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El dictador y la cultura

Hitler y el mito alemán

Fuentes: Rebelión

Han dicho sus biógrafos que Hitler concibió su destino como demagogo y conductor político viendo una representación de la ópera Rienzi, uno de los primeros éxitos de Wágner. La ópera muestra la historia de un plebeyo que se convierte en tribuno popular en la Roma del siglo XIV y perece perseguido por el odio de […]

Han dicho sus biógrafos que Hitler concibió su destino como demagogo y conductor político viendo una representación de la ópera Rienzi, uno de los primeros éxitos de Wágner. La ópera muestra la historia de un plebeyo que se convierte en tribuno popular en la Roma del siglo XIV y perece perseguido por el odio de los nobles entre las llamas de un palacio incendiado. ¿Prefiguración del final? Hitler fue un discípulo de Wágner en todos sentidos. Cuando Hitler salió de la cárcel tras ser condenado por el putsch de Munich, su primer acto fue visitar al pianista Ernst Hanfstaengel y le pidió que le interpretara el Liebestod.

De la espectacular escenografía del maestro de Bayreuth tomó los desfiles de antorchas, las muchedumbres en escena como protagonistas del acontecer histórico, las vestiduras espléndidas, la creación de un mito que presionaba el libre albedrío de cada humano. Apeló a la magia de los ancestros que dictaban desde su pasado glorioso el comportamiento del presente.

Todo ello se había robustecido como resultado del proceso integrador de la nación alemana. A mediados del siglo XIX existía una patria que no había sido definida aún y se presentía la inminencia de su constitución. La inquietud por la unidad nacional estaba precedida por la búsqueda de una identidad. La veneración por la catedral de Colonia, el señalamiento del gótico como el «estilo nacional», la utilización del emperador Federico Barbarroja como símbolo de la integración, la idolatría por Wágner y su música, el reverdecimiento de ciertas leyendas nacionales, la saga de los Nibelungos, entre ellas, el establecimiento del panteón del Walhalla, eran síntomas del despertar de la conciencia nacional. La imaginería de la época intentaba capturar el espíritu de la patria mediante la figuración de gigantescas doncellas que empuñaban temibles espadas, de largas trenzas rubias y semblante hosco, nombradas Germania.

El autor de esa cristalización fue Bismarck, quien como instrumento de la gran burguesía, de los barones del acero, de los Krupp y los Stinnes en el Rhur, los Röchling del Sarre, los Maffei de Baviera, los Henschel de Kasel: los verdaderos dueños de aquel territorio aún indefinido, unió las treinta y cinco monarquías que componían la Confederación Germánica para fundirlas en el Imperio Alemán bajo el liderazgo de Prusia. La proclamación tuvo lugar en el Palacio de Versalles después de bombardear París y haber hecho prisionero a Napoleón III en Sedán. La misión de Bismarck estaba cumplida.

Ese legado lo aprovechó Hitler en su construcción del Tercer Reich. A ello añadió un antisemitismo que había estado larvado en el pueblo alemán. El propio Wágner era un conocido racista antijudío. El Holocausto fue un hecho criminal ordenado por una mente enferma. Muchos artistas siguieron el camino del nazismo sin conocer la extensión de su perversidad. Thomas Mann y Bertolt Brecht se marcharon del país pero Richard Strauss y Wilhelm Furtwängler permanecieron en su tierra. Wágner estuvo influido por Schopenhauer y Nietzche, de la misma manera que lo estaba Hitler.

Ahora se trata de enaltecer la figura de Hitler publicando sobre su interés por la cultura, sus conocimientos operísticos, su fervor por Wagner, su colección de obras de arte (confiscadas en los países invadidos), sus planes de construcción de espacios expositores de pintura. No se habla, desde luego, de su proscripción del llamado «arte degenerado» que comprendía toda la vanguardia europea del siglo XX, ni se menciona su gusto cursi por la estatuaria de ciclópeas figuras rollizas, de su aprecio por los desnudos al óleo de madonas alemanas más destinadas a la lactancia que la estética. Se habla de sus lecturas de Schopenhauer y Hegel pero no se mencionan las piras incendiarias que consumieron millones de libros prohibidos en todas las plazas germanas.

Hitler planificó con su arquitecto mayor Albert Speer construir teatros de ópera de perfecta acústica en todas las ciudades importantes de Europa, una vez que la conquista del viejo continente se hubiese consumado. Hitler era un diseñador frustrado y personalmente intervino en el boceto de uniformes y estandartes de sus partidarios y en la escenificación triunfal del congreso de Nuremberg. También contribuyó con sus iniciativas ornamentales al proyecto del grandioso edificio de la Cancillería en Berlín, donde desarrollaría sus planes megalómanos. Mientras la guerra se desarrollaba no dejó de tener un ojo avizor sobre el inmenso Centro Cultural Europeo que iba a inaugurar en Linz, su ciudad natal, al terminar la guerra. Éste contaría con galerías de arte, biblioteca, museos, salas de concierto, teatro, planetario, estadio y hasta una universidad adjunta. Los nazis amaban la música, probablemente por ello difundían sinfonías de Mozart por los altavoces de los campos de concentración mientras los judíos marchaban hacia los hornos crematorios.

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