La Historia demuestra que es imposible abordar ningún proceso de solución de un conflicto de carácter político (luchas de liberación nacional incluidas) sin solucionar el tema de los presos encarcelados como consecuencia del mismo. El ejemplo más reciente y próximo, el irlandés, así lo ha vuelto a probar una vez más: no en vano uno […]
La Historia demuestra que es imposible abordar ningún proceso de solución de un conflicto de carácter político (luchas de liberación nacional incluidas) sin solucionar el tema de los presos encarcelados como consecuencia del mismo. El ejemplo más reciente y próximo, el irlandés, así lo ha vuelto a probar una vez más: no en vano uno de los más importantes pasos dados por el Gobierno británico para evidenciar su implicación en la búsqueda de una paz definitiva fue la puesta en libertad, en el plazo de tres años, de todos los luchadores condenados a penas de cárcel. Por eso, a primera vista, cuesta entender el endurecimiento de la estrategia de guerra y del estado de excepción en que Euskal Herria vive desde el triunfo franquista por el que, desde que ETA declaró el alto el fuego permanente, han optado el Gobierno de Madrid, la legislatura y los grandes medios de comunicación, incluido «El País» de Polanco (supuesto vocero del PSOE), y cuyo más claro exponente es el agravamiento de la situación de los presos vascos, que, como los portavoces socialistas reconocen con todo descaro, son rehenes del Estado con los que pretenden condicionar el proceso de paz.
La aplicación retroactiva de la cadena perpetua; la eliminación de toda política de redención de penas; el mantenimiento ilegal de la dispersión; la cruel utilización del sufrimiento como en el caso del huelguista de hambre Iñaki de Juana, a quien piensan aplicar la tortura de la alimentación forzosa para quebrar su voluntad, y lo simbólico de su denuncia; la insistencia en una política mediática de odio y venganza, vehiculizada a través de ciertas asociaciones de víctimas como la sobredimensionada AVT; el endurecimiento de las condiciones de vida en las prisiones; la pervivencia de la táctica de demonización, criminalización y animalización de los encarcelados vascos para deslegitimar las características políticas de su lucha y eludir así la responsabilidad histórica que los partidos tienen en la prolongación de un pasado traumático; la reinterpretación «a la carta» de la ley, convirtiendo lo previamente ilegal en legal en función de los intereses y/o las presiones políticas del momento; la utilización sistemática de la represión y la violencia estatales, lastrando así preocupantemente el proceso con paralizantes cargas de profundidad; la potenciación de la legislación antiterrorista, de la Ley de Partidos y de la Audiencia Nacional, continuación clara de las leyes y aparatos de emergencia franquistas…
La excepcionalidad convertida en regla y extendida hasta límites impensables en una supuesta «democracia constitucional» dirigida por ¡los socialistas! Y ello con el objetivo, entre otros, de humillar y aniquilar a unos prisioneros, el carácter político de cuya larga lucha el partido en el poder sin embargo reconoce desde el momento en que se apunta a un proceso de resolución del conflicto.
Esta contradicción aparente no lo es tal si tenemos en cuenta una serie de elementos, coyunturales unos (electoralismo…), estructurales otros (debilidad intrínseca del Estado, condicionantes externos e internos…), entre los que, desde una perspectiva histórica y simbólica, hay uno especialmente destacable: la necesidad del sistema de castigar de modo ejemplarizante a todo aquél que se enfrente al poder y de impedir que la ciudadanía intuya que la resistencia y la lucha son la única vía de conseguir una sociedad justa y auténticamente democrática.
Al poder le es indispensable impedir por todos los medios (que son muchos) que los luchadores políticos se conviertan en ejemplo de nadie ni de nada, y precisa exterminar de raíz la idea de que cualquier proyecto político alternativo al actual sólo puede conseguirse desde la militancia y el combate. En el caso del Estado español (partidos vascos «institucionalistas» incluidos), se trata de evitar a toda costa que se evidencie que la transición de 1975 no fue sino una traidora remodelación del franquismo cuyas principales estructuras siguen en pie.
Se trata de impedir que los avances que en sus incuestionables derechos como pueblo pueda en un futuro conseguir Euskal Herria se interpreten como resultado de duros años de resistencia y de acción política por parte del sector más comprometido de la ciudadanía. Se trata de dejar claro que el Estado «nunca negocia» nada y que la rebeldía sólo la paga con humillación, vejación y castigo, porque «el criminal nunca gana»: lo que graciosamente «otorgue» (permiso para manifestarse incluido) lo hará ante un enemigo debilitado, doblegado y vencido.
Desde esta lectura (que desgraciadamente parecer avalar la práctica llevada por los aparatos estatales durante los últimos meses) se entiende el ensañamiento con el que Madrid está conduciendo el asunto de los presos y está persiguiendo y criminalizando todo rastro de disidencia y de resistencia. Desde esta misma lectura, por lo tanto, es indudable que exigir no ya sólo el acercamiento de los presos a cárceles de Euskal Herria y el respeto que como seres humanos y como presos políticos les asisten, sino la amnistía para los encarcelados y los exiliados es condición sine qua non para una verdadera y duradera resolución del conflicto. Del mismo modo que lo son la disolución de la Audiencia Nacional y la derogación de las leyes antiterrorista y de partidos.
Euskal Herriak askatasuna-Preso eta iheslariak amnistia. Euskal Herria, libertad-Amnistía para presos y refugiados. Ese es el lema de la manifestación que hoy se va a celebrar un año más en Donostia tras la concurrida regata de traineras.
Sería buena señal ver en la misma a todos o, por lo menos, a algunos de los que dicen estar a favor de una solución definitiva para el conflicto vasco y, por supuesto, a quienes dicen defender los derechos humanos contra viento y marea. La política no sólo se hace desde la oscuridad de los despachos. También se hace arriesgándose a salir en la foto y demostrando que ni presos ni refugiados pueden ser tratados como moneda de cambio a la hora de negociar.