Recomiendo:
0

Sistema eléctrico, parques eólicos marinos y dominio público. El caso de la Comunidad Autónoma de Andalucía.

La «otra» batalla de Trafalgar

Fuentes:

Publicado en «El Viejo Topo» número 212 de octubre de 2005

Resumen

El proyecto de instalación de un parque eólico marino frente al cabo de Trafalgar, en el litoral de la comarca gaditana de La Janda, ha dado lugar a un enconado enfrentamiento entre grupos favorables y contrarios a su desarrollo. En este contexto, la escasez de estudios científicos sobre los posibles impactos de proyectos de este tipo en nuestro litoral, la indefinición de los derechos de uso de la zona de dominio público marina y la inexistencia de una ordenación y planificación estratégica de la zona costera han llevado la discusión a un callejón sin salida, ante el que se corre el peligro de que la decisión que al respecto tomen los poderes públicos termine dependiendo de la mayor o menor capacidad de presión de cada una de las opciones confrontadas, en lugar de en función de lo que resulte más beneficioso para los habitantes de la comarca.

En Andalucía, concretamente en la comarca gaditana de La Janda, ha estallado la guerra de las eólicas marinas, reproduciendo la misma situación que ya se ha dado en otras zonas del litoral español y que, muy probablemente, se dará en el futuro en cualquier lugar de nuestras costas en el que se pretendan poner en marcha proyectos similares. En la citada guerra entran en conflicto los intereses de pescadores, sector turístico y alcaldes de la comarca -independientemente de su color político-, por un lado, y los de las compañías eléctricas y organizaciones ecologistas por otro -no se extrañen que en las guerras, ya se sabe, pueden surgir extrañas alianzas, ya sean tácitas o explícitas-. Y se utilizan argumentos como la ocupación y privatización que del dominio público supondría la instalación de un parque eólico marino en ese litoral, así como la gravedad o, por el contrario, escasa magnitud de los impactos ambientales negativos. Pero como en esos juicios cuya sentencia no termi
na satisfaciendo a nadie, la carga de la prueba para el caso concreto, tanto de un lado como de otro, no puede ser más inconsistente.

La instalación de un parque eólico marino requiere unos emplazamientos físicos que cuenten con dos características fundamentales: fondos marinos poco profundos (no más allá de 30 metros), con lo que coinciden prácticamente siempre con la plataforma continental del medio marino (que a su vez suele coincidir en nuestro litoral en gran parte con la zona de dominio público), y con una intensidad y frecuencia elevadas de los vientos.

El hecho de que estos emplazamientos necesiten de fondos marinos someros, da también lugar a que exista una confluencia de intereses (en ocasiones contrapuestos o no coincidentes) como pueden ser los ya tradicionales de los pescadores y, ya más recientemente, otros intereses también de base económica (o socioeconómica para ser más exactos) como pueden ser los turísticos (incluida la navegación recreativa), los de la acuicultura, los infraestructurales (como los puertos deportivos), etc. Y en este contexto no se puede obviar que estás zonas tienen además un enorme «interés» ecológico por su elevada importancia para la biodiversidad y la «bio-productividad» (pido disculpas por la utilización de este «palabro» que no me gusta nada, pero no he sido capaz de encontrar otro más apropiado).

Todos estos intereses tienen en común formar parte de un proceso de apropiación del dominio público marino (salvo para el caso de lo ecológico, que en realidad no supone esta apropiación ni se puede calificar como «interés», al ser consustancial y necesario para la vida) para fines privados o privatizados (independientemente de que la iniciativa parta desde el sector público o desde el privado), en los cuales además siempre aparece (al menos formalmente) implícito en mayor o menor grado un interés social más o menos determinado o concreto.

Incluso en este ámbito la pesca supone la apropiación de unos recursos que son comunes y, mal gestionada (y de esta mala gestión, tenemos desgraciadamente multitud de ejemplos -¡pobres ballenas!-), puede dar lugar, y de hecho ya lo ha dado con demasiada frecuencia al menos en la historia reciente, a una degradación brutal de ese dominio público.

Teniendo en cuenta lo anterior (apropiación y degradación del dominio público por el sector pesquero) bien podríamos oponernos frontalmente, al igual que está sucediendo cada vez con más asiduidad y virulencia respecto a la instalación de parques eólicos marinos, a la explotación pesquera de las plataformas continentales. Pero claro, esto sería un ejercicio de fundamentalismo y demagogia (selectiva pero demagogia), porque cualquier actividad que se realice en el medio marino no deja de tener sus impactos y de suponer en mayor o menor medida una cierta apropiación de «lo público» o del patrimonio que debiera ser común.

No obstante, y obviando en principio el asunto del carácter público del espacio físico de nuestra plataforma marina, es preciso apartarse en este tema de visiones maniqueas que confrontan exclusivamente el «impacto si» o «impacto no», para buscar desarrollar aquellas actividades y proyectos en los que el impacto sea asumible y corregible cuando supongan, independientemente de su carácter público o privado, cierto beneficio social. La pesca bien gestionada, aun teniendo impactos negativos ¿quién lo duda?, puede resultar en un balance socio-ambiental global positivo y por tanto constituirse en un instrumento que globalmente contribuye a la conservación y al desarrollo social. ¿Por qué no podemos o no queremos pensar, al menos en principio, que pueda suceder lo mismo para el caso de la instalación de parques eólicos marinos?

Por otra parte, el que una zona forme parte del dominio público no tiene por qué significar que tenga que ser un «santuario» intocable, que no pueda ser hollada por el pie del hombre o que no deba ser aprovechada social o socio-económicamente (y en el contexto neoliberal en el que nos movemos no podemos dejar de tener en cuenta, nos guste o no, que prácticamente todas las actividades económicas se desarrollan sobre la base del coste-beneficio con carácter privado).

En relación a lo anterior, es un hecho que tiene una amplia aceptación social el derecho de uso de los recursos vivos de los ecosistemas marinos, incluido el que tiene lugar en el dominio público, por parte del sector pesquero. Un derecho que, al no estar suficientemente regulado, generalmente supone en la práctica una explotación que se realiza en régimen abierto (de ahí la sobreexplotación y degradación de muchos caladeros) y sobre la base de unas técnicas que en demasiadas ocasiones están dando lugar a impactos negativos que ya se antojan casi irreversibles.

¿No nos parecería necesario y hasta razonable regular exhaustivamente el aprovechamiento de los recursos y el dominio público marino por parte del sector pesquero para que terminase siendo sostenible en lugar de estar mermando de forma brutal la biodiversidad y la «bio-productividad» de la mar? ¿No podemos pensar que esto podría ser posible? O esto o, encadenándonos a esos posicionamientos de tipo maniqueo, amarramos y, como Pizarro, metemos fuego a la flota pesquera. Creo que no habrá muchos que en este asunto tengan vocación de pirómanos.

Bien, pues si admitimos que es necesario que el dominio público marino sea usado (eso sí, de un modo sostenible) para los fines «privados» de la pesca con su correspondiente regulación de derechos de «apropiación», ¿por qué motivos no podemos admitir que se haga lo mismo para el caso de los parques eólicos marinos? ¿por qué tenemos que prejuzgar como negativa esta actividad sin contar con estudios rigurosos e independientes de carácter científico? ¿por qué podemos llegar a pensar que el uso del dominio público marino, bien regulado y bien ordenado, para la producción de energía eólica, tiene que ser en todo caso negativo ambientalmente, a la vez que suponer una «privatización» inadmisible de ese dominio, en tanto que admitimos el desarrollo de otras actividades, aunque se estén llevando a cabo de forma insostenible y privatizándolo igualmente? ¿por qué no podemos pensar que, a partir de la regulación y planificación integral del uso del dominio público marino y sus recursos,
no sería posible compatibilizar unos intereses que en la actualidad suelen ser contrapuestos, garantizando al mismo tiempo el necesario respeto a los ecosistemas?

Evidentemente muchas, tal vez ya demasiadas, preguntas a las que hasta ahora los poderes públicos no han dado prácticamente ninguna respuesta. Por lo tanto opino que, en este tema, la principal vindicación de los grupos y personas que podamos sentirnos encuadrados en el marco de una visión holista de la problemática socio-ambiental a partir de conceptos de ecología social debería ser, en lugar de oponernos a cualquier proyecto que surja en el dominio público marino, exigir que se definan de manera estricta los derechos de uso de ese dominio y que se proceda a establecer rigurosamente los criterios científicos de evaluación de impactos, enmarcados en el contexto de una visión estratégica (tanto para la valoración de esos impactos como para la gestión de las zonas costeras), y de sus sinergias.

Sólo dando respuesta a ambas cuestiones será posible definir una estrategia adecuada de toma de decisiones socio-políticas acerca del destino o los destinos a dar a ese dominio público, tratando de compatibilizar diferentes intereses socioeconómicos entre sí, así como con la conservación de los ecosistemas y el medio ambiente (no sólo marino, sino en general, pues, por ejemplo, un incremento de la cuota de la energía eólica, convenientemente ordenada, en el conjunto del sistema energético, por mucho -nos guste o no- que los parques eólicos estén en manos de las grandes compañías eléctricas, puede generar un beneficio global al estar contribuyendo a la reducción de la emisión de gases con efecto invernadero ¿o no?).

En la actualidad, al no contarse suficientemente con esa doble definición normativa y científica, está sucediendo justo lo contrario, que los poderes públicos terminan por tomar su decisión respecto a cada proyecto concreto en función de las presiones de los diferentes agentes implicados y no sobre la base del beneficio social que aportan ni, tan siquiera, de sus impactos reales, cuya evaluación además se suele circunscribir exclusivamente al entorno más inmediato sin tener en cuenta los efectos remotos o diferidos (lamentablemente, los estudios de impacto ambiental, a la vista de la gran indefinición científica y normativa de la que adolecen y por tener un carácter excesivamente concreto al no enmarcarse en el contexto de un procedimiento de evaluación estratégica, terminan siendo más que nada un trámite fácilmente superable por muy negativos que resulten los impactos -los reales, no los «evaluados»-). Y, por otra parte, la participación de los ciudadanos, a título individua
l o integrados en grupos de «intereses» comunes, en el procedimiento de evaluación de impacto es poco efectiva, al carecerse de esa base normativa y científica sólida, lo que facilita a los poderes públicos una valoración apresurada y sesgada de las diferentes alegaciones presentadas en los trámites de información pública, que los llevan habitualmente a tomar en consideración no las que están correctamente fundamentadas sino aquellas que provienen de los grupos con mayor capacidad de presión.

Una toma de decisiones democrática, con una participación del ciudadano efectiva y eficiente, nunca podrá llevarse a cabo sin una sociedad bien formada y suficientemente informada. La movilización social, y que sus vindicaciones sean tenidas en cuenta por los poderes públicos, es un elemento esencial para la democracia, pero si se lleva a la práctica sin criterios sólidos, puede dar lugar (y normalmente acaba haciéndolo) a efectos perversos.

Por lo tanto, insistamos, es imprescindible proceder a la regulación de los derechos de uso del dominio público marino, así como (teniendo siempre presente la transparencia, la participación y la divulgación formativa) a estudiar en profundidad y con criterios científicos los efectos sinérgicos de las posibles actividades a desarrollar en el mismo, para de este modo tener la capacidad suficiente para elaborar una estrategia sostenible del uso de la zona costera (no sólo del dominio público marino, sino también de la zona de dominio público marítimo-terrestre y de los ecosistemas limítrofes que no constituyen ese dominio público) que nos permita una toma de decisiones eficaz sobre ¿qué actuaciones son posibles en estas áreas? ¿quiénes deben realizarlas? ¿cómo? ¿cuándo? ¿dónde? (en que lugares concretos sí o no), ¿en qué circunstancias son o no compatibles entre sí y con la conservación? etc.

En Andalucía, esta falta de criterios, puede estar dando lugar a un tremendo disparate que podemos terminar pagando muy caro. Ante la movilización social (en mi opinión, ni formada ni informada, y por lo tanto con grandes posibilidades de resultar estéril, cuando no contraproducente) en oposición a la instalación de parques eólicos marinos en el litoral de la comarca de La Janda, el Gobierno de la Junta de Andalucía, con su Presidente a la cabeza, ha terminado aparentemente «claudicando» y posicionándose, también aparentemente (ya que la política actual por desgracia se ha terminado por convertir en un espectáculo de apariencias: «lo tuyo es puro teatro», que cantaba y muy bien Olga Guillot), en contra de la instalación de parques eólicos marinos en los casos en los que no se produzca consenso social al respecto. Pero no ha tomado el Gobierno andaluz la misma determinación en relación a la instalación de Centrales de Ciclo Combinado (y del impacto negativo local y global de é
stas sí que existen bastantes estudios independientes y solventes), en aquellos casos, que son prácticamente todos, en los que también existe esa oposición ciudadana fuerte. Y es que aquí también juegan los intereses de las eléctricas a las que, no nos engañemos, hoy por hoy les resulta mucho más rentable el ciclo combinado que las eólicas.

Así, no sólo el futuro de las eólicas marinas, sino el futuro del conjunto del sistema energético andaluz, se está haciendo depender no de lo que pueda resultar más adecuado económica (me refiero a la microeconomía social, no a la macroeconomía del capital), social y ambientalmente, sino de las presiones generalmente sin fundamento, cuando no «interesadas», de diferentes grupos de presión (compañías eléctricas, cofradías de pescadores, empresarios turísticos, grupos conservacionistas, etc.) Y la responsabilidad, por tanto, no es exclusiva del Gobierno andaluz, sino colectiva.

Por este camino, y con argumentos como que la energía eólica es en realidad un negocio de las grandes compañías eléctricas que privatizan lo público, acabaremos por enterrar el desarrollo de las energías renovables y el Protocolo de Kioto, dejando el campo abierto a una eclosión insostenible de los ciclos combinados y, quién sabe, si también en el futuro de la energía nuclear, sistemas de producción energética que no dejan de estar en manos de las mismas compañías eléctricas y que suponen igualmente la privatización y degradación de lo que debería ser patrimonio de todos (hasta el aire se está privatizando, sirva como anécdota la popularidad que están adquiriendo en países como Japón -pionero en este sentido-, Tailandia, Reino Unido o Méjico una serie de garitos en los que en lugar de cervezas y cubatas te «despachan» ¡oxígeno!).

Es preciso por tanto posicionarse, pero razonadamente, con criterios, y optar por una u otra posibilidad o una conjunción de ambas. No es correcto, ni generalmente termina resultando positivo, posicionarse a favor o en contra de todo de antemano.

Y ello a pesar de que el sistema y el mercado eléctrico (así como el sistema socioeconómico y político en el que se inscriben) constituyan una aberración descomunal sobre la que habría que actuar con urgencia.

En este sentido, en Andalucía, dada la evolución a la alza de la emisión de gases con efecto invernadero, es preciso poner en marcha urgentemente las medidas necesarias para, por un lado, estabilizar o disminuir el consumo eléctrico y para, por otro, reducir la dependencia de fuentes energéticas externas sobre la base del desarrollo de recursos energéticos endógenos y renovables.

La primera cuestión es tremendamente compleja pues depende, entre otros factores, de una revolución en las políticas urbanísticas y de ordenación territorial, así como de otras muchas políticas sectoriales: es necesario comenzar a construir y reconstruir viviendas y ciudades bioclimáticas (la ciudad compacta mediterránea ahorra energía frente al modelo de dispersión urbana), incrementar la investigación sobre electrodomésticos y sistemas de iluminación más eficientes en el consumo energético, favorecer su uso por los ciudadanos con medidas fiscales tanto positivas como impositivas o, entre otras muchas actuaciones por poner un ejemplo y ante la imposibilidad de ser exhaustivos en el marco de estas reflexiones, reducir el envasado y el embalado innecesario en cuya fabricación y tratamiento al final de su corta vida «útil» se «invierte» mucha energía.

La reducción de la dependencia energética externa tampoco es un asunto de fácil solución. Aunque ello no significa que sea imposible. Un modo de comenzar a hacerlo, el cual además contribuiría a restar a las compañías eléctricas parte del poder que le han arrebatado a la sociedad, sería, partiendo del fomento del autoabastecimiento y de la descentralización, la elaboración de un plan de aprovechamiento de la energías endógenas renovables sobre la base de iniciativas de ámbito local y comarcal, ya públicas ya privadas. Así, hay en Andalucía comarcas de base productiva fundamentalmente forestal o agraria donde la biomasa «sobrante» no se gestiona adecuadamente o no se gestiona: residuos agrícolas que se queman en mitad del campo de forma incontrolada o restos forestales que acaban siendo pasto de los incendios. Otras comarcas, las de carácter urbano o metropolitano, donde los residuos sólidos urbanos, con un para nada despreciable potencial energético (no hablo de incineración
sino de procesos de metanización), no se aprovechan para la generación de energía. Otras, prácticamente todas, con muchas horas de sol al año. Otras, como no, con un notable potencial eólico. Y muchas de ellas con un potencial mixto.

En base a todos esos recursos es preciso potenciar el autoabastecimiento local o comarcal y la descentralización de la producción eléctrica.

(Todo lo anterior, sin entrar a valorar la situación de ineficiencia y despilfarro del sistema de transporte -estrechamente relacionada también con políticas aberrantes de ordenación territorial y de diseño urbanístico- que es el más voraz consumidor de recursos energéticos).

Tal vez, el Plan de Ordenación del Territorio de La Janda, actualmente en proceso de redacción, pudiera ser una buena oportunidad para que el Gobierno Andaluz se decidiese a realizar un primer intento, a modo de experiencia piloto, para establecer los criterios territoriales para avanzar en el aprovechamiento del potencial energético endógeno del área, así como en la reducción del consumo y descentralización del sistema eléctrico. Y, como no, para, en el caso de que se determine su viabilidad socio-ambiental, ordenar las eólicas marinas en un contexto de gestión integrada del litoral de la comarca, atendiendo a la experiencia comparada que al respecto ya existe en otros países, como en Dinamarca, y sin dejar de tener en cuenta las diferencias existentes entre nuestra plataforma marina y la de esos otros lugares donde los parques eólicos marinos están más desarrollados.

Y, por ir acabando, decir que yo aun soy de los utópicos que todavía piensan en la necesidad y posibilidad cierta de re-nacionalización del sistema eléctrico (y energético), ya que con su privatización llegaron la deficiente inversión en las redes de distribución, los «apagones» y la imposibilidad de poner en práctica políticas de ahorro, salvo burdas operaciones de maquillaje, porque en el marco neoliberal, y de su estrategia de invadirlo todo con el carcinoma consumista, lo importante es vender y cuanto más mejor.

Pero estamos donde estamos (lo que no quiere decir que esto no se pueda ni se deba cambiar) y, mientras logramos esa re-nacionalización de las eléctricas, esas otras políticas territoriales y urbanísticas posibles en otro mundo posible, esa descentralización (comarcalización) de la producción y del sistema eléctrico, esos mayores niveles de autoabastecimiento o la estabilización o reducción de la demanda, ¿cómo nos posicionamos en el contexto actual?

Decimos no, sin rigurosos estudios previos que así lo confirmen, a las eólicas marinas porque nos «espantan» la pesca y los turistas (esos otros depredadores de nuestro litoral) y porque privatizan el dominio público (ya tan privatizado de facto que no entiendo por qué se le llama así) o a una central de biomasa porque ¡está tan «cerquita» de nuestro pueblo! o a un parque fotovoltaico porque… Sinceramente pienso que posicionarse de este modo significaría hacer un flaco favor a lo público, a la sostenibilidad y a la democracia.

Así que creo que lo correcto sería, además de exigir la recuperación para lo público del sistema energético, su descentralización y mayor nivel de autobastecimiento, sobre la base de recursos endógenos renovables, u otras políticas territoriales y urbanísticas, pedir que se realicen los estudios necesarios para que la toma de decisiones en todo lo relativo a la producción de energía, incluida la procedente de las eólicas marinas, deje de estar al albur de las presiones de diferentes lobbys o de una movilización social en muchos casos insolvente y dirigida. Yo al menos pienso así, no digo ni sí ni no a las eólicas marinas, entre otras cosas porque carezco del conocimiento necesario para posicionarme con garantías al respecto. Creo que el sí o el no a cada proyecto dependerá en primer lugar de una visión estratégica de la gestión de las zonas costeras y después del cómo, el dónde, el para qué, etc. de cada proyecto concreto. Y por supuesto las prefiero a los ciclos combinados,
que nos están recalentando la vida y llenándonos los pulmones de óxidos de nitrógeno y ozono troposférico ¡qué tos, madre!