No deja de llamarnos la atención, y ya llevamos algunos años ocupados en la reseña de películas, la efectividad de las estrategias publicitarias a la hora de vender una producción de Hollywood. Estas estrategias consisten en elaborar unas máximas que expliquen el contenido y la singularidad de la película en cuestión, para atraer a un […]
No deja de llamarnos la atención, y ya llevamos algunos años ocupados en la reseña de películas, la efectividad de las estrategias publicitarias a la hora de vender una producción de Hollywood. Estas estrategias consisten en elaborar unas máximas que expliquen el contenido y la singularidad de la película en cuestión, para atraer a un determinado sector de espectadores a las pantallas. Ocurre con el cine comercial, con los Rockys, las americanadas y las guerras de las galaxias, pero lo curioso es que también funciona para crear la ilusión de un cine alternativo, independiente, culto. Se lanzan consignas para definir como cultas a unas películas concretas y van a verlas unos públicos que se sienten cultos, las alaban las críticas que se creen cultas, las aplauden los cultos sectores pseudos-feministas e interculturales, y todos tan contentos porque creemos que hemos accedido, cuales seres cultos, a unos productos que no dañan nuestra inteligencia. El último ejemplo de esta estrategia perfecta es Babel .
Babel es una película que ha gustado mucho a la culta crítica cinematográfica y a ese culto público por diversos motivos, todos ellos impulsados y vendidos desde la maquinaria de promoción de la película:
– En primer lugar, porque la película la ha dirigido un mexicano. Ni que el hecho de no ser yanqui ya fuera un valor de entrada. – En segundo lugar, porque es una de esas historias cruzadas que hacen la narración muy complicada. Se meten tres o cuatro historias paralelas y algunas leves rupturas temporales, y ya parece una estructura coral, ya da la sensación de ser algo mucho más elaborado que el tradicional producto USA. – En tercer lugar, porque habla de la incomunicación, de las barreras que nos ponemos los seres humanos que nos negamos a entender al prójimo, que no sabemos ver en el interior de nuestros corazones que somos todos hermanos. Todos temas muy sensibles que ocupan siempre el hit-parade de la gente preocupada de boquilla por el mundo en el que vive. – En cuarto lugar, y no menos importante, porque los protagonistas son dos guapos: Brad Pitt y Cate Blanchett (ambos buenos actores cuando les dejan), que son los que sufren todas las perrerías de la historia. Se trata de un mecanismo muy vil: el espectador, al fin y al cabo, se identifica con los guapos que sufren en la pantalla.
Pero vayamos a la historia para entender todo el asunto. El argumento es muy sencillo. Una pareja de norteamericanos está de turismo por el desierto de Marruecos. Ambos son muy guapos y muy rubios, tienen dos hijos muy guapos y muy rubios (que se han quedado en casa mientras papi y mami están fuera), y tienen, eso sí, algún problemilla en su matrimonio porque son seres humanos, con sus problemas, sus anhelos y sus frustraciones. Los guapos también lloran, por si no lo sabían. Viajando en autobús por el desierto, la mujer recibe en el hombro un disparo anónimo desde lo alto de una colina. A partir de ahí surge el descontrol, porque no hay hospitales cerca, las ambulancias tardarán horas en llegar, y la mujer necesita tratamiento médico urgente. Así pues, se refugian en un poblado a esperar. ¿Quién ha disparado? Pues un niño del lugar que llevaba un rifle y que estaba jugando con su hermano. El retrato que se ofrece de los niños y de su familia es de lo más intercultural. Uno de los chavales se masturba pensando en su hermana, la familia se dedica a cuidar cabras, viven en una casucha ruinosa y toda su vida se resume en pasear cabras por los montes del desierto. Una preciosa estampa de una familia mora incestuosa, paleta y subdesarrollada: ésa es la visión ofrecida por el director, González Iñárritu.
Mientras, los hijos de la familia norteamericana están en su casa al cuidado de su niñera, una mujer mexicana sin los papeles en regla. La mujer tiene que asistir a la boda de su hijo en México, y, para no dejar a los niños solos, se los lleva con ellos. Los mexicanos se tiran todo el día de fiesta, bebiendo, echando polvos rápidos a escondidas, descabezando gallos delante de los niños, gritando todo el rato… Y cuando la mujer tiene que volver, ya casi de madrugada, a dejar a los niños en su casa, se encarga de llevarlos un mexicanito chulito que se enfrenta a la policía en la frontera, con lo que se inicia una persecución que casi provoca la muerte de los niños. En contra de lo que pudiera parecer en una película de temática intercultural, no hay ningún atisbo de abusos por parte de la policía norteamericana en la frontera. La poli actúa con corrección, interrogando a los mexicanos porque el conductor se había puesto bravucón, mostraba síntomas de embriaguez y decía que los niños (dos rubios yanquis) eran parientes suyos. No hay, así pues, ningún indicio de violencia policial.
Como a estas alturas del cuento ya sabemos que lo que ocurre es que González Iñárritu es un mexicano fascinado por el modo de vida norteamericano y que quiere integrarse plenamente en ese sistema, el director opta por dos apuntes más: – Primero. Mete con calzador una historia que se desarrolla en Japón. El tema es el de siempre, el de «Lost in translation»: el de la soledad en una sociedad tan tecnificada y desarrollada como la japonesa. De este modo, al introducir una historia que no tiene demasiada relación con la trama principal, el director intenta disimular la ideología racista pro-yanqui de su película y trata de presentar el producto como un fresco multiétnico, poliédrico y filantrópico de nuestros tiempos. – Segundo. Se olvida intencionadamente de introducir una historia protagonizada por negros. A su película multiétnica le falta una historia de negros esforzados y sufridores. Pero González Iñárritu sabe lo que se hace. Tiene muy claro, en su esquema mental, que los mexicanos son sucios, juerguistas, camorristas y desordenados, que los moros son atrasados y subdesarrollados, e intuye que los japoneses son aburridos y propensos al suicidio. Pero no se atreve a llegar a Estados Unidos y hablar de los negros, porque sabe que aquí podría patinar al presentarse como un mexicano que intenta pontificar sobre los problemas del país en el que acaba de aterrizar.
Por si van quedando dudas de que se trata de una película humillante y xenófoba, éstas se aclaran con la resolución de la trama. Al final, la mujer norteamericana se salva, sus hijos se salvan, su matrimonio sale fortalecido. El resto de personajes, para qué contarles: los mexicanos, deportados; los moros, apresados y uno de ellos, muerto; y los japoneses, llorando en pelotas en el ático de un rascacielos porque no saben cómo superar su incomunicación. Todo ello presentado en un producto que da la sensación de expresar el complejo mundo de las relaciones humanas que se han construido muros a su alrededor. Y un cuerno. Que comulgue la parroquia culta. Así, a la salida del cine nos sentiremos todos mejor con nosotros mismos.