Partiendo de la concepción anatómica de la sociedad similar a la de un ser humano, de Durkheim España, sociológicamente, presenta el aspecto de un tullido deforme. Ya profetizaba Durkheim que las estructuras éticas y morales serían destruidas con el aumentar de la tecnología y la mecanización. La clarividencia de este antropólogo es digna de reseñar […]
Partiendo de la concepción anatómica de la sociedad similar a la de un ser humano, de Durkheim España, sociológicamente, presenta el aspecto de un tullido deforme. Ya profetizaba Durkheim que las estructuras éticas y morales serían destruidas con el aumentar de la tecnología y la mecanización. La clarividencia de este antropólogo es digna de reseñar para entender a la sociedad humana de nuestro tiempo y especialmente alguna tan usualmente agitada como la española, a la que es también muy pertinente su idea de que, llegado un momento, hay que elegir entre la sociedad y Dios…
De Durkheim hago mis propias inferencias y de ellas salen tres dudas. Una es si España no carecerá de un sentido colectivo como nación. La otra es si no será que el comportamiento de las instituciones españolas a lo largo de las cuatro décadas siguientes a otras tantas de la dictadura no habrán ido empeorando cada vez más un clima psicosocial, que no resiste el análisis más condescendiente de los países de la Europa Vieja. Y la tercera, si los tribunales a los que estamos concernidos a través de nuestra integración en la Unión, por el modo de responder la justicia española en el asunto catalán y por el incumplimiento de tantas de sus directivas, no pensarán que en la España oficial y judicial todavía no han calado realmente ni el concepto ni el sentimiento democráticos. España usualmente hace caso omiso de las directivas, y en la cuestión territorial responde de manera desmañada o torticera a los tantos autos y resoluciones judiciales promovidos en el curso del conflicto.
Y es que por más que se empeñen algunos en España en situar ese sentido aglutinado inexistente en imágenes mentales tópicas utilizadas por la dictadura y que ya resultan ridículas y casi insoportables para muchos, a España como nación se la reconoce mucho mejor fragmentariamente por zonas y por teselas que como una unidad nacional. La razón es que esa España de estereotipo rezuma extravagancia y fanfarronería, y triste exotismo por eso mismo. Los numerosos valores humanos y creativos en España son estrictamente individuales. Colectivamente España carece de inteligencia notable, y la envidia, el defecto nacional por excelencia, hace suficientes estragos como para que muchos no tengan apego a «lo español» e incluso se avergüencen de ser español, mientras que la población de la mayoría de los países europeos proyecta al mundo un conjunto de rasgos sólidos, estrictos y reconocibles como «serios». Y es que, aparte su idiosincrasia en buena medida ese carácter es debido al repliegue de aquellas sociedades sobre sí mismas y por separado, para robustecer su identidad como nación tras las dos guerras mundiales y esforzarse luego en facilitarse entre ellas los acuerdos. A Francia le basta su inequívoco espíritu republicano. A Gran Bretaña su vocación monárquica relamida. A los países nórdicos su sentido colectivista. A Alemania el rigor. A Suiza su «arte» federal combinado en cuatro idiomas… Y así sucesivamente.
Por el contrario España, que no participó en ninguna de las dos contiendas y se enzarzó en una guerra intestina, más allá de la fiesta taurina y el flamenco (que de todas las hipótesis la que predomina es la de ser de origen morisco con mezcla de cultura judía), carece de señas de identidad que compartan todos los territorios que la componen política y administrativamente en una unión forzada (como todas las cosas no integradas sino yuxtapuestas o adosadas) por un débil adhesivo. Y ese adhesivo débil es una Constitución política redactada con un espíritu no muy diferente al del dictador que fraguó en un alto horno la unión forzosa de los pueblos isleños y peninsulares bajo su tiránica potestad, y que considera prohibido y poco menos que pecaminoso cualquier intento federal. Algo que da que pensar en un supuesto, el casus belli. En caso de guerra, por ahora de ficción, con otro u otros países, lo más probable es que unas nacionalidad es interior es en España no la hiciesen y otras se aliasen con el enemigo. Los antecedentes de la invasión napoleónica y la respuesta de la población de aquel episodio, salvo el caso de los afrancesados… quedan muy lejos para hacer comparaciones, y las condiciones de convivencia actuales son tan diferentes de otras épocas que la fenomenología que habría de declararse en semejantes circunstancias no tendría nada que ver con cualquier otro pasaje de la controvertida historia de esta España históricamente dispersa.
En los últimos tiempos, a causa de una muy torpe inteligencia, la situación territorial, como en otro momento como ocurrió con Euzkadi, se ha agravado. Y los necios esfuerzos actuales de dos partidos políticos y de porciones de sociedad próximos, favorecidos todos por la forma de estado exaltan estúpidamente al monarca y a la monarquía. Y en lugar de conseguir adeptos producen el efecto contrario de una creciente repulsión hacia la monarquía y la consiguiente atracción, por la ley de acción y reacción, hacia la forma republicana. Todo lo que en conjunto expresa para el mundo la existencia de una nación, la española, en permanente estado de refriega, de ebullición y de inestabilidad donde sobresale por encima de todo la coexistencia obligada de rasgos antropológicos heterogéneos y un espíritu disolvente que sólo pausa en dos trances tan vulgares como ridículos: la pasión primitiva por un equipo de fútbol, «la roja», y la impostación respecto a una bandera históricamente cambiante que no representa más que a la población acomodada que se siente y se comporta como si fuese dueña de todo y de todos los demás…
Jaime Richart. Antropólogo y jurista.
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