Dos motivos me incitan a unas pequeñas reflexiones. La primera es la proximidad del aniversario de la proclamación de la segunda República en España (14 de Abril de 1931), la segunda y más fundamental, rendir un homenaje e inclinarme ante el recuerdo de todos cuantos fueron represaliados con motivo de su fidelidad a una progresista […]
Dos motivos me incitan a unas pequeñas reflexiones. La primera es la proximidad del aniversario de la proclamación de la segunda República en España (14 de Abril de 1931), la segunda y más fundamental, rendir un homenaje e inclinarme ante el recuerdo de todos cuantos fueron represaliados con motivo de su fidelidad a una progresista nueva forma de Estado y ante el esfuerzo de sus descendientes que hoy tratan de recuperar sus restos para rendirles un merecido homenaje y con ello recuperar una memoria histórica negada y perseguida durante demasiados años; una memoria histórica que, en la certera expresión de Luis Castro, se nos pretendía mantener eternamente en una situación hemipléjica, generadora de olvido.
Digamos para empezar que, en una aplastante mayoría, los actos programados de recuperación se hacen desde una notable grandeza de alma, para combinar la piedad con la justicia y el honor, nunca para reclamar merecidos castigos, responsabilidades, o actos económicos de recuperación de bienes expoliados o robados. No son actos de venganza ante terribles e irrecuperables agravios, son actos inspirados por la verdad y en la mayoría de los casos por un perdón hacia personas inmerecedoras de tal actitud por su actuación rencorosa, mezquina y de constante beligerancia.
Como ejemplo demasiado frecuente, de lo anterior hemos tenido que escuchar, con estoica paciencia, que la exhumación de los restos de muchas personas estaba motivado por actitudes vengativas o de evidente necrofilia. Sea mi admiración para el temple de muchas personas que soportaron estas observaciones, vergonzosas para los que se atrevían a realizarlas, y que para mi modesta persona, que no sufrió aquella terrible forma de represión, me parecían insufribles.
Particularmente lamentables eran estas calumniosas observaciones, por no llamarlas insultos, cuando provenían de una tradición de necrofilia triunfante de descendientes ideológicos de aquellas gentes que pasearon a hombros y teatralmente (primeramente desde Alicante al Escorial en 1939, y posteriormente al infamante Valle de los Caídos en Cuelgamuros, en 1953) los restos de José Antonio Primo de Rivera, los mismos que observaban impertérritos la firma de constantes sentencias de muerte por Franco, que eran presididas por el incorrupto brazo de una Gran Mística española, los mismos que alababan los intentos de Felipe II y su Santa Iglesia para que el príncipe Carlos milagrosamente recuperase la perdida razón haciendo que se acostase con otro, también incorrupto, cadáver, y un largo etc. La Proyección Paranoide de muchos militantes y desgraciadamente multitudinarios miembros de un partido que comparte esas siglas (P.P.) continúa. Abandonemos al pestilencial, aunque incorrupto, tema.
Existen no obstante otras razones que motivan unas actitudes que por su enorme mezquindad parecerían dictadas por un miedo a la pérdida de su riqueza, «status», o el temor a un, afortunadamente inexistente, afán de venganza. Hace escasos días nos recordaba con inusitada brillantez Terry Eagleton (London Review of Books, 9-3-2006) la terrible observación de Walter Benjamín de que «incluso los muertos no se hallan seguros ante el fascismo, que simplemente quiere borrarlos de la memoria histórica». Eso es lo que ha venido sucediendo en nuestro país. Los usufructuarios de un poder irracional y opresivo temen aquello que decía Benjamín: «lo que incita a la humanidad a la revolución no son los sueños de liberación para nuestros nietos sino el recuerdo de la opresión de nuestros abuelos».
El recuerdo de las viejas injusticias refuerza la conciencia social de la necesidad de seguirlas combatiendo, ya que muchas hoy sobreviven. La hemiplejia es buena, recordemos que, como muchos reaccionarios dicen y desean, la injusticia sirve también para considerarla como algo irremediable, y eterno, para que, como decía Marx, el pasado se constituya en una especie de losa, «de pesadilla para el pensamiento de los que hoy viven», para que la servidumbre sea aceptada y voluntaria. Exhumar cadáveres de personas honradas e idealistas no sirve para reforzar esa actitud. El honrar a la persona ausente evoca su lucha, eso es peligroso, seamos coherentes, no permitamos que ciertos «fantasmas» sean invocados.
Sería digno de una larga reflexión el traer a cuento las diversas actitudes que muchos reformadores sociales han tenido ante el pasado, y la evocación o múltiple construcción utópica de un más justo y humano, posible futuro. Es cada vez más claro que el proyecto utópico del marxismo fracasó y el sufrimiento de lo que fue llamado «Gulag» lo atestigua. Aunque pueda ser tildado de filo-anarquista, en lo que me honro, el error básico del falsamente llamado «socialismo real» fue el sustituir la democracia de los soviets, (es decir, del pueblo trabajador que desea ser feliz y pacífico y no sobrepasar el bulímico jrucheviano consumo obesizante de la mantequilla en EE UU) con la de un sujeto histórico represivo y gastado, o sea el Estado, que no puede ser un mero instrumento, carente de autonomía, del sometido pueblo. Hoy nos parece necesario, ante la belicosa y militarista actuación despiadada del Imperio «amerikano» la elaboración democrática de esquemas utópicos.
Marx era renuente a dar «recetas para las cocinas del futuro» pero nosotros debemos, por lo menos, soñar en lo que podría consistir el menú a realizar. Tenemos que rebasar la fase en que nos encontramos en la que, como dice Eagleton, «la imagen que del futuro podemos tener es el fracaso- del presente». Marx, que como todos los geniales pensadores no carecía de cierta ambigüedad, decía que: «la revolución social no puede extraer su poesía del pasado sino del futuro». La urgencia ante la destrucción de la naturaleza y la humanidad es tan grave que trataremos de lograr una revolución necesaria apoyándonos sobre ambos aspectos del discurrir temporal.
Incitemos a todos nuestros amigos reivindicadores de la justicia y del pasado a que prosigan su heroica, obstinada acción y recortemos aquella bellísima frase de Antonio Machado de que: «La esperanza es una consecuencia de la acción, no al revés». ¡Esperemos!
* José F. Pérez Oya es filósofo y economista.