En 2016, España se comprometió a frenar el cambio climático bajo los objetivos del Acuerdo de París. ¿Qué tal lo estamos haciendo?
Pese al negacionismo de unos pocos, el cambio climático antropogénico -causado por las actividades humanas- es un hecho. Prueba de ello es que, desde que hay más gases de efecto invernadero (GEI) en la atmosfera, la temperatura del planeta no ha parado de aumentar, hay menos hielo en el Ártico, el nivel del mar cada vez es más alto y han aumentado, en frecuencia e intensidad, numerosos fenómenos meteorológicos.
Por ello, y sobre todo ante las alarmantes perspectivas de futuro, la mayoría de países del mundo firmaron en 2016 el primer acuerdo global para frenar esta situación, conocido como el Acuerdo de París.
Un pacto que aspira a mantener por debajo de 1,5ºC el aumento de la temperatura mundial del planeta con respecto a los niveles preindustriales, y conseguir la neutralidad de emisiones de cara a 2050. Entre los firmantes se encuentra nuestro anterior gobierno, que ha comprometido a España, uno de los países europeos más vulnerables a las futuras alteraciones climáticas, a tomar cartas en el asunto.
En 2015, el último año antes de que entrase en vigor el Acuerdo de París, España emitía un 16,7% más de GEI que en 1990. Ahora que nos hemos comprometido con el mismo, ¿cómo vamos en la lucha contra el cambio climático?
Algunos datos de las principales fuentes emisoras ayudan a entender de dónde viene el anterior porcentaje. Por ejemplo, a nivel energético, en 2017 la aportación de las energías renovables a la generación de electricidad en la península bajó un 7,5%, respecto al año anterior, según Red Eléctrica en España. Un descenso que se achaca a la reducción de la aportación hidráulica por las prolongadas sequias.
Al mismo tiempo, en pleno debate sobre la descarbonización de la economía, volvimos a batir el récord de importación de petróleo, por tercer año consecutivo, alcanzando los 65,843 millones de toneladas, según la Corporación de Reservas Estratégicas de Productos Petrolíferos (Cores). Lo que nos mantiene como líderes europeos en dependencia energética.
En materia de transporte, los últimos datos del Ministerio de Agricultura, Alimentación y Medio Ambiente (MAPAMA) señalan que las emisiones de GEI aumentaron un 3,4% en 2016 respecto al año anterior, y que supusieron el 27% del total. Un incremento provocado, en gran medida, por el aumento de las emisiones del transporte por carretera.
En consonancia con estos datos, la venta de vehículos eléctricos e híbridos en España, aunque está en constante crecimiento, en 2017 solo representó el 0,69% del total de mercado, un porcentaje tres veces inferior a la media europea, según la Asociación Empresarial para el Desarrollo e Impulso del Vehículo Eléctrico (AEDIVE). Y ello no se debe a la falta de demanda. Durante los últimos años cada vez que salen las ayudas públicas para la compra de estos vehículos -el Plan Movalt-, el presupuesto se agota en 24 horas.
Las emisiones de GEI de los hogares, comercios e instituciones también han aumentado. Concretamente un 4,7% respecto a 2015, y suponen el 13% del total, según los últimos datos oficiales (de 2016). Pese a ello, el recién censurado gobierno español, a diferencia del resto de países de Europa, le ha puesto trabas al autoconsumo, desde 2015, a través del autodenominado impuesto al sol. Habrá que ver si el nuevo ejecutivo lo mantiene.
La industria ganadera, que supone el 8,3% de las emisiones del país, tampoco ha mejorado sus números. En 2016 volvieron a aumentar las emisiones de GEI del sector vacuno y porcino, un 3,2% y un 2,6%, respectivamente. Además, para el mismo año había un millón de cerdos más censado en nuestro país (29,2 millones). Lo que aumenta el riesgo de la contaminación de aguas por purines (mezcla de heces y orina), sobre todo en Aragón y Catalunya, y aumenta el gasto de agua para la producción de pienso.
Los países mejor posicionados -Reino Unido, Finlandia, Alemania, Suecia o Dinamarca- han reducido sus emisiones anuales desde 1990 hasta 2015 al menos un 20%. Y continúan reduciendo las de CO2, según los últimos datos del Eurostat. En general, todos ellos han aumentado notablemente el uso de energías renovables, la eficiencia energética y la movilidad sostenible.
Independientemente de los números, desde que España se unió al Acuerdo de París, los movimientos ecologistas nacionales han denunciado la sistemática falta de compromiso del gobierno del Partido Popular contra la lucha climática.
Durante estos años han criticado, por ejemplo, su voto a favor de los Tratados de Libre Comercio entre la UE con Estados Unidos y Canadá (TTIP y CETA). Unos acuerdos contrarios a la producción y transporte sostenible de alimentos. O que no se haya derogado el impuesto al sol, que consideran un freno a la entrada de las energías renovables. También le han reprochado al anterior ejecutivo los continuos recortes en la partida de «prevención contra el cambio climático» de los Presupuestos Generales de Estado. Incluida la de 2018, que ha bajado un 20% respecto al año anterior.
Ante la demora y la urgencia de medidas, Catalunya y Baleares ya han impulsado sus propias leyes climáticas. En la primera comunidad, pese a que el Tribunal Constitucional ha bloqueado el artículo relativo a la prohibición del fracking, se ha establecido, por ejemplo, una fiscalidad ecológica o la obligatoriedad de adoptar presupuestos de carbono con una década de antelación. En la segunda destaca, por ejemplo, la prohibición de la entrada a las islas de vehículos no eléctricos en 2035, la creación de una empresa pública para promover proyectos renovables y servicios energéticos, o la obligación de que toda política pública incorpore una «perspectiva climática».
Aun así, dada la escasa ambición de los objetivos fijados por la UE a medio plazo, según la mayoría de movimientos ecologistas, el gobierno pertinente no tendrá excesivos problemas en cumplir lo pactado.
De cara a 2030, el único objetivo vinculante que debe cumplir España es reducir sus emisiones de GEI un 26% respecto a 2005, es decir, mantenerlas en los mismos valores de 2016. Las otras dos metas (no vinculantes) son contribuir, aun no se ha especificado cómo, a que el 27% de la energía que se genere en la UE provenga de fuentes renovables y se mejore un 30% la eficiencia energética. Dos objetivos asumibles, dada la ambiciosa política energética de algunos países europeos, que presumiblemente compensaran los malos resultados del resto.