Muchos aplaudimos cuando el nuevo y bienvenido Gobierno de Zapatero se retiró de Irak. Algunos protestamos al saber que este repliegue se compensaba con tropas en otros lugares del planeta. Entonces publiqué una crónica titulada Ni Haití ni Afganistán , en la que señalaba que el apoyo a estos países era en realidad a los […]
Muchos aplaudimos cuando el nuevo y bienvenido Gobierno de Zapatero se retiró de Irak. Algunos protestamos al saber que este repliegue se compensaba con tropas en otros lugares del planeta. Entonces publiqué una crónica titulada Ni Haití ni Afganistán , en la que señalaba que el apoyo a estos países era en realidad a los norteamericanos, incapaces de resolver ellos solitos los problemas que se habían creado. Desde hace decenios, la posición estratégica de Afganistán incita a las grandes potencias a luchar por su control. La exportación de los hidrocarburos de Asia Central es desde 1991 un tema conflictivo entre americanos, rusos, chinos e iraníes. Contra la presencia del Ejército Rojo, la CIA, los servicios secretos de Pakistán, la OTAN, Israel y Arabia Saudí apoyaban la creación de guerrillas creadas por los propietarios agrícolas perjudicados por la reforma agraria. En marzo de 1985, Reagan aumentó la ayuda a los muyahidines afganos desde 1979.
A través de Pakistán, EE. UU. les proporcionaba armas y mil millones de dólares anuales. En todos los países árabes, la CIA trataba de captar adeptos, arguyendo la violación de las leyes islámicas por las tropas soviéticas e incitaba a derrocar el régimen ateo y pro-soviético.
Movidos por el nacionalismo y el fervor religioso, más de cien mil musulmanes se incorporan a la guerra santa al servicio de los Estados Unidos. De este modo Bin Laden, miembro de la aristocracia de Arabia Saudí, colabora con la CIA y entra en el Partido Islamista de Gulbudin Hekmatiar. En diez años de ataques, estos «combatientes de la libertad» , según Reagan, armados por los EE.?UU., destruyen unas 10.000 escuelas, 31 hospitales, decenas de empresas, varias centrales eléctricas, 1.000 kilómetros de carreteras, 960 cooperativas agrícolas y colocan explosivos en cines y mercados.
Estos «combatientes del pueblo» jamás serán designados como terroristas por los occidentales. A lo máximo los llamaron «rebeldes» cierta vez que se les ocurrió derribar un avión de las líneas aéreas de Afganistán con cohetes ingleses y de EE.? UU.
En septiembre del 87, el presidente pro-soviético Babrak Karmal dimite y el general Nayibulá lo sustituye. Al amparo de Gorbachov, trata de iniciar un proceso de pacificación que los muyahidines rechazan. El ejército soviético abandona Afganistán entre agosto de 1988 y febrero de 1989, dejando al país en manos de varias bandas rivales. Se producen enfrentamientos entre los muyahidines y las fuerzas gubernamentales, así como entre las quince regiones y grupos armados, algunos de ellos chiíes y otros suníes. En mayo de 1992, derrotado el ejército del general Nayibulá, los muyahidines entran en Kabul. Los campos de Afganistán y de Pakistán sirven ahora para el entrenamiento de las fuerzas que se oponen a los musulmanes moderados (la Alianza del Norte ) y de las que participan en la guerra de Chechenia, apoyadas por la CIA.
En este contexto, se produce el ataque contra World Trade Center. Los americanos acusan a Bin Laden. Bien lo conocen y saben que es el único capaz de montar semejante operación.
Inmediatamente después del ataque a las Torres Gemelas, la CIA emprende operaciones en Afganistán. Instala un centro en el barrio Ariana Chowk de Kabul, protegido por un muro de 13 metros de altura, alambradas y miradores.
El 14 de septiembre del 2002, el Congreso autoriza al presidente a emplear la fuerza militar. George W. Bush no tarda en movilizar a 50.000 reservistas. El 6 de noviembre exige pruebas de fidelidad a sus aliados: «O con nosotros o contra nosotros…».
Y en esas estamos.