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Hacia una República federal

Fuentes: Ciudadanos por la República/Rebelión

Conferencia pronunciada en la Universidad Autónoma de Madrid, en marzo de 2005 No se puede ser republicano sin proclamar la necesidad del federalismo.- Una de las calamidades más graves que se pueden plantear entre los republicanos es volver a la contienda entre unitarios y federales. Después de la prolongada lepra de la Dictadura; vividas las […]

Conferencia pronunciada en la Universidad Autónoma de Madrid, en marzo de 2005

No se puede ser republicano sin proclamar la necesidad del federalismo.- Una de las calamidades más graves que se pueden plantear entre los republicanos es volver a la contienda entre unitarios y federales. Después de la prolongada lepra de la Dictadura; vividas las tensiones de la República con la reivindicación nacionalista de Cataluña, Euskadi y Galicia;potenciadas estas pretensiones nacionales ante el fraude que han supuesto las autonomías (descentralización puramente administrativa por graciosa concesión del Estado, que puede ser suspendida o anulada por el Tribunal Constitucional); el mero planteamiento de una República unitaria equivaldría al desastre. Si es cierto, y lo es, que nuestro Estado es un Estado plurinacional y pluricultural, ello implica que está integrado por una pluralidad de naciones que, como tales, aspiran a la supervivencia y a un desarrollo político congruente.

Son naciones sin Estado que reivindican el reconocimiento de lo que son para decidir libre y democráticamente lo que quieren ser. Desde luego, no quieren ser dependencias administrativas del Estado que les otorga «Cartas autonómicas» prácticamente uniformes. Exigen la soberanía necesaria para ejercer el derecho de autodeterminación. No es una aspiración voluntarista. En nada se parece a un esperpento. La carta fundacional de Naciones Unidas y su resolución 2625 establecen con toda claridad y contundencia:

«Todos los pueblos tienen derecho a determinar libremente, sin ingerencias externas, su condición política».

No es cierto que sea aplicable exclusivamente al proceso descolonizador. El Estado británico ( el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte) está integrado por cuatro naciones: Inglaterra, Escocia, Irlanda del Norte y País de Gales. Dinamarca reconoció el derecho de autodeterminación de las Islas Feroe. Québec lo ha ejercido en dos ocasiones. Finlandia, antiguo Ducado del Zar, consiguió la independencia en 1917. Noruega se independizó a principios del siglo XX, de Suecia. El Eire- Estado libre de Irlarnda- obtuvo su independencia inmediatamente después de la I Guerra Mundial.

Aquellos políticos y pensadores que aseguraban que los Estados son hechos «dados» que no se pueden alterar con el uso de la violencia no pueden explicar estos datos. Tampoco pueden ofrecer una explicación razonable a la independencia, sin violencia alguna, de los tres países bálticos ( Estonia, Letonia y Lituania) o de Eslovenia, Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia-Montenegro, Chequia y Eslovaquia. No faltan los pensadores «exquisitos» que aseguran muy serios que el régimen federal esta en decadencia. Quieren así salir al paso de las opiniones federalizantes del Estado Español que proliferan en los últimos tiempos. Pero cumplen mal su encargo. En la actualidad, más del 40% de la población mundial viven en regímenes federales.

Tampoco faltan los que alardean, con la seguridad típica de los ignaros o la infinita audacia de los políticos incultos y mordaces, que las autonomías hispánicas tienen más competencias que los Estados federados. Saben que no es así. Y saben, sobre todo, que en las Autonomías no existe ni un ápice de soberanía ni de libertad política. Es de eso de lo que se trata. En el acuerdo de Viernes Santo entre el Vester, el Reino Unido e Irlanda nada se discutió sobre competencias fiscales, de seguridad social o penitenciarias.

Se debate la independencia, es decir, el máximo ejercicio nacional de la autodeterminación y la soberanía.

Con todo, la crítica más arriscada contra la autodeterminación y el federalismo es la que se formula, desde la derecha y la izquierda instalada, contra el «regreso» al tribalismo y al nacionalismo excluyente y reaccionario de los «independentistas». Es conmovedor. El Estado español ha sido posible, a partir del S. XVIII mediante el ejercicio sistemático de la coacción, la violencia, el asesinato en masa, el fraude y el abuso. Sin embargo, para muchos, como sabemos, todo lo que existe es porque debe existir. Que nadie lo toque. Esto es lo progresista. Desconocer la tenacidad y la fuerza colectiva con que se defiende el proyecto nacional de Euskalherria, Catalunya y Galicia, como proyecto popular e interclasista; ignorar la violencia que se ha ejercido y se ejerce, con toda brutalidad, contra ese proyecto, es, al parecer, progresista. Sobre todo cuando esa ignorancia y esa violencia se practican desde actitudes radicalmente españolistas. No hay en el Estado un nacionalismo más excluyente y violento que el nacionalismo español. Pero ocurre como en el terrorismo. Sólo es nacionalismo el de los «otros». Sólo es terrorismo el de los otros. El nacionalismo español y el terrorismo de estado son otra cosa. Son «nuestros» o de «nuestros hijos de puta».

Como ha dicho Daniel Reventós:

«La gran tradición republicana, la tradición de la libertad, la tradición que combatió toda expresión política de la tiranía y el despotismo, sin olvidar la que anida en los entresijos de las relaciones sociales, esta tradición milenaria, apostó claramente por la independencia material como criterio de ciudadanía plena».

Pero esa independencia material o, si se prefiere, esa igualdad radical, no es posible sin libertad política, que es la libertad como ciudadanos. La libertad y la igualdad de la República no admitan dependencias ni servidumbres. Son la libertad política y la igualdad esencial de los dioses. En el hermoso poema de León Felipe al niño judío que aguarda su turno ante los hornos crematorios de Auschwicz, se dice algo estremecedor, propio de la mejor tradición republicana:

«Israel, tú que fundaste el monoteísmo, recuerda siempre la vieja sentencia: son dioses todos los hombres y mujeres de este mundo».

Esta es la mejor descripción del ciudadano republicano, liberado de servidumbres, hipotecas y dependencias. Su libertad es total, su igualdad con los demás es absoluta. Por eso el ideal republicano proclama un laicismo radical. Dios y la religión, instalados en la vida social, suponen una enorme desigualdad y una dependencia incuestionable. Los ciudadanos republicanos son los «dioses» de la República. Y los dioses no admiten discriminación, vejación o dependencia.

En la tradición española República y federalismo van de la mano. El posibilismo y el pragmatismo de la «izquierda instalada» ( o juancarlistas) ha dejado al margen el discurso republicano en la España postfranquista. Su compromiso con la monarquía y su renuncia al federalismo, a favor de las autonomías, además de envilecer su propia tradición, sitúa la lucha por la República en otro lugar ideológico, subordinado a la resolución de los conflictos nacionales. Como ha escrito Gary Hayek, si en 1873 y 1931 la proclamación de la República fue por delante del federalismo, hoy las luchas nacionales de Euskadi, Cataluña y Galicia ( y otras emergentes), su independencia o federalización van por delante de la cuestión republicana. Si la primera y la segunda República trajeron el federalismo, son ahora las luchas nacionales las que pueden traer la República. Cuando menos, ambas luchas- la republicana y las nacionales de los Estados federales emergentes- van de la mano.

El federalismo se basa en el pacto. Pactos de abajo hacia arriba entre los ciudadanos de un mismo territorio local o provincial, entre esos territorios para formar una nación y entre esas naciones para constituir un Estado federal o confederal. Pactos libres de ciudadanos libres e iguales cuyo proyecto de emancipación humana, política, social y económica esta vinculada a la República Federal, que es la fórmula de gobierno en la que, por definición y naturaleza, no hay lugar a la desigualdad a la discriminación ni a la dependencia. Quienes sostienen que » la República es para los republicanos» se autoexcluyen de la ideología republicana. La República es para todos los ciudadanos por igual. O es igualitaria, en todas las acepciones del término, o no es.

Estamos, por tanto, hablando de una República democrática, que nada tiene que ver con la República aristocrática de la Antigüedad griega y romana y con ciertas realidades modernas, atenidas a lo que confusamente se llama «imperio de la ley». Al frustrarse la representación democrática, sustituida por oligarquías partidarias, la ley es desigual y provoca desigualdad. Así ocurre en las Repúblicas parlamentarias, donde tanto la «identidad» como la representación del Estado reside, teóricamente al menos, en el Parlamento. Es una causa de inestabilidad e inautenticidad del Gobierno republicano y del sistema republicano en su conjunto. Es preciso establecer mecanismos de equilibrio y racionalidad política que refuercen la estructura de la República y promuevan la libertad política y la igualdad social que representa.

La primera y más fuerte garantía es la República Constitucional. Su máximo representante, el Jefe del Estado Federal, deberá ser elegido popularmente, no por el Parlamento. Los miembros del Parlamento serán también de elección popular. El Presidente de la República concentra en su persona el principio de identidad política y representativa del Estado Federal o Confederal y de los Estados federados, sin perjuicio de que cada uno de estos elijan también a su propio presidente. El parlamento federal ostenta el principio de representación política de la sociedad en su conjunto, lo que no excluye a las Asambleas legislativas de los Estados Federados. Esta dualidad democrática en el Ejecutivo, con controles recíprocos, unida a la pluralidad en el Legislativo, son miembros esenciales de una democracia radical. Nadie podrá decir más esa sandez tan repetida de que la República puede ser también, como «esto» que tenemos, un régimen oligárquico, con fraudes, deficiencias democráticas y con una corrupción galopante. Una República Constitucional no hubiese sido liquidada por el golpe de 1936. Sus mecanismos de prevención, seguridad y defensa, coordinados por un Presidente de elección y control popular, hubiesen bastado para abortar la franquistada. Ese Presidente hubiese representado la identidad política de la República- juntamente con su Gobierno- mientras el parlamento estatal ostentaba la representación legislativa de la sociedad civil.

Al hablar de una República Federal se plantean de inmediato dos problemas. El primero es si el carácter «federal» va a ser respetado en su integridad. El segundo, si todos los Estados federados van a ser simétricos. Ni lo uno ni lo otro. Un régimen federal tiene en su seno la semilla de la confederalidad. Cualquier Estado federado puede legitamente decidir que el «traje» le viene estrecho, que necesita «más». Nadie le puede negar otro ejercicio de autodeterminación para convertirse en Estado confederado, relajando su vinculación a las instituciones confederales y ampliando sustancialmente sus competencias. Es más, la actual situación española abona mucho más, ante la intensidad e irracionalidad, de las exigencias centrípetas del nacionalismo españolista, la estructura confederal del Estado.

Siendo esto así, no existiría simetría alguna. En realidad, no hay verdadera simetría en los Estados federales. Es contradictorio con su naturaleza. Cada uno tiene sus peculiaridades, costumbres, lengua ( en su caso), viejas leyes e instituciones y, por encima de todo «vocación nacional», que no es otra cosas que «vocación de ser». Se impuso en euskalherria la divisa «ser para decidir». Cabría perfectamente invertirla: «decidir para ser».

Nuestra República Federal ha de ser un modelo democrático de respeto y garantía de los derechos humanos, de todos los derechos humanos para todos los ciudadanos. Su respeto a la universalidad de esos derechos, sin excepción alguna, y a su indivisibilidad está garantizado no sólo por unas leyes democráticas y un poder judicial independiente y justo, sino, también, por un Consejo de Vigilancia Ciudadana del que formen parte dos representantes por Estado Federado. Controlará, en este campo, la actividad del poder legislativo del ejecutivo y del judicial en todo el territorio del Estado Federal.

Basta ya de pretorianismos de todas las especies. La Segunda República terminó con ellos de forma racional e inteligente ( suscitando inevitables rencores y ruindades sin cuento) y la República Federal deberá eliminar la irracionalidad de poderes militares incursos en el Estado de forma más o menos solapada. Sólo existirá, dentro de la Administración del Estado, una sección militar lo más reducida posible. Desde luego, sin fuero propio. La jurisdicción militar es una injuria a la democracia. Sólo existirá un poder civil legitimado por los ciudadanos de la República, que podrán controlarlo y revocar a sus miembros indignos.

La República Federal será laica. No admitirá injerencia alguna de las confesiones religiosas. Estas permanecerán en el ámbito de la conciencia libre y su libertad de cultos estará sometida a la ley doméstica. Ninguna confesión gozará de privilegios económicos, institucionales o educativos. El Art. 3º de la Constitución de 1931 establece:

«El Estado Español no tiene religión oficial».

Sin más. Su articulo 48 aseguraba que:

«La enseñanza será laica, hará del trabajo el eje de su actividad metodológica y se inspirará en ideales de solidaridad humana».

Y añadía en su ultimo párrafo:

«…se reconoce a las Iglesias el derecho, sujeto a inspección del Estado, de enseñar sus respectivas doctrinas en sus propios establecimientos».

Las religiones enseñaban y enseñarán religión. Su doctrina religiosa. Nada más. Desaparecen, por tanto las figuras del padre -patrón y de la Iglesia como empresaria de la enseñanza. La enseñanza será, en todos sus tramos, al menos hasta el final de la secundaria, pública, gratuita, obligatoria y laica.

La laicidad es regla de vida en una sociedad democrática. Impone que todo ciudadano disponga de los medios precisos para ser él mismo, libre, responsable de su desarrollo y dueño de su destino. El humanismo laico reposa sobre el principio de libertad absoluta de conciencia. Es la emancipación de todos los dogmas, la autonomía del pensamiento frente a cualquier obligación religiosa, política o económica, la liberación de tabúes, ideas dominantes y reglas dogmáticas.

La ética laica es muy simple. Se apoya en los principios de tolerancia mutua y respeto a los demás y a uno mismo. El bien es todo aquello que libera; el mal es todo lo que envilece y esclaviza. La laicidad está siempre atenta para ofrecer al ciudadano libre todo lo necesario para que adquiera una total lucidez y una plena responsabilidad de sus actos y pensamientos. La ética laica tiende a instaurar, más allá de diferencias ideológicas, comunitarias o nacionales, una sociedad hermana favorable al completo desarrollo de todos, sociedad de la que serán excluidos la explotación o condicionamiento del ser humano por otros seres humanos, todo fanatismo, odio y violencia. La República Federal estará al servicio de la libertad de conciencia, de la conciencia libre y del libre examen. Es un presupuesto de lo personal.

Lo es, en mucha mayor medida, la igualdad. Sin una plataforma sólida y desarrollada de igualdad social y económica, no será posible esa libertad política que es la mayor divisa de la República Federal. Esta es un gran proyecto de emancipación política, social, cultural y económica de los trabajadores de todas las clases, especialmente de los más vulnerables y explotados. O la República Federal lleva en sí misma la semilla de la transformación revolucionaria de lo existente o puede representar una gran farsa, una frustrante operación cosmética. Hay que recordar que somos herederos de la democracia radical que no pudo o no supo germinar en la Segunda República. Herederos de unos presupuestos de lucha ideológica, política y social y económica contra las oligarquías dominantes. Como decía Carlos Marx de «el salario» o «revolución social o barbarie».

Anegados por las brutales oleadas de la globalización, consecuencia depredadora del neoliberalismo capitalista que está liquidando los ideales y principios democráticos más elementales, la República Federal, tal como la concebimos, puede tener mucha carga utópica. René Dumond glosó la expresión de Marx de forma muy radical: «Utopía o muerte». Si prescindimos de la utopía nuestro avance será mucho más difícil. El sector constituyente al que pertenecemos perderá estimulo de lucha, savia transformadora y pasión republicana.

Federalismo, separación de poderes, laicidad, cultura de paz y preeminencia de la ética civil. Sin esa cultura será también imposible nuestra República Federal. La libertad profunda de los republicanos, su igualdad radical y su amor por la paz y la ética civil no podrán subsistir y desarrollarse sin ese amor por la belleza y la verdad que es la cultura. La Segunda República fue esencialmente culta. Un prodigio de cultura surgido de un desierto monárquico. Jamás existió en España una movilización ciudadana de tal naturaleza. La poesía, el teatro, la novela, la investigación científica, la filosofía social, las artes políticas florecieron como si hubiese aparecido un nuevo horizonte renacentista. Era, y va a ser, una cultura democrática de paz para nuestro pueblo, único soberano de sus destinos. Si nuestros maestros de todos los niveles, singularmente los «maestros de escuela», fueron tan profundamente respetados en la República es porque acertaron a decir la verdad, y a transmitir el ideal republicano a todos los sectores sociales. Por esta misma razón, serían las víctimas más propiciatorias de la represión y del asesinato del régimen franquista. Aquellos maestros, sus hijos y sus nietos nutren ahora, en la memoria y en la presencia, las filas republicanas.

Y la virtud cívica, la ética civil. La «ciudad de los republicanos» es una comunidad construida por leyes e instituciones nacidas y controladas por la voluntad libre e igual de los ciudadanos. No se requiere homogeneidad cultural ni adhesión incondicional. Sólo participación y compromiso con las instituciones republicanas y con los principios propios del proceso democrático. No es, en suma, una «comunidad ética» sino una comunidad política fundada en la deliberación y decisión de sus ciudadanos. No hay absorción del ciudadano por la sociedad. El servicio al bien público no supone «desalmar» al ciudadano, sino hacerlo partícipe de los problemas, y de legislaciones, de su comunidad.

Dice Ángel González:

«Te llaman porvenir/ porque no vienes nunca».

Lo que no viene nunca no es porvenir, es una quimera, un esperpento. Como el Estado que tenemos. Que no tenemos, mejor dicho. La deshonestidad, la impudicia, el deshonor y la corrupción han corroído sus raíces. Sólo la República Federal que nos viene reconstruirá el Estado con la dignidad, el honor, la libertad y la justicia que debe serle inherentes.