LA Casa de Alba representa todo lo que Andalucía no es, no debe ser, ni quiso ser el 28 de febrero de 1980. Veintiséis años más tarde la Junta de Andalucía, nuestro máximo órgano político, el que debiera representar la voluntad de todos los andaluces, en uno de los actos más vergonzantes y bochornosos protagonizados […]
LA Casa de Alba representa todo lo que Andalucía no es, no debe ser, ni quiso ser el 28 de febrero de 1980. Veintiséis años más tarde la Junta de Andalucía, nuestro máximo órgano político, el que debiera representar la voluntad de todos los andaluces, en uno de los actos más vergonzantes y bochornosos protagonizados por la izquierda, en uno de los atentados más burdos cometidos contra nuestra identidad cultural como pueblo, nombra a la duquesa de Alba hija predilecta de Andalucía. En palabras del consejero de la Presidencia, Gaspar Zarrías, la Junta ha valorado en la duquesa «su naturalidad, llaneza y alejamiento de la pompa, su personalidad íntimamente ligada a la forma de ser andaluza y muy especialmente a Sevilla, ciudad en la que reside habitualmente en el Palacio de las Dueñas y de cuyas tradiciones y costumbres es una activa embajadora». Para quien aún no lo sepa, la Junta ha tenido en cuenta el andalucismo que irradia la duquesa, por ejemplo, cuando exhibe su porte de mariquita Pérez disecada al pasearse en su calesa vestida de faralaes por la Feria, al sentarse en la barrera de la Maestranza, en el palco del Ruiz de Lopera, o cuando se le derraman las palabras de la boca con ese acento que unos llaman andaluz, y que yo creo que obedece científicamente a la misma razón que el silbido de una flauta.
Andalucía es el pueblo más damnificado por España desde que España existe. Hasta la mal llamada «reconquista», la tierra andaluza se fragmentaba en pequeñas y medianas propiedades en manos de campesinos andalusíes. Quizá musulmanes, quizá cristianos, quizá judíos, seguro que padres de familia, apolíticos y no practicantes de más fe que mirar las nubes y doblar la espalda. Aunque la mayoría de esos campesinos protagonizaron el éxodo más numeroso y censurado de la historia de la humanidad, los que pudieron quedarse vieron expropiadas sus tierras por la nobleza y las órdenes militares del norte de la península. La invasión militar los convirtió en jornaleros, en desposeídos, en «felah mengú», en «campesinos sin tierra», la raíz terminológica y doliente del flamenco. La Casa de Alba encarna la máxima expresión de ese latifundismo estéril, subvencionado y parasitario, consecuencia del modelo territorial impuesto por los vencedores. Contra ese paradigma injusto e inmoral del reparto de la riqueza se levantó el pueblo andaluz, la mano negra, Fermín Salvochea, en la revolución septembrina que desembocó en la proclamación de la primera República. Contra ese cáncer histórico que simboliza la Casa de los Alba se alzaron los puños de los movimientos campesinos de principio del siglo XX y los revolucionarios de la segunda república. Blas Infante lo condenó en su proyecto de reforma agraria, en nuestro propio himno: ¡Andaluces levantaos! ¡Pedid tierra y libertad!
Incluso Rafael Escuredo mantuvo una huelga de hambre y llegó a dimitir como presidente de la Junta de Andalucía por negarse el Gobierno central a admitir la reforma agraria en nuestra tierra. Esa que pedimos a gritos otro cuatro de diciembre. Esa que votamos con el corazón un 28 de febrero. Esa que nunca tuvimos. Esa que nunca tendremos.
Cuánto me duele que Andalucía haya dejado de ser un pueblo de jornaleros pero no de señoritos.