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La historia de un ciudadano francés separado de los viajeros, maltratado, golpeado y herido por ser negro y venir de Africa

Un control de pasaporte de rutina en Madrid

Fuentes: Rebelión

Max es colaborador voluntario de la radio HDR desde hace 5 años. Trabajó hasta octubre pasado para Radio France (escribiendo sobre temas relacionados con los suburbios para City Radio). Se fue de vacaciones a Senegal a fin de descansar después de 10 meses de reportajes intensivos para City Radio. Lo que le ocurrió a la vuelta, podría ocurrirle a cualquiera si NO CAMBIAMOS las cosas, si NO CAMBIAIS las cosas, si no CAMBIAMOS TODOS JUNTOS las cosas. Éste es su relato traducido para Rebelión por Germán Leyens

El sábado 26 de noviembre de 2005, el vuelo Iberia 6971 llega a las 10.07 a Madrid procedente de Dakar, Senegal. Salgo del avión. Arriba, en la pasarela, tiendo mi pasaporte a un policía español, ya que la azafata nos había indicado que lleváramos los pasaportes en la mano. El policía toma mi pasaporte, le echa un vistazo y lo coloca en su bolsillo, ya repleto de otros pasaportes, sin decirme buenos días o lo que sea. Le pregunto en inglés si hay algún problema y me responde: «Autobús de tránsito» mostrándome el autobús aparcado debajo de la pasarela. Le digo: «¿sorry?» [¿perdón – cómo dice?], su respuesta es idéntica, con un tono molesto. Ninguna explicación.

Desciendo y subo al autobús. Ese mal trato, descortés y sin explicación me exaspera. Envío un SMS para decir que han confiscado mi pasaporte. Después de cinco minutos, el policía sube en su vehículo, una Renault Kangoo blanca. Parte y el autobús la sigue. Una vez llegado a la sala del aeropuerto encuentro a un muchacho con el que había tomado el avión en Dakar. Como yo, es negro; como yo, tiene un pasaporte francés; como yo, le han confiscado su pasaporte. Descubro entonces, para mi gran sorpresa, que casi todos los negros han sufrido la confiscación de sus pasaportes. Me choca y digo a mi compañero de viaje que voy a protestar, porque la policía no tiene derecho a retirarnos los pasaportes sin motivo ni explicación y si debe haber un control, debe aplicarse a todos, y en las mismas condiciones. No debe haber un control para los pasajeros blancos, y otro para los pasajeros negros.

Las personas, todas negras, en su mayoría africanas, a las que confiscaron los pasaportes, están hacinadas como si fueran ganado, alrededor de un banco a una decena de metros de la cabina de control de la policía de fronteras.

Decido presentarme ante la cabina de control, reservada a los ciudadanos de la Unión Europea, y no esperar con el grupo de los «confiscados». Una vez ante la cabina, digo al policía que su colega me ha quitado mi pasaporte y le presento mi tarjeta de identidad. Le digo que me quedo ahí mismo y que su colega debe traerme mi pasaporte.

Se enoja, sale de la cabina y quiere agarrarme: le digo que no me toque. Insiste en atraparme, forcejeo. Llegan por lo menos cuatro de sus colegas, uno de ellos tiene una porra. Están furiosos y gritan fuerte. Me atrapan, me insultan y me llevan violentamente hacia su oficina situada al fondo de la sala del aeropuerto, a la derecha del banco en el que han colocado a los «confiscados».

Me resisto, exijo que no continúen; forcejeo, son cuatro y me agarro a todo lo que encuentro a mi paso. Me empujan, amenazantes, y siguen insultándome. Recibo golpes en la espalda. Me empujan hacia delante. Hay un gran poste metálico gris, para evitar un golpe con la cabeza, me sujeto con mis manos y trato de agarrarme. Los policías me sacan las manos. Me siguen empujando, recibo más golpes en la espalda. Casi llegamos a la oficina.

Los policías me sujetan delante una puerta de cristal, abierta. Recibo puñetazos. Un golpe de porra en la nuca. Se ponen más y más violentos, se enfurecen cada vez más y son cada vez más numerosos. Una mujer policía, de aspecto frágil, se une a ellos, también está muy excitada. Me insulta.

Me empujan a la oficina, ahora estoy frente a la mujer. Violenta. Todos están nerviosos. Me choca tanta violencia verbal y física. Me dicen que me calle, que si no lo hago me devolverían a mi país, a Dakar. Mi pasaporte está sobre el escritorio, oigo a un policía que dice que vivo en París.

Me doy cuenta de que sangro de la mano derecha, la sangre cae a tierra. Les digo: «Miren lo que me han hecho, miren: ¡sangro! A nadie parece preocuparle. Un policía recoge mi reloj, vuelvo a ponérmelo. Después de cinco minutos un policía mayor saca un rollo de papel higiénico y me lo pasa para que me limpie la mano que sigue sangrando copiosamente. Lo rechazo y les digo que quiero hablar con el consulado francés. Me dicen que haga lo que me dé la gana, y vuelven a insultarme. El policía sentado delante del ordenador comienza a hablar francés, y le digo «Ah, usted habla francés». Me responde: «Sí». Otro policía toma el teléfono situado al otro extremo de la oficina, habla de un pasajero extranjero y me pasa el teléfono. Antes de que lo tome me dice que se trata de un intérprete. El intérprete me pregunta si tengo visa para entrar en España. Le respondo que tengo un pasaporte francés.

Me dice que vuelva a pasarle al policía. Mi pasaporte y mi pasaje están ahora sobre el escritorio, a mi lado. Le pido al policía que controla los pasaportes en el ordenador, si puedo tomarlos. Me dice que sí y me hace signo de que me vaya. Me siento sorprendido, asqueado y repugnado. En realidad me han golpeado, maltratado e insultado por nada. No me acusan de nada. Aparte de ser negro y de haber pedido que me traten legalmente y con un mínimo de respeto. Me reprochan que haya dicho que no tenían derecho de tratarme de esa manera.

Pero para los policías, un pasajero negro de un vuelo en proveniencia de África no tiene ningún derecho y menos aún el de protestar. No importa cómo lo traten, debe callarse.

Salgo y voy a la cabina. Hay un nuevo grupo de pasajeros recién desembarcados haciendo cola. Me adelanto a la cola y me presento ante el policía, el mismo que me atrapó por primera vez. Le digo que ya que sus colegas habían procedido a la verificación de mi pasaporte, que habían examinado desde todo punto de vista, yo podía pasar sin volver a hacer cola. Me da orden de colocarme en la cola. Lo hago. En la cola, una persona detrás de mí, al ver que me sangra la mano me ofrece un pañuelo de papel. Le doy las gracias y le digo que fue la obra de los policías españoles, mientras me maltrataban e insultaban, y se obstinaban en decirme que sólo hacían su trabajo.

Llego al control, presento mis papeles. El policía los mira y me los devuelve. Asqueado me limpio la mano en el tablero. El policía se enfurece y sale amenazante y violento, como la primera vez. Llegan sus colegas. Son seis, tal vez ocho. Me atrapan, me echo al suelo. Me agarran por los brazos y las piernas, delante de por lo menos cincuenta personas. Me llevan, bajo una lluvia de golpes, de vuelta a la oficina. Me tiran por tierra, casi me doy contra la parte inferior del escritorio. Me rodean, formando un semi círculo. Me insultan y me amenazan. Estoy muy afectado, no digo nada. Uno de ellos trata de aplastar mis partes genitales. Junto las piernas. Mantengo silencio. Mi silencio los desconcierta. Terminan por calmarse. Me dicen que me vaya, con un tono amenazante. Me hacen entender que si vuelven a agarrar lo voy a pasar mal.

Salgo, vuelvo a hacer la cola y me dirijo al mostrador de Iberia, con mi pasaporte y mis pasajes cubiertos de sangre. Los presento al representante de Iberia. Al ver la sangre se levanta y busca alguna cosa para limpiarme. Habla con una de sus colegas, tal vez su jefa. Sale del local, vuelve y me dice que tome el autobús, el mismo que me había llevado al lugar. Me dirijo a la salida. El autobús espera. A cinco metros de la puerta, un agente del servicio de información del aeropuerto, al que no había visto, me interpela. Quiere ver mi pasaporte y una tarjeta de embarque. Le paso mis documentos remojados en sangre. Se sorprende. Me pregunta qué me sucedió. Se lo cuento. Me sugiere que vaya a los baños a limpiarme la mano. Le doy las gracias y le digo que no quiero otra cosa que «irme de aquí». Al ver que mi mano sangraba más, me dice que no me puedo ir así. Me pide que espere. Se ocupa de algunos pasajeros. Toma su teléfono y llama. Me dice que me siente y me explica que ha llamado al servicio médico del aeropuerto que va a llegar pronto. Está emocionado y horrorizado por lo que le he contado. Es la primera persona que, después de los casi tres cuartos de hora que dura mi calvario, que manifiesta un poco de humanidad. Me emociona su actitud. Espero.

Después de diez minutos, llegan los primeros auxilios. La enfermera mira mi mano, me pregunta con qué compañía viajaba. Le respondo: «Iberia». Me pone una compresa sobre la herida, y me pide que la sujete con fuerza. Llama por teléfono a Iberia, y exige de modo firme y autoritario que le envíen un conductor y un furgón para que nos transporte a la enfermería. Me atienden y me dan un certificado médico. Me aconsejaron que me hiciera una vacuna contra el tétano, en cuanto llegara a París.