Llevamos tanto tiempo pronosticando la caída del imperio americano que se nos olvidó echar un vistazo a nuestra propia casa. Y ahora, con el barco de la Unión Europa haciendo agua por el flanco del sur, quizá ya sea demasiado tarde para salvarlo. ¿Y si fuésemos nosotros los primeros en caer? Al fin y al […]
Llevamos tanto tiempo pronosticando la caída del imperio americano que se nos olvidó echar un vistazo a nuestra propia casa. Y ahora, con el barco de la Unión Europa haciendo agua por el flanco del sur, quizá ya sea demasiado tarde para salvarlo. ¿Y si fuésemos nosotros los primeros en caer? Al fin y al cabo, la Unión Europea es la versión posmoderna del imperio romano. Somos lo que nació de aquellas ruinas.
Dice el tópico que los imperios nacen, crecen, se corrompen, entran en crisis y mueren a manos de los bárbaros. Hoy, basta con leer entre líneas para darse cuenta de que la Unión Europea vive la penúltima etapa, la crisis permanente. La ampliación a veinticinco miembros en 2004 agudizó los conflictos internos y hoy su engranaje está totalmente atascado: Francia no se entiende con Inglaterra en la cuestión del presupuesto comunitario; la política agraria común no tiene nada de común y el «modelo social europeo» es un eslogan vacío que vuelve una y otra vez sobre la mesa sin concretizarse nunca. Por otra parte, la constitución que redactó Giscard D’Estaing nació muerta, el improbable ingreso de Turquía sigue siendo un motivo constante de desacuerdos y la economía continental se hunde víctima de la globalización, pues las deslocalizaciones salvajes van a dejar en el paro a millones de europeos en los próximos años. Por si este cuadro no fuese ya lo bastante sombrío, ni siquiera en política exterior nos entendemos y la prueba más sangrante es la complicidad de los ingleses en la guerra de Irak. Y los bárbaros, que esta vez no proceden del norte, sino del sur, están ya en la frontera.
Entretanto, nuestra elite política sigue mintiendo para ganar tiempo, con lo cual el problema no hace sino fermentar. Tony Blair y Jacques Chirac, dos enemigos irreconciliables, escenifican un abrazo de hermanos antes de la próxima cumbre en Hampton Court Palace los 27 y 28 de octubre. Ambos saben que la cumbre fracasará, pero en el circo de la política europea lo normal es huir hacia delante.
Dejo en este punto los ejemplos de Europa para centrarme en las contradicciones de España. La militarización de las alambradas de Ceuta acaba de pulverizar el discurso humanitario de nuestro socialismo institucional, pues una cosa era la teoría de la alianza de civilizaciones y otra muy distinta es la praxis de sacar la porra cuando los parias de la tierra llaman a la puerta. Si no fuese por lo trágico de la situación en Ceuta, el caso de José Bono, nuestro ministro de Defensa, sería para hacer un chiste de fariseos. ¿Cómo es posible que un cristiano de misa y comunión diarias como él envíe ahora el ejército a repeler negros muertos de hambre? Me imagino su angustia metafísica ante el dilema entre la fe y la realidad.
¿Y nuestro presidente comunitario, Francisco Camps? Las arcas públicas están vacías, la educación y la sanidad son aquí una ruina, la industria agoniza, la agricultura decae, no hay agua ni para beber, pero él sigue proclamando, impasible el ademán, que somos el estandarte del progreso. No me cabe duda de que los altos funcionarios romanos del siglo V, cuando los bárbaros asaltaban ya sus fronteras, eran gente del pelaje de Blair, Chirac, Bono, Camps. ¿Quién dijo que la historia se repite?