Repican a guisa de llamada bélica las campanas del más rancio nacionalismo hispano, proclamando a los cuatro vientos la indisoluble unidad de la nación española. La definición de Catalunya como nación en el artículo 1º del nuevo Estatut ha sido el aldabonazo que ha levantado la caja de los truenos, célula durmiente agazapada bajo el […]
Repican a guisa de llamada bélica las campanas del más rancio nacionalismo hispano, proclamando a los cuatro vientos la indisoluble unidad de la nación española. La definición de Catalunya como nación en el artículo 1º del nuevo Estatut ha sido el aldabonazo que ha levantado la caja de los truenos, célula durmiente agazapada bajo el espinoso matorral del cerril y crónico centralismo mesetario. Hemos retrocedido a la más larga y negra noche de piedra del Perenne Caudillo, cuando ya vislumbrábamos una tímida luz de alborada en lontananza.
La actual campaña demonizadora, principalmente contra Catalunya en este momento, por parte de la cavernícola derechona española, que sueña con la unidad de destino en lo universal, con el viejo imperio continuamente soleado y con la patria una, grande y oprimida, que no libre, no resulta nada extraña tras el paso del huracán aznarista, fóbico y visceral. Pero deviene alarmante, cuando al coro satanizador se suman eminentes prohombres del socialismo. Yo creía que, tras la urticaria universalista de los primigenios fundadores del socialismo científico, las aportaciones de Renner, Bauer, Stalin, Lenin, los anticolonialistas del siglo XX y otros, tal sarampión había sido curado definitivamente. Pero me he equivocado. La actuación de ciertos ínclitos varoniles barones del socialismo me recuerdan la actitud, denunciada por Castelao, de algunos republicanos durante la II República y el exilio, pues semejaban «viudos de la monarquía, casados en segundas nupcias con la República». A estos socialistas de pro, Rodríguez Ibarra, Chaves, Paco Vázquez y Bono les recomiendo la lectura de la «España uniforme», del profesor Lacasta, y como complemento la obra del profesor Simón Tarrés, abajo citada. También deberían releer las obras de ilustres socialistas como José Medinabeitia o Toribio Echevarría. Este último escribió en 1918 «La Liga de Naciones y el problema vasco», donde de mostraba partidario del derecho de autodeterminación y la articulación de una «Confederación de Nacionalidades Ibéricas». Asimismo les relembraría a estos socialistas chauvinistas y jacobinos actuales la apuesta vertebradora del Estado español como una «Confederación republicana de Nacionalidades Ibéricas», inclui- da Portugal, a cargo del XI Congreso del PSOE el 29 de noviembre de 1918.
La insensatez y la ignorancia imperan por doquier y es propio de ignaros despreciar y hasta odiar lo que desconocen, porque Catalunya posee todos los elementos objetivos y subjetivos que la dotan de temperamento e identidad nacional.
Un artículo reciente del profesor Ignasi Fernández Terricabras en el diario barcelonés «El Periódico» aseguraba que la conciencia nacional catalana se había fraguado en los siglos XIV y XV al socaire del enfrentamiento con Castilla. Por tanto, la nación catalana existía mucho antes que el nacionalismo. Y ello resulta evidente si cualquier lector sin anteojeras lee el excelente libro de Antoni Simón Tarrés, «Construccions politiques i identitats nacionals. Catalunya i els origins de l´Estat modern espanyol».
El término nación se aplicó durante la Edad Moderna bajo una connotación lingüístico-cultural. Así, a los estudiantes que acudían a la Universidad de Salamanca desde el País Vasco se les denominaba de «nación vizcaína». El mismo Cervantes, cuya figura ha sido usurpada en exclusividad por el hispanismo paramero, provee lecciones de tolerancia y respeto, reconociendo la rica diversidad identitaria nacional del mosaico español.
En el siglo XIX florecen las teorías sobre el concepto de nación política, principalmente la doctrina organicista alemana y la voluntarista de Renan. La constitución de nuevas naciones por agregación, Alemania e Italia, y por disgregación, Bélgica, Suiza, Grecia y más tarde Bulgaria, Albania, Finlandia, etc. tras la desmembración de los imperios otomano y austro-húngaro suponen una renova- ción total del mapa europeo, totalmente remozado en los años 90 del siglo XX desde la caída del comunismo soviético y de la federación yugoslava, sin olvidar la proliferación de nuevas naciones en el resto del mundo desde la II Guerra Mundial con la desaparición de los grandes imperios coloniales.
Un repaso sucinto de las diferentes constituciones españolas desde la de 1812 hasta la de 1978 suministra un considerable acopio de información y argumentación, contundente y demoledora. El vocablo «nación española» aparece por prime- ra vez en la Constitución de Cádiz de 1812, vulgarmente conocida como «La Pepa», artículos 1 y 2, en la de 1845, artículo 11, en los preámbulos de la de 1869, de la non nata de 1873 y de la de 1978. Pero no se consigna tal término en una Carta Otorgada como el Estatuto Real de 1834, en la Constitución non nata de 1856, en la de 1876 y en la republicana de 1931. En todas ellas existe una abrumadoría preferencia por términos como nación a secas, estado, estado español, estado integral, reino, monarquía, España e incluso Españas (Constituciones de 1845 y 1869).
Me niego a silenciar que el franquista Fuero de los Españoles de 1945 utiliza en el artículo 1 los vocablos «Estado Español» para definir a España.
El artículo 2 de la actual Constitución española, una auténtica chapuza de redacción jurídico-política, reconoce la soberanía de la nación española, compatible con la autonomía de las nacionalidades y regiones. Si recorremos las definiciones de nacionalidad y nación según el diccionario de la RAE, cualquier mente adornada con el mínimum neuronal exigible, no dejará de reconocer que las trompetas del alarmismo hispano deberían callar. Nación es el conjunto de habitantes de un país regido por el mismo gobierno o el conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común. Nacionalidad es la condición o carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación. En ciencia política se suele denominar nacionalidad a una nación que no ha alcanzado una organización política estatal y coexiste, junto a otras, en el seno de una organización estatal única, con independencia de la autonomía política que, ciertamente, puede gozar. En resumen, nacionalidad y nación son términos equivalentes y similares. Si la Constitución española actual admite el primero en plural, el segundo está implícito, pues nacionalidad no es más caracteriología peculiar de la pertenencia a una nación.
Convendría, finalmente, añadir alguna consideración importante. La nación es una estructura socio-cultural preexistente al Estado, que es una superestructura jurídico-política. La nación crea el estado y no al revés.
Juzguen los lectores tras este análisis a qué viene semejante algarabía alanceadora a cargo de las huestes hispanas. Sólo es explicable, porque bajo la epidermis de la piel de toro subsiste un riego sanguíneo irracional que recorre España como indivisible nación, transubstanciada en único Estado-nación, impuesto por la fuerza al resto de los territorios del fértil y variado mosaico peninsular por la vía de golpes jurídico-políticos o de pronunciamientos militares.