Para mí, el de Arturo Pérez Reverte, como el de Antonio Gala, constituye un fenómeno sociológico, no literario. De hecho, se trata del mismo fenómeno. Empezaré por una parábola: Un hombre de mediana edad, con dotes para pintar, y entusiasta de las pinturas que, merced a un álbum que le regaló su abuelo, le hicieron […]
Para mí, el de Arturo Pérez Reverte, como el de Antonio Gala, constituye un fenómeno sociológico, no literario. De hecho, se trata del mismo fenómeno. Empezaré por una parábola:
Un hombre de mediana edad, con dotes para pintar, y entusiasta de las pinturas que, merced a un álbum que le regaló su abuelo, le hicieron feliz en su niñez, decide seguir la senda de aquellos lejanos artistas: los bizantinos. Y se pone a pintar iconos de la Virgen y Pantocrators. Resulta entonces que a la poco letrada burguesía en medio de la cual vive, y que no entiende el arte de su época, le da por comprárselos. Y no da abasto. Y se hace popular y millonario. ¿Qué diríamos? Pues que san Pedro se lo bendiga ¿no? Pero ¿le organizaríamos un congreso en una Universidad? ¿Diríamos de él que ha revolucionado el arte pictórico? ¿Le nombraríamos académico de Bellas Artes?
Se entenderá por lo ya dicho que uno no tendría nada que objetar si las obras de Pérez Reverte las pusieran en su lugar: los quioscos, las bibliotecas juveniles… Pero ¡que le hagan de verdad lo que al pintor de mi parábola! ¡Si no es más que un imitador de Paul Feval y de Alejandro Dumas, de nuestros Tárrago y Mateo, Fernández y González y tantos otros, franceses y españoles, por no hablar de Walter Scott, que escribieron novelas de capa y espada por centenares, pues para ello no hay más que repetir una muy sencilla fórmula y ni siquiera preocuparse mucho por el lenguaje!
Que le hicieron académico y que el profesor Belmonte organizó un congreso sobre su obra en la Universidad de Murcia lo sabe todo el mundo. Quisiera considerar a continuación algunas otras cosas que se han dicho, las cuales dan buena cuenta de la situación actual del mundo literario español y todas las cuales redundan, por desdicha, no en elevar a los lectores hacia la novela con valores estéticos e intelectuales, sino en bajar el listón de la novela al nivel de las mentes menos exigentes literariamente.
Arturo Pérez Reverte fue corresponsal de televisión en algunos conflictos bélicos y lo hizo bien. Es un muchacho inteligente y simpático. Escribe a veces aceptables artículos y responde con chispa a las entrevistas, diciendo cosas que le singularizan entre tantos borregos. Sin duda, fue un gran lector de novelas de aventuras en su adolescencia y juventud, pero sin distinguir, sospecho, a Stevenson, De Foe o Somerset Maugham de los artesanos que llenaban el catálogo de Biblioteca Oro y tantas otras colecciones de quiosco, tebeos incluidos. En su cabeza, se debieron de unir el gusto por lo exótico con sueños aventureros en lejanos países y mares, y una forma americana de calibrar lo interesante: todo ello al margen de ideas, contenidos, cosmovisiones y valores estéticos. Quizá soñó con ser uno de aquéllos y está claro que, menos en la originalidad, casi lo ha conseguido. Contra él, no tengo nada. Su incultura literaria de fondo no es incompatible con sus muchísimas lecturas. Siempre que puede afirma paladinamente que escribe para divertirse. Seguro que lo consigue. Los grandes creadores, sin embargo, sufren, digan lo que digan los García Montero y los Savater cuando tienen que decir eso y no otra cosa: depende del lugar y del público. O de los intereses de su empresario.
Algo muy diferente sobrecoge el ánimo cuando se contempla la actitud ante cierto tipo de literatura de gente como los nombrados, profesores universitarios, o como los que ejercen de críticos literarios y se presentan y actúan como tales, que se confunden y confunden a los lectores sobre lo que es o no es literatura con mayúsculas: Literatura. Y lo malo es que lo hacen desde la pirotecnia del marketing de Alfaguara y demás editoriales del grupo Prisa y sus afines, con los que intercambian autores y con los que se conchaban para hacer colecciones de quioscos, donde mezclan novelistas de verdad con su morralla. Largan montones de frases hechas sobre todo cuanto una presunta novela contenga, menos sobre la médula del asunto. ¿Sabe esta gente qué significa literariedad? ¿Han leído siquiera un manual de estética filosófica?
Pérez Reverte ha encontrado un filón y estará ganando muchísimo dinero. Lo que es por mí, que lo disfrute. Pero si doy un paso más y me encuentro con que, gracias a él, también lo están ganando los industriales de la cultura, ya no me alegro tanto. Indiferente me sería si lo ganase un declarado fabricante de libros; pero que lo gane Polanco Gutiérrez, so capa de tinglado intelectual, me parece una indecencia. Se trata de operaciones fraudulentas, perjudiciales, muy perjudiciales para la cultura.
¿Y los críticos? ¿Y esos pobres críticos vendidos al sistema a cambio de unos canapés y unas sonrisas de agradecimiento? ¿Por qué se empeñan esos desdichados en confundir grandes tiradas con valores literarios, novelas con relatos u otras cosas, Hollywood con el Parnaso?
En los aledaños de todas las artes, existen esos campos cuyos productos para muchos pueden resultar satisfactorios sucedáneos. Y coexisten con el verdadero: la escultura-escultura, con las figuritas de Lladró; la pintura, con los almanaques de Explosivos Río Tinto o los paisajes con ciervos de las cristalerías; la música sinfónica, con el tatachín de los carnavales gaditanos; Mallarmé con Emilio el Moro… Cada cual ocupando su sitio. El campo para el picnic, por florido que aparezca, de Arturo Pérez es algo muy distinto, algo de otra dimensión, que el campo magnético de Claude Simon, Michel Butor, Italo Svevo, Cortázar, Andrés Bosch, por ejemplo. Y pertenece al género de lo delictivo fundirlos y confundirlos, sobre todo si se hace mediante técnicas subliminales como la de aquella foto de El País, en la que aparecía Reverte abrazando sonriente a Saramago y cuyo tácito mensaje era más o menos éste: se sonríen, se abrazan, son amigos, luego son compañeros de armas, pertenecen a la misma estirpe de escritores. Una inmoralidad que convierte lo de dar gato por liebre en una ingenua trampa en el parchís.
A un defensor de Pérez Reverte
Traigo aquí mi respuesta a una carta que recibí de un lector murciano, que a mi juicio refuerza y amplía la «doctrina» del apartado anterior:
Querido amigo: recibo su envío con recortes de críticas elogiosas sobre los libros de Pérez Reverte y otros que dan noticia de un congreso sobre su obra en la universidad de Murcia. Supongo, aunque no lo dice en su escueta nota, que es una respuesta a lo que la otra noche dije en televisión. Si es así, hace usted muy bien en manifestarlo, pero no crea que esos recortes demuestran que yo estoy equivocado. La celebración de un congreso sobre la obra de Pérez Reverte me parece un auténtico disparate, una de las tantas expresiones de provincianismo mental que se están produciendo en nuestro país y del que son pruebas los miles de millones que se está gastando la Generalitat para tener un Premio Nobel de lengua catalana o la Junta de Galicia para tener un equipo campeón de liga. Pero créame: todo el patriotismo de los castellano-leoneses no haría jamás, retroactivamente, de Zorrilla un buen poeta; ni el de los onubenses, que fuera Yáñez Pinzón, y no Colón, quien descubriera América. Este patrioterismo de patria chica constituye, de hecho, un nacionalismo de andar por casa, que culturalmente es desastroso. Quiero suponer que la ocurrencia de este congreso ha sido cosa de políticos o de «politizados» y no de especialistas en literatura serios y solventes, porque si es cosa de la Universidad de Murcia sería como para que los del Departamento de Filología se dedicaran a cantar con los auroros.
La opinión que se tenga de la obra de vuestro cartagenero depende del concepto que se tenga de la novela. El mío está en la línea de las cúspides del género que se alcanzaron en torno a la mitad -un «en torno» muy amplio- del siglo XX: Ulises, A la busca del tiempo perdido, El tiempo debe detenerse, Los ojos de Ezequiel están abiertos, Santuario, Las uvas de la ira, Otra vuelta de tuerca, Al faro, El extranjero, Todos los hombres son mortales, Mont Cinèr,. Génitrix, El gran Gatsby, Crónica de los pobres amantes, Cristo de nuevo crucificado, La conciencia de Zeno, El tambor de hojalata, El cielo y la tierra, El empleo del tiempo, La ruta de Flandes, Planetarium, Sparkenbrouke, La metamorfosis, Hacedor de estrellas, El juego de los abalorios, La ternura del hombre invisible, La revuelta, El hombre sin atributos, La montaña mágica, El poder y la gloria, No soy Stiller etc., etc. Robbe Grillet, Sábato, Cortázar,Unamuno, Baroja, Valle-Inclán… Si el género ha alcanzado estas alturas – las alcanzó también inmensas, pero con otra estética, la estética de la época, en el siglo XIX -, no se debe considerar algo importante, ni siquiera medianamente interesante, la obra de un autor que maneja una estética obsoleta para que le entienda una mayoría -«la mayoría nunca lleva razón», decía Ibsen- y cuenta historias que ya contaba -y de la misma forma en que las contaba- Alejandro Dumas. En estética lo que cuenta son los valores absolutos, y, aparte de eso, vender muchos libros y ser popular -que son los valores que se manejan en los recortes que me manda-, en un país tan inculto como éste no significa nada literariamente. El primer deber de un artista es ser de su época y hasta adelantarse a ella; en cualquier caso, no hacer lo que ya se ha hecho. Hacer novelitas de entretenimiento es válido, es legítimo. Siempre se ha hecho para el vulgo necio, «que si paga es justo / hablarle en necio / para darle gusto…» Pero hacer un congreso sobre ella, no desde la sociología, sino desde la literatura, resulta grotesco. O algo peor, porque todo esto forma parte de una amplia operación de ese marketing que es la carcoma de la cultura actual.
Conste que hacer novela «de hoy» no implica tratar temas actuales. Con el tema de la llegada del hombre a Marte se puede hacer una novela literariamente pregaldosiana. Por el contrario, Hermann Broch, Vintila Horia, Thornton Wilder y Marguerite Yourcenar han hecho novela moderna con argumentos que tenían que ver con Virgilio, Ovidio, Julio César y Adriano, personajes de finales de la Edad Antigua. Son los valores estéticos literarios, que poco tienen que ver con el lenguaje, en contra de lo que aquí, equivocadamente, se cree, los que dan la pauta para medir el valor de una obra. Las obras de Pérez Reverte carecen por completo de valores estéticos. Mirándolas con la mayor benevolencia, representan un retroceso con respecto a lo que la novela ha llegado a ser. En segundo lugar vendría algo muy valorado por los autores de las obras que he mencionado arriba y por los críticos del momento: la consideración de la novela como una forma de conocimiento y, en consecuencia, expresión de una concepción del mundo. El autor que usted defiende «tira p’alante» de la manera más simple y cuenta unas cuantas peripecias, más o menos hilvanadas. No se puede decir de él que tenga una concepción del mundo ni una teoría de la novela, cosas que se puede extraer del conjunto de la obra de todo verdadero escritor. En el Centro de Documentación de la Novela Española, no consideramos en absoluto verdaderos escritores -alguien que, como venía a decir Nietzche, desde un «estado» (¡no una profesión!) ejerce una «misión» -a quienes, de entrada, no tiene ni expresan una concepción del mundo, del hombre ni de la historia, ni una poética personal, o siquiera epocal.
Ingresa en la Academia el Conde de Montecristo
Nunca, a lo largo de la historia de la Real Academia Española, esa venerable institución que nació para velar por la pureza de una de las dos o tres más bellas lenguas del mundo, había producido tanto jolgorio, tanto alborozo, tanto rumor mediático, felicidades e ilusiones íntimas, el ingreso en ella de alguien, como el que suscitó el de Arturo Pérez Reverte. Tras cavilar un rato sobre el fenómeno, llegué a la conclusión de que la razón no puede ser otra que el hecho de que, en las mentes, los corazones, los estómagos de tanto escritor mediocre, tanto periodista ambicioso, tanto actor, presentador, médico de urgencia o jugador de balonmano que hace pinitos literarios aprovechando su popularidad, ha anidado la esperanza: «Si han metido a éste, ¿por qué no me pueden meter mí?» Mediten: ¿se pudieron producir expectativas semejantes cuando ingresaron Julio Casares, Dámaso Alonso, Zamora Vicente, Lázaro Carreter, Alvar…? No, no se pudieron producir. A coronar las cumbres sólo pueden aspirar los muy preparados. Las apuestas giran ahora en torno a la cuestión de hasta qué niveles de subcultura será capaz de bajar don Víctor García de la Concha, extraño, cuando menos, ocupante de una presidencia que antaño detentaron filólogos y lingüistas de cuya autoridad estaban pendientes cuatrocientos millones de hablantes. Él y su antecesor (Lázaro Carreter, que sí era un gran filólogo) pasarán a la historia como quienes convirtieron la Docta Casa por antonomasia en un club social.
La tarde siguiente a la del ingreso en la Real Academia de Arturo Pérez Reverte, yo había ido a visitar a uno de los más grandes filólogos del último siglo, académico por supuesto, aunque alejado de las tareas académicas por razones de edad desde hace mucho tiempo: don Alonso Zamora Vicente. Él consideraba un despropósito el ingreso de Pérez en la Academia, como lo considera que en ella estén Cebrián y Muñoz Molina, cuyo desconocimiento de la gramática y la lengua hemos demostrado en los Cuadernos de Crítica del CDNE, y cuyo desconocimiento de todo lo demás han demostrado ellos mismos en todas partes.
Aquella tarde, me fui andando desde la Granjilla hasta San Sebastián de Los Reyes, donde compré varios periódicos. Fue en ABC -26 de enero-, donde encontré una columna de Alfonso Ussía, titulada Espectros en la Academia, en la que arremetía de manera inusitadamente violenta contra once personas (¡once de cuarenta y cinco millones!) que se habían atrevido a expresar su disentimiento a las puertas de la RAE, por considerar insuficientes los méritos del elegido. Veamos algunas de sus palabras: <
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>Dedicaba usted media columna a elogiar a Pérez y, entre sus méritos, destacaba haber llamado snob y gilipollas a Borges -esto es, a uno de los dos o tres autores que mejor ha escrito en castellano en el siglo XX- y haber dicho que don Manuel Azaña no pasó de mediocre en la literatura -¡ya quisiera el ratoncito Pérez, en toda su felicísima existencia, conseguir la brillantez y el inmarchitable clasicismo de la más descuidada página de don Manuel!- y de calamidad en política… Nos suministra sin querer una prueba, que nos faltaba, de que, en este país, la osadía de los ignorantes se cotiza muy alto, y, también, de que las cifras de ventas se aprecian más que los valores literarios. Y hay otro «mérito» aún, que, por valorarlo, le sitúa a usted en las antípodas de la intelectualidad: <
Al profesor José Belmonte, de la Universidad de Murcia, también le escribí una carta (alguien tiene que decirles las cosas, pienso): <<Sr. Belmonte: su hazaña de organizar un congreso sobre la obra de Arturo Pérez Reverte ya la he comentado en número de La Fiera Literaria del pasado año, esto es, mucho antes de su ingreso en la Academia, aludiendo a su inusitado éxito debido a la regresión que críticos, académicos y profesores han impuesto a la novela y a las pillerías de la industria cultural.
>Usted, señor Belmonte, quizá no sea un pillo. Por el momento, parece simplemente un inocentón. Va a dejar muy atrás al que asó la manteca, por lo que en adelante diremos: «eso no se le ocurre ni al que organizó un congreso a Pérez». Su artículo titulado Un clásico, publicado en El País el 24 de enero con motivo del ingreso de Reverte en la Academia, arranca con cuatro chicuelinas de tal calibre que no lo pude concluir.
1ª.- <
2º:- ¿Qué decirle de cuando intenta arrimar nuevos argumentos en favor de ese acierto del que nunca dudó su idolatrada madre? «Vende muchos libros». «Es un tío famoso». «Lo lee incluso la gente más humilde». Belmonte, Belmonte, ¿le ha preguntado a alguno de esos humilde lectores si ha leído siquiera un capítulo del Quijote? ¿Alguna novela picaresca? ¿Una siquiera del otro Pérez?
3º.- «Pérez Reverte ya es un clásico, un autor al que nunca podremos pagar del todo lo que ha hecho por la literatura». Esto es demasiado. Y dice «por la literatura». Ni siquiera se limita a la española. ¡Señor! ¿Ha dicho usted algo parecido de alguien más, desde Gonzalo de Berceo a Juan Ramón Jiménez, pasando por Garcilaso y Cervantes?
4º.- Y aquí me detengo. Me siento desfallecer cuando Belmonte alaba que Pérez lo mismo escribe a lo Galdós, que a lo Baroja, que a lo Melville, que a lo Dumas… Como los cantaores ¿no?: «Ahora, una de aventuras por Er Niño la Ballena…»
Conclusión: las felicidades de Belmonte, Ussía, De Prada (éstas adobadas en cobeos intraducibles –ABC, 25-I-2003-), De la Concha, Muñoz Molina, Gregorio Salvador, Juan Cruz, García Posada, Juristo, Conte, Santos Sanz Villanueva, Darío Villanueva, etc. demuestran lo que les pasa a esta gente: que se les atragantan los libros con ideas o con audacias formales. Que en el fondo piensan, como Ussía, que la literatura buena es un coñazo. Pérez Reverte les ha proporcionado, de la mano de Polanco y su Alfaguara, de El País y de la industria cultural en general, la coartada para reclamar la desaparición de la literatura seria y la imposición de la de entretenimiento, que no plantee problemas éticos ni estéticos y que, como el mundo entero a través del NODO, está al alcance de todos los españoles, tan poco lectores ellos: literatura frívola, superficial, realista, costumbrista, con más o menos divertidas peripecias, que muy bien la puedan escribir los presentadores de televisión, los cantantes de moda, los políticos en dique seco y los deportistas. Que no cuestione el mundo ni la sociedad; sin interpretaciones, críticas ni mensajes (ya lo decía Muñoz Molina: el que quiera mensajes que se sirva del telégrafo), sin la más pequeña antena hacia arriba o hacia debajo de la apariencia,
Interviene Juan Marsé
¿Qué fue a hacer Juan Marsé, uno de los veteranos mantenidos en el candelero por El País en esta época de culto a la juventud, al congreso organizado por José Belmonte, catedrático de la Universidad de Murcia, sobre Pérez Reverte? A juzgar por los testimonios periodísticos de que he hablado antes, a aportar sus granitos de arroz vaporizado a la confusión ceremonial en que se ha convertido la Monarquía Española de las Letras, donde parece que las novelas las escriben los editores, las críticas las hacen los escritores y la distribución, los críticos. Si al 98 le dolía España ¿qué puede doler a los pocos espíritus libres que quedan en el bosque de los hombres-libro que plantara Bradbury?
Entre las declaraciones de Marsé destaca ésta, que parece una glosa de Kepler, cuando dijo aquello de que había podido formular sus leyes subido sobre hombros de gigantes: < >. ¿Sabría explicar el autor de tan descomunal como increíble afirmación cómo puede renovar la novela alguien que escribe como los entreguistas del XIX? No logro enterarme, en lo que sigue, de qué entiende Marsé por ficción, historia y aventura, factores, según él, de la renovación, si no revolución, revertiana. Entre los que para mí son balbuceos, encuentro frases como: «idea radical de la ficción», «a favor de contar historias y hacerlas vivir al lector», «ha recuperado el gusto por las aventuras», «riesgo que siempre asumió contando historias»…
Si tuviese ocasión le preguntaría: -¿Es que La montaña mágica o La metamorfosis o La primera y la última humanidad o Soy leyenda no cuentan nada, una historia, si prefiere llamarla así? -¿Es que, para determinar el valor de la novela, la ficcionalidad se convierte en un absoluto? -¿Es que ustedes valoran el argumento por encima de la composición de la materia? -¿Es que ignoran lo que son y de dónde surgen los valores estéticos novelísticos, que de todas las novelas de Reverte están ausentes? -¿Es que las cumbres que alcanzó el género novelístico en el siglo XX -Proust, Joyce, Virginia Woolf, Musil, Kafka, Svevo, etc., en un avance sin parangón en la historia, no son las que han renovado de verdad la novela? En toda época histórica las artes están obligadas a avanzar o, cuando menos, a cambiar; avance o cambio que, en la nuestra, ha abortado la industria cultural, imponiendo una novela neocostumbrista o, peor, una novela de aventuras decimonónica, cuyos brotes ya se encuentra en Grecia y en Bizancio. Leer -y sobre todo promocionar hoy día, como hacen El País y su suplemento cultural Babelia, a Pérez Reverte (o a Muñoz Molina, Almudena Grandes, Millás, Rosa Montero, etc.) es como irse al Museo de Reproducciones en lugar de al Prado o al Louvre. Esto no quiere decir que yo niegue el derecho a la existencia a lo que hace el cartagenero, quien seguro que se sentiría más a gusto en un quiosco que en un aula universitaria, aunque sí digo que a quien le interese todavía ese tipo de novela hará mejor en leer a Alejandro Dumas, a Walter Scott o a Fernández y González, que a sus imitadores actuales. Si hay algo que está reñido con el arte es el pastiche.
M. García Viñó. E-mail: [email protected]