Estados Unidos, que sigue imponiendo la carga de sus bases militares […]
La crisis política abierta en España, abonada con las tensiones territoriales y nacionalistas, atrapada en el desigual reparto de la riqueza, en la persistente marginación de las mujeres, acompañada de las imposiciones políticas y económicas de la Unión Europea y de la subordinación ante Estados Unidos, que sigue imponiendo la carga de sus bases militares y la cadena de una forzada dependencia de su política exterior, nos muestra la evidencia de un país exhausto, que cede al espanto y al miedo al futuro, y se refugia, a veces, en el ridículo y la risa, y, en otras ocasiones, en estallidos de emocionada dignidad popular en las calles, para combatir las consecuencias del feroz ataque a los derechos y a las condiciones de vida de los trabajadores.
Casi cuatro años después de la entronización de Felipe Borbón, España continúa arrastrando los mismos problemas que cuando terminó la deplorable, farsante y corrupta monarquía de su padre, Juan Carlos Borbón, quien, pese a su notorio desprecio por las necesidades ciudadanas, vivió durante décadas inmerso en sus negocios y placeres privados, gracias a la permanente adulación y servilismo de la televisión y la prensa (con su fingido papel como «motor del cambio» tras la dictadura y las mentiras del 23-F del coronel Tejero como fondo), terminó sus años de reinado bajo el descrédito de haber sido un farsante, un juerguista a cargo del presupuesto público, un comisionista, un personaje perfectamente olvidable a quien el país debería poner como ejemplo de lo que no debe ser un jefe de Estado, y de quien ni siquiera se ha hecho balance de su largo reinado. El golpe de Estado de 1981 sirvió, con sus mentiras, para consolidar una monarquía corrupta, protegida por una prensa cortesana y una televisión mendaz y servil. La abdicación de Juan Carlos de Borbón y la crisis de la monarquía en 2014 se han cerrado, provisionalmente, con la aportación (involuntaria, pero no menos relevante) del independentismo catalán y del nuevo sujeto político que surgió de las calles tras el 15-M: si uno avivó los temores a la fragmentación del país, reforzando las posiciones del viejo conservadurismo centralista español, el otro evaluó mal sus fuerzas y se equivocó gravemente en la definición de sus objetivos, hasta el extremo de que renunció a exigir la República en el momento más crítico de la monarquía restaurada en 1975 e incluso tuvo gestos de complicidad con Felipe Borbón.
La izquierda real, debilitada, recluida en las organizaciones políticas y en los movimientos sociales, quedó atrapada entre la irrupción de los demonios nacionalistas impulsados por el conservadurismo catalán (con ayuda de segmentos de la izquierda postmoderna que busca en identidades nacionales sus signos de aparente, y falsa, rebeldía) y el espejismo surgido entre las filas de quienes pensaban en «asaltar los cielos» con el desconocimiento, la precipitación y la frivolidad del neófito que se apresura a derribar la izquierda existente, a menospreciar el dilatado, angustioso y honesto esfuerzo de generaciones militantes con la tramposa acusación de que habían fracasado, como si la historia no estuviera llena de situaciones semejantes, transitando por los efímeros episodios de las disputas políticas sin identificar la coyuntura histórica, y sin saber que la vergüenza no es el fracaso, sino la traición, porque la historia de los movimientos populares y de la izquierda está llena de fracasos, y también de dignidad.
Caminando sobre las huellas de una oportunidad perdida, la izquierda pugna por reorganizarse mientras el nacionalismo independentista, haciendo de la necesidad virtud, adopta el traje republicano de ocasión, porque la creación de ese nuevo país que persigue, objetivo del nacionalismo, no podía ir de la mano de la invención de una dinastía: el secesionismo sólo puede hablar de una «república catalana». Porque la derecha conservadora catalana, acompañada de ese «republicanismo» histórico que se limita a la apuesta nacionalista de fragmentación del actual Estado (con las consecuencias que podría tener para España y para Europa), y que tan complaciente ha sido siempre con los Borbones, y esa pequeña burguesía aglutinada en los fugaces e ideológicamente desfigurados herederos del partido de Companys, e incluso los supuestos antisistema agrupados en la «izquierda nacionalista», nunca han estado en primera línea de la reivindicación republicana: su bandera es el nacionalismo, la independencia que sólo podría llegar tras la fragmentación de España: han vestido de república esa apuesta política porque no podían hacer otra cosa. Aunque, a diferencia de lo que cree una parte de la izquierda (perdida en los equívocos de una confusa homologación de las exigencias democráticas y de los «derechos a la secesión»), esa «república» teatral y falsaria que proclamaron lo único que ha hecho ha sido dañar a la reivindicación de la República, favorecer a la monarquía, poner dificultades a la imprescindible y necesaria III República española.
Más allá de la evidencia de que España necesita un sistema político honesto, regido por los principios de la justicia, la honradez, la igualdad ante la ley, el servicio público, el acoso a la corrupción y a los favores privados, es decir una República limpia y democrática, que inicie un nuevo proyecto de convivencia, la izquierda debe definir con claridad su papel y sus objetivos inmediatos. Exigir un referéndum sobre monarquía o república y un proceso constituyente es necesario pero insuficiente, y no pueden convertirse en una etiqueta para transitar por los nuevos escollos de estos años aciagos, en que hay que hacer frente a tantas urgencias y, sobre todo, al acelerado proceso de desmantelamiento de los derechos sociales y el profundo deterioro de los derechos de los trabajadores y de las condiciones de vida. Porque la República sólo puede llegar de las manos populares: tiende a olvidarse que la II República española representó, en la Europa que veía agitarse el monstruo fascista de otra racionalidad capitalista, una esperanza en la capacidad de resistencia de la honradez y la decencia democráticas; simbolizó la confianza, aunque fuera derrotada, en el valor de la resistencia a la barbarie, el aliento antifascista; pero también las certezas depositadas en un horizonte que quería restaurar la dimensión humana donde se pudiese vivir de otra forma.
La izquierda debe poner la exigencia republicana en el primer plano de sus propuestas, pero, además, hay que incorporar masivamente a los socialistas y a sus votantes, y llevar la convicción republicana a segmentos significativos del centro político e incluso de las fuerzas conservadoras que no quieren soportar las hipotecas de la corrupción y de una monarquía cómplice: sólo así se abrirá paso la República. Esa España que recorre un largo camino desde los días de Abdó Terrades y Pi i Margall, de Azaña, Negrín, Durruti y Dolores Ibárruri, que conjuga las ansias de democracia, federalismo, justicia social, igualdad entre hombres y mujeres, y que sigue presente en las organizaciones que defienden la memoria popular, es imprescindible para afrontar el futuro, pero no es suficiente, porque es necesaria la reconstrucción de la razón democrática y la articulación de una propuesta que una las necesidades populares con la búsqueda de una nueva estructura política para España, y que se concreta hoy en la urgencia de la III República, que una en un poderoso objetivo las exigencias feministas, las reclamaciones de los trabajadores, la búsqueda de los nuevos equilibrios territoriales y las demandas de libertad civil.
En una Europa donde crece la extrema derecha, que incluso coquetea y se presenta como fuerza rebelde que combate al poder de Bruselas y promete devolver a los ciudadanos sus derechos y el control sobre un idealizado poder de la «nación», donde nuevos movimientos populistas añaden confusión y espejismos transitorios, la izquierda precisa de programas audaces que hagan efectiva la democracia, un país distinto para una vida digna, una república donde la igualdad sea el principio rector de las relaciones sociales, con claros contenidos de ruptura con las viejas ataduras de la España monárquica, clerical y conservadora, necesita propuestas arraigadas en el antifascismo y la cultura democrática que articuló la resistencia antifranquista y que vinculó la conquista de la libertad con las demandas históricas del obrerismo. Una España republicana.
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