Traducción: Andrés Lund
«Si el capitalismo no puede ser reformado para subordinar la búsqueda de ganancias a la supervivencia humana, ¿qué alternativa existe para moverse a una cierta clase de economía nacional y globalmente planificada? Problemas como el cambio climático requieren de una ‘mano visible’ de planificación directa… Nuestros líderes capitalistas corporativos no pueden ayudarse, no tienen otra alternativa que la de equivocarse de manera sistemática, irracional y finalmente -dada la tecnología que utilizan- con decisiones globales suicidas sobre la economía y el entorno natural. Entonces, ¿qué otra opción podemos considerar para una verdadera alternativa socialista?». Richard Smith
El crecimiento exponencial de ataques al medio ambiente y la creciente amenaza de romper el equilibrio ecológico apunta a un escenario catastrófico que pone en peligro la misma supervivencia de la especie humana. Nos enfrentamos a una crisis civilizatoria que exige cambios radicales.
El Ecosocialismo es un intento de proporcionar una radical alternativa civilizatoria, basada en los argumentos básicos del movimiento ecologista y en la crítica marxista de la economía política. Se opone a lo que Marx llamó el progreso destructivo del capitalismo [1], defendiendo una economía fundada en un criterio no-monetario y extra-económico: en las necesidades sociales y el equilibrio ecológico. Esta síntesis dialéctica, intentada por un amplio espectro de autores, desde James O’Connor a Joël Kovel y John Bellamy Foster, y desde André Gorz (en sus primeros escritos) a Elmar Altvater, es al mismo tiempo una crítica a la «ecología de mercado», la cual no desafía al sistema capitalista, y al «socialismo productivista», el cual ignoró el problema de los límites naturales.
De acuerdo con James O’Connor, el objetivo del socialismo ecológico es una nueva sociedad basada en una racionalidad ecológica, con un control democrático, igualdad social y el predominio del valor de uso. [2] Yo agregaría que, a lo que esto apunta, requiere: a) la propiedad colectiva de los medios de producción -y «colectiva» aquí significa propiedad pública, cooperativa y comunitaria; b) la planificación democrática que hace posible que la sociedad defina las metas de inversión y producción, y c) una nueva estructura tecnológica de las fuerzas productivas. En otros términos: una transformación revolucionaria social y económica. [3]
Para los ecosocialistas, el problema con las corrientes de la ecología política, representadas en su mayoría por los Partidos Verdes, es que no parecen tomar en cuenta la contradicción intrínseca entre la dinámica capitalista de expansión ilimitada del Capital y acumulación de ganancias, y la preservación del medio ambiente. Hacen una crítica al productivismo, a menudo muy relevante, pero no dejan atrás el ecologismo reformista de la «economía de mercado». El resultado ha sido que muchos Partidos verdes se han vuelto una coartada ecológica de gobiernos de centro-izquierda social-liberales. [4] Como Richard Smith recientemente observó: «la lógica de crecimiento insaciable se construye dentro de la naturaleza del sistema, los requisitos de la producción capitalista. (…) Cada corporación actúa racionalmente desde el punto de vista de los dueños y empleados que buscan aumentar al máximo su propio interés, tomando decisiones capitalistas individualmente racionales. Pero el resultado es que la suma de estas decisiones racionales en lo individual, son masivamente irracionales, de hecho y finalmente catastróficas, de modo que no están conduciendo al camino del suicidio colectivo». [5] Por otro lado, el problema con las tendencias dominantes de la izquierda durante el siglo veinte -la social-democracia y el movimiento comunista soviético- es su aceptación del modelo «realmente existente» de fuerzas productivas. Mientras el primero se limitó a reformar -en el mejor keynesianismo- la versión del sistema capitalista, el segundo desarrolló una colectivista -o capitalista de Estado- forma de productivismo. En ambos casos, los problemas medioambientales permanecieron fuera de vista, o bien fueron marginados.
Marx y Engels mismos no fueron desatentos a las consecuencias medioambiental-destructivas del modo capitalista de producción: hay varios pasajes en El Capital y otros escritos que apuntan a este entendimiento. [6] Es más, ellos creyeron que el objetivo del socialismo no es producir cada vez más artículos, sino dar tiempo libre a los seres humanos para desarrollar totalmente sus potencialidades. Ellos tienen poco en común con el «productivismo», es decir, con la idea de que la expansión ilimitada de la producción es un fin en sí mismo.
Sin embargo, hay algunos pasajes en sus escritos que parecen sugerir que el socialismo permitirá el desarrollo de las fuerzas productivas más allá de los límites impuestos por el sistema capitalista. De acuerdo a este acercamiento, la transformación socialista involucra sólo a las relaciones capitalistas de producción, que se han vuelto un obstáculo -«cadenas» es a menudo el término usado- para el desarrollo libre de las fuerzas productivas existentes; el socialismo significaría sobre todo la apropiación social de estas capacidades productivas, que se pondría al servicio de los obreros. Se cita un pasaje del Anti-Dühring, un trabajo canónico para muchas generaciones de marxistas: en el socialismo «la sociedad toma posesión abiertamente y sin desvíos de las fuerzas productivas que se han vuelto demasiado grandes» para el sistema existente. [7]
La experiencia de la Unión Soviética ilustra los problemas que son el resultado de una apropiación colectivista del aparato productivo capitalista: desde el principio, la tesis de la socialización de las fuerzas productivas existentes predominó. Es verdad que, durante los primeros años después de la Revolución de Octubre, una corriente ecológica se pudo desarrollar, y fueron tomadas ciertas (limitadas) medidas proteccionistas por las autoridades soviéticas. Sin embargo, con el proceso de burocratización estalinista, se impusieron las tendencias productivistas, tanto en la industria como en la agricultura, con métodos totalitarios, mientras los ecologistas eran marginados o eliminados. La catástrofe de Tchernobyl es un extremo ejemplo de las consecuencias desastrosas de esta imitación de las tecnologías productivas occidentales. Un cambio en las formas de propiedad que no es seguida por la dirección democrática y una reorganización del sistema productivo sólo puede llevar a un punto muerto. Una crítica de la ideología productivista del «progreso» y de la idea de una «socialista» explotación de la Naturaleza ya aparecía en los escritos de algunos marxistas disidentes de la década de 1930, como Walter Benjamín. Pero es principalmente el ecosocialismo el que ha desarrollado, durante los últimas años, un desafío a la tesis de la neutralidad de las fuerzas productivas que era predominante en las principales tendencias de la izquierda durante el siglo veinte: en la social-democracia y en el comunismo soviético.
Los marxistas podrían tomar su inspiración de los comentarios de Marx sobre la Comuna de París cuando decía que los obreros no pueden tomar posesión del aparato estatal capitalista y ponerlo a funcionar a su servicio. Tienen que «destruirlo» y reemplazarlo por una forma de poder político radicalmente diferente, democrática y no-estatista. Lo mismo se aplica, mutatis mutandis, al aparato productivo: por su naturaleza, por su estructura, no es neutro, ya que está al servicio de la acumulación del Capital y a la expansión ilimitada del mercado. Está en contradicción con las necesidades de la protección del medio ambiente y con la salud de la población. Se debe, por consiguiente, «revolucionarlo», en un proceso de transformación radical. Esto puede significar, para ciertas ramas de producción, el discontinuarlas: por ejemplo, las centrales nucleares, ciertos métodos masivos e industriales de pesca (responsable del exterminio de varias especies en los mares), el proceso destructivo de los bosques tropicales, etc. (¡la lista es muy larga!). En todo caso, las fuerzas productivas, y no sólo las relaciones de producción, deben ser transformadas profundamente, empezando con una revolución en el sistema de energía, con el reemplazo de las fuentes actuales -esencialmente fósiles, responsables de la contaminación y el envenenamiento del ambiente-, por fuerzas de energía renovables: como el agua, el viento y el sol. Por supuesto, muchos logros científicos y tecnológicos de la modernidad son preciosos, pero el conjunto del sistema productivo debe transformarse, y esto sólo puede ser hecho por métodos ecosocialistas, es decir: a través de una planificación democrática de la economía que toma en cuenta la preservación del equilibrio ecológico.
El problema de la energía es decisivo para este proceso de cambio civilizatorio. La energía de fósiles (petróleo, carbón) es la responsable de mucha de la polución del planeta, así como del desastroso cambio climático; la energía nuclear es una falsa alternativa, no sólo por el peligro de nuevos Tchernobyls, sino también porque nadie sabe qué hacer con las miles de toneladas de desperdicios radiactivos -que serán tóxicos por centenares, miles y en algunos casos hasta millones de años- y las masas gigantescas de las contaminadas y obsoletas plantas. La energía solar que nunca despertó mucho interés en las sociedades capitalistas no siendo «aprovechable» ni «competitiva», se volvería el objeto de una intensa investigación para desarrolla, y jugaría un papel clave en la construcción de un sistema energético alternativo. Sectores enteros del sistema productivo serán suprimidos, o reestructurados, mientras los nuevos tendrán que ser desarrollados bajo la condición necesaria del pleno empleo para toda la fuerza de trabajo, en condiciones igualitarias de trabajo y sueldo. Esta condición es esencial, no sólo porque es un requisito de justicia social, sino para asegurar que los obreros apoyen el proceso de una transformación estructural de las fuerzas productivas. Este proceso es imposible sin el control público sobre los medios de producción y de la planeación, es decir, en las decisiones públicas en la inversión y el cambio tecnológico que deben llevarse a cabo en los bancos y las empresas capitalistas, que se llevarán a cabo para servir al bien común social.
Para citar a Richard Smith de nuevo: «Si el capitalismo no puede ser reformado para subordinar la búsqueda de ganancias a la supervivencia humana, ¿qué alternativa existe para moverse a una cierta clase de economía nacional y globalmente planificada? Problemas como el cambio climático requiere de una ‘mano visible’ de planificación directa… Nuestros líderes capitalistas corporativos no pueden ayudarse, no tienen otra alternativa que la de equivocarse de manera sistemática, irracional y finalmente -dada la tecnología que utilizan- con decisiones globales suicidas sobre la economía y el entorno natural. Entonces, ¿qué otra opción podemos considerar para una verdadera alternativa socialista?»
En El Capital, vol. III, Marx definió al socialismo como una sociedad en la que «los productores asociados organizan racionalmente su intercambio (Stoffwechsel) con la naturaleza». ¿Sólo los productores? En El Capital, vol. I, hay un acercamiento más amplio: el socialismo se concibe como «una asociación de seres humanos libres (Menschen) que trabajan en común (gemeinschaftlichen) los medios de producción». [9] Esta segunda lectura es mucho más apropiada: la organización racional de la producción y el consumo tiene que ser no sólo tarea de los «productores», sino también de los consumidores; de hecho, de la sociedad entera, con su población productiva e «improductiva», que incluye a los estudiantes, los jóvenes, las amas de casa, los pensionados, etc.
La sociedad entera en este sentido -y no una pequeña oligarquía de propietarios, ni una élite de tecno-burócratas-, podrá escoger, democráticamente, qué líneas productivas serán privilegiadas y cuántos recursos serán invertidos en la educación, la salud o la cultura. [10] Los precios de los bienes no quedarían a expensas de «las leyes de la oferta y la demanda» sino, en cierta medida, serían determinados de acuerdo a las elecciones sociales y políticas, así como al criterio ecológico, imponiendo impuestos en ciertos productos y subvencionando los precios de otros. Idealmente, conforme la transición al socialismo avance, cada vez más se distribuirían los productos y los servicios libres de cargas impositivas, de acuerdo a la voluntad de los ciudadanos.
Lejos de ser «despótica» en sí misma, la planificación es el ejercicio, por parte de una sociedad entera, de su propia libertad: libertad de decisión y liberación de las alienadas y cosificadas «leyes económicas» del sistema capitalista, las cuales determinan la vida y la muerte de los individuos, así como su encierro en la «jaula de hierro» económica (Max Weber). La planificación y la reducción del tiempo de trabajo son los dos pasos decisivos de la humanidad hacia lo que Marx llamó «el reino de libertad». Un incremento significativo del tiempo libre es de hecho una condición necesaria para la participación democrática de los trabajadores en la discusión democrática y la administración de la economía y de la sociedad. Los combatientes del mercado libre apuntan el fracaso de la planificación soviética para rechazar, sin sustento, cualquier idea de una economía organizada. Sin entrar en la discusión sobre los logros y miserias de la experiencia soviética, ésta era obviamente una forma de «dictadura sobre las necesidades» -para usar la expresión de György Markus y sus amigos de la Escuela de Budapest-, un sistema no-democrático y autoritario que monopolizó todas las decisiones en las manos de una oligarquía pequeña de tecno-burócratas. No obstante, no fue por la planificación que se llegó a la dictadura, sino por otros caminos: por las limitaciones crecientes de la democracia en el Estado soviético, y, después de la muerte de Lenin, por el establecimiento de un poder burocrático totalitario, llevado a un sistema de planificación crecientemente antidemocrático y autoritario. Si se define al socialismo como el control, por los trabajadores y la población en general, del proceso de producción, la Unión Soviética bajo Stalin y sus sucesores era un lamento muy lejano de eso.
El fracaso de la URSS ilustra los límites y contradicciones de la planificación burocrática, que es inevitablemente ineficaz y arbitraria: pero no puede usarse como un argumento contra la planificación democrática. [11] La concepción socialista de la planificación es nada más que una democratización radical de la economía: si las decisiones políticas ya no serán dejadas en manos de una élite pequeña de gobernantes, ¿por qué no se debería aplicar el mismo principio a la esfera económica? Dejando de lado el problema de la proporción específica entre la planificación y los mecanismos del mercado, se admite que durante las primeras fases de una nueva sociedad los mercados tendrán, ciertamente, un lugar importante, pero conforme la transición al socialismo avance y la planificación se vuelva más y más predominante, esto irá en contra de las leyes del valor de cambio. [12]
Friedrich Engels ya había insistido que una sociedad socialista «tendrá que establecer el plan de producción atendiendo a los medios de producción, entre los cuales se encuentran señaladamente las fuerzas de trabajo. El plan quedará finalmente determinado por la comparación de los efectos útiles de los diversos objetos de uso entre ellos y las cantidades de trabajo necesarias para su producción.». [13] Mientras que en el capitalismo el valor de uso es sólo un medio, y a menudo un truco al servicio del valor de cambio y la ganancia- lo que explica, a propósito, por qué tantos productos en la sociedad presente son sustancialmente inútiles-, en una economía socialista planificada el valor de uso es el único criterio para la producción de bienes y servicios, considerando las consecuencias económicas, sociales y ecológicas a largo plazo. Como Joel Kovel observó: «El perfeccionamiento de los valores de uso y la restructuración correspondiente de necesidades se vuelve ahora el regulador social de la tecnología en lugar de, como bajo el Capital, la conversión de tiempo en plusvalor y dinero». [14]
En una racionalmente organizada producción, el plan involucra las opciones económicas principales, no la administración de restaurantes locales, de comestibles y panaderías, tiendas pequeñas, o formas artesanales de empresas y de servicios. Es importante dar énfasis que esta planificación no es contradictoria con la autogestión de los trabajadores de sus unidades productivas: mientras la decisión de transformar una planta de automóviles en una que produzca autobuses y tranvías sea tomada por el conjunto de la sociedad, a través del plan, la organización interior y el funcionamiento de la planta debe ser manejada democráticamente por sus propios trabajadores. Ha habido mucha discusión sobre el carácter «centralizado» o «descentralizado» de la planificación, pero podría argumentarse que el problema real es el del control democrático del plan, en todos sus niveles, local, regional, nacional, continental y, esperanzadamente, internacional: los problemas ecológicos como el calentamiento global son planetarios y sólo pueden enfrentarse a una escala global. Se podría llamar a esta proposición la planificación democrática global; esto es en verdad lo opuesto a lo que normalmente se describe como «planificación central», ya que las decisiones económicas y sociales no son tomadas por cualquier «centro», sino democráticamente decididas por la población involucrada.
Por supuesto, habrá inevitablemente tensiones y contradicciones entre centros autogestionados o las administraciones democráticas locales, y grupos muy amplios de «personas involucradas». Los mecanismos de negociación pueden ayudar a resolver muchos de tales conflictos, pero finalmente aquéllos directamente interesado, si son la mayoría, tienen el derecho para imponer sus puntos de vista. Para dar un ejemplo imaginario: una fábrica auto-administrada decide tirar sus desperdicios tóxicos en un río. La población de una región entera se encuentra en peligro de ser contaminada: puede, por consiguiente, después de un debate democrático, decidir que la producción en esta unidad debe discontinuarse, hasta que una solución satisfactoria se encuentre en el control de desechos. Esperanzadamente, en una sociedad ecosocialista, los obreros de la fábrica tendrán una consciencia bastante ecológica para evitar tomar decisiones que son peligrosas para el ambiente y la salud de la población local… Esto no significa, sin embargo, que la solución a los problemas acerca de la dirección interior de la fábrica, la escuela, el barrio, el hospital, o el pueblo, no será tomada en sus manos por los trabajadores locales o los habitantes directamente involucrados.
La planificación socialista, por consiguiente, está conectada con las bases mediante un debate democrático y pluralista, en todos los niveles donde las decisiones serán tomadas: diferentes propuestas se someten a las personas interesadas, en la forma de partidos, plataformas, o en cualquier otro movimiento político, y se eligen delegados que están de acuerdo con determinadas posiciones. Sin embargo, la democracia representativa debe completarse -y corregirse- por la democracia directa, en la que las personas elijan directamente -a nivel local, nacional y, más tarde, global- entre las opciones mayoritarias: ¿debe ser el transporte público libre? ¿Deben pagar los dueños de automóviles privados impuestos especiales para subvencionar al transporte público? ¿Debe subvencionarse la energía solar -producida para competir con la energía de fósiles? ¿Deben reducirse las horas de trabajo por semana a 30, 25 o menos, aún cuando esto significa una reducción de la producción? La naturaleza democrática de la planificación no es contradictoria con la existencia de expertos, pero su papel no es decidir sino presentar sus puntos de vista -a menudo diferente, si no contradictorios- a la población, para hacer una mejor elección de soluciones. Como Ernest Mandel escribió: «Los gobiernos, partidos, científicos, tecnócratas o quienquiera puede hacer sugerencias, presentándolas como superiores a las demás, tratando de influir en las personas. (…) Pero bajo un sistema multipartidista, tales propuestas nunca serán unánimes: las personas tendrán la opción de elegir entre alternativas coherentes. Y el derecho y el poder de decidir debe estar en las manos de la mayoría de productores/consumidores/ciudadanos, y de nadie más. ¿Qué hay de paternalista o despótico en todo esto?» [15]
¿Qué garantía hay de que las personas tomarán las decisiones ecológicas correctas, incluso al precio de dejar algunos de sus hábitos de consumo? No hay tal «garantía», pero otra cosa es que se apueste en la racionalidad de las decisiones democráticas, una vez que el poder del fetichismo de las mercancías esté roto. Por supuesto, los errores que se cometan serán responsabilidad de las decisiones populares, pero ¿quién cree que los expertos no cometen errores? No se puede imaginar el establecimiento de semejante nueva sociedad sin que la mayoría de la población haya logrado, por sus luchas, su auto-educación, y por su experiencia social, un nivel alto de conciencia socialista/ecologista, y esto hace razonable suponer que los errores -incluso decisiones que son inconsistentes con las necesidades medioambientales- se corregirán. [16] En todo caso, ¿no son las alternativas examinadas -el mercado ciego o una dictadura ecológica de «expertos»- mucho más peligrosa que el proceso democrático, con todas sus contradicciones?
Es verdad que la planificación requiere de la existencia de cuerpos ejecutivos y técnicos, encargados de llevar a la práctica lo que se ha decidido, pero si ellos están bajo el control democrático permanente desde abajo, no serán necesariamente más autoritarios que, digamos, la administración de los servicios de una oficina de correos. La experiencia del presupuesto participativo en Brasil, en un nivel local e incluso provinciano, es, pese a sus limitaciones obvias, un ejemplo interesante de tales prácticas democráticas directas. Por supuesto, uno no puede esperar que la mayoría de las personas desperdicien todo su tiempo libre en la autogestión o en reuniones participativas; como Ernest Mandel comentó, «la auto-administración no trae consigo la desaparición de la delegación, combina decisión-ejecución por los ciudadanos con un control más estricto por su respectivo electorado de los delegados». [17]
No hay espacio aquí para una discusión detallada de otras concepciones de planificación, como la del «socialismo de mercado», la ecología social (Murray Bookchin), etc. Con todo, agrego sólo unas palabras sobre Michael Albert y su «economía participativa», que ha sido objeto de algún debate en el movimiento de Justicia Global. Esta concepción tiene algunos rasgos en común con la aquí expuesta -la planificación eco-socialista como oposición al mercado capitalista y a la planificación burocrática, una confianza en la auto-organización de los trabajadores, el anti-autoritarismo. No obstante, hay algunas limitaciones serias en esta propuesta que parece ignorar la ecología y asimila «socialismo» al modelo soviético burocrático/centralizado.
La idea de Michael Albert de la planificación participativa está basada en una construcción institucional compleja: «Los participantes de la planificación participativa son los consejos de los trabajadores y las federaciones, los consejos de los consumidores y las federaciones, y varias Tablas de Iteración Facilitadoras (IFBs). Conceptualmente, afirma, el procedimiento de la planificación es bastante simple. Un IFB anuncia lo que podemos llamar «precios indicativos» para todos los bienes, recursos, categorías de trabajo y capital. Los consejos de consumidores y las federaciones responden con propuestas de consumo que toman en cuenta los precios indicativos de los bienes y servicios finales como estimaciones de sus costos sociales. Los consejos de los trabajadores y las federaciones responden con propuestas de producción en donde enlistan los rendimientos (outputs) que podrían tener y los costos (inputs) que necesitarían para producirlos, de nuevo, tomando los precios indicativos como estimaciones de los beneficios sociales de los rendimientos y los verdaderos costos de los recursos requeridos. Un IFB entonces calcula el exceso de demanda o provee cada bien y ajusta el precio indicativo para una correcta alza, o baja, a la luz del exceso de demanda u oferta, y de acuerdo con los socialmente acordados algoritmos. Usando los nuevos precios indicativos, los consejos y federaciones de consumidores y trabajadores revisan y replantean sus propuestas. (…) En lugar de la regla sobre los trabajadores por parte de los capitalistas o por los coordinadores, la economía participativa es una economía en la que los trabajadores y consumidores determinan sus opciones económicas y beneficios por ellos mismos, de maneras que promueven equidad, solidaridad, diversidad, y autogestión.» [18]
El problema principal con esta concepción -que, por cierto, no es «bastante simple» sino extremadamente elaborada y a veces bastante oscura- es que parece reducir la «planificación» a una clase de negociación entre productores y consumidores sobre el problema de precios, costos y rendimientos, suministros y demandas. Por ejemplo, el consejo de trabajadores de la rama de la industria del automóvil productor se encontraría con el consejo de consumidores para discutir precios y adoptar los costos necesarios. Lo que queda fuera es precisamente lo que constituye el problema principal de la planificación ecosocialista: una reorganización del sistema de transporte, reduciendo radicalmente el lugar del automóvil privado. Desde la perspectiva del ecosocialismo se requiere que ramas enteras de la industria desaparezcan -las centrales nucleares, por ejemplo- y la inversión se canalice hacia pequeñas o casi inexistentes ramas (de la energía solar, por ejemplo), ¿cómo puede tratarse esto a través de «negociaciones cooperativas» entre las existentes unidades de producción y los consejos del consumidor sobre «entradas» (inputs) y «precios indicativos»? El modelo de Albert refleja la estructura tecnológica y productiva existente, y es demasiado «economicista» para tener en cuenta los intereses globales, socio-políticos, y socio-ecológicos de la población, los intereses de los individuos, como ciudadanos y como seres humanos, los cuales no pueden reducirse a sus meros intereses económicos como productores y consumidores. Además, omite no sólo al Estado como una institución -una opción respetable- sino a la política como la confrontación, a nivel de sociedades globales, de diferentes opciones económicas, sociales, políticas, ecológicas, culturales y civilizatorias. El pasaje del «progreso destructivo» capitalista al socialismo es un proceso histórico, una transformación revolucionaria permanente de la sociedad, la cultura y las mentalidades -y la política en el sentido justamente definido, no puede ser sino central en este proceso. Es importante dar énfasis, además, a que semejante proceso no puede empezar sin una transformación revolucionaria de las estructuras sociales y políticas, y el apoyo activo, de la inmensa mayoría de la población, de un programa ecosocialista. El desarrollo de la conciencia socialista y el conocimiento ecológico es un proceso, en el cual el factor decisivo es la propia experiencia colectiva de lucha de la propia gente, de las confrontaciones locales y parciales para el cambio radical de la sociedad.
Esta transición no sólo llevaría a un nuevo modo de producción y a una igualitaria y democrática sociedad, sino también a un modo alternativo de vida, a una nueva civilización ecosocialista, más allá del reino del dinero, más allá de los hábitos de consumo artificialmente producidos por la publicidad, y más allá de la producción ilimitada de mercancías que son inútiles y/o perjudiciales para el entorno natural. Algunos ecologistas creen que la única alternativa al productivismo es detener totalmente el crecimiento, o reemplazarlo por un crecimiento negativo -eso es lo que en francés se llama el décroissance- y una drástica reducción al nivel excesivamente alto de consumo de la población, cortando por la mitad el gasto de energía, renunciando a las casas individuales, a la calefacción central, a lavar con máquinas, etc. Desde estas y otras similares medidas de austeridad draconiana, que corren el riesgo de ser bastante impopulares, algunos de ellos juegan con la idea de una especie de «dictadura ecológica». [19]
Contra tales visiones pesimistas, los socialistas optimistas creen que el progreso técnico y el uso de fuentes renovables de energía permitirán un crecimiento ilimitado y la abundancia, para que cada uno pueda recibir «según sus necesidades.» Me parece que estas dos tendencias comparten una concepción completamente cuantitativa -positiva o negativa- del «crecimiento», o del desarrollo de las fuerzas productivas. Hay una tercera posición que me parece más apropiada: una transformación cualitativa del «desarrollo». Esto significa poner fin al monstruoso desperdicio de recursos por el capitalismo, el cual está basado en la producción, en una extensa escala, de productos inútiles y/o perjudiciales: la industria de los armamentos es un buen ejemplo de ello, pero una gran parte de los «bienes» producidos en el capitalismo -con su programada obsolescencia- no tiene otra utilidad que la de generar ganancias para las grandes corporaciones. El problema no es ningún «consumo excesivo» en abstracto, sino en el tipo prevaleciente de consumo, basado en la conspicua apropiación, el desperdicio masivo, la alienación mercantil, la acumulación obsesiva de bienes, y la adquisición compulsiva de pseudo-novedades impuesta por la «moda». Una nueva sociedad orientaría la producción hacia la satisfacción de necesidades auténticas y empezaría con aquellas que podrían describirse como «bíblicas» -agua, comida, vestido, alojamiento-, pero incluyendo también los servicios básicos: salud, educación, transporta, cultura. Obviamente, los países del Sur, donde estas necesidades están muy lejos de estar satisfechas, necesitarán un nivel más alto de «desarrollo» -construyendo ferrocarriles, hospitales, sistemas del alcantarillado, y más infra-estructura- que los industriales avanzados. Pero no hay ninguna razón de por qué esto no puede lograrse con un sistema productivo que sea cuidadoso del entorno natural y basado en energías renovables. Estos países necesitarán producir grandes cantidades de comida para nutrir a su población hambrienta, pero esto puede lograrse mucho mejor -como los movimientos de campesinos organizados a nivel mundial en la red mundial de Vía Campesina ha estado argumentando durante años- por un agricultura campesino biológica basada en la unidad familiar, cooperativas o granjas colectivistas, en lugar de los métodos destructivos y anti-sociales de los agro-negocios industrializados, basados en el uso intensivo de pesticidas, químicos y Organismos Genéticamente Modificados (OGM). En lugar del monstruoso sistema actual de la deuda y de la explotación imperialista de los recursos del Sur por los países capitalistas industriales, habría un flujo de ayuda técnica y económica del Norte al Sur, sin necesidad -como algunos ecologistas puritanos y ascéticos parecen creer- de que la población en Europa o América del Norte «reduzca su norma de vivir»: ellos sólo se librarán del consumo obsesivo, inducido por el sistema capitalista, de artículos inútiles que no corresponden con una necesidad real, mientras se redefinen los significados de las normas del vivir que connote un estilo de vida realmente más humanamente rico, mientras consuma menos.
¿Cómo distinguir las necesidades auténticas de las artificiales, las provisionales de las falsas? Estas últimas son inducidas por la manipulación mental, es decir, por la publicidad. El sistema de publicidad ha invadido todas las esferas de vida humana en las sociedades capitalistas modernas: no sólo la nutrición y el vestido, sino los deportes, la cultura, la religión y la política se configuran según sus reglas. La publicidad ha invadido nuestras calles, cajas del correo, pantallas de televisión, periódicos, paisajes, de una manera permanente, agresiva e insidiosa, contribuyendo de manera decidida en los hábitos de consumo conspicuo y compulsivo. Es más, la publicidad gasta una cantidad astronómica de gasolina, electricidad, tiempo de trabajo, papel, químicos, y muchos otros materiales -todos pagados por los consumidores- en una rama de «producción» que no sólo es inútil, desde un punto de vista humano, sino directamente en contradicción con las necesidades realmente sociales.
Mientras la publicidad es una dimensión indispensable de la capitalista economía de mercado, ésta no tendría ningún lugar en una sociedad en transición hacia el socialismo, donde sería reemplazada por la información sobre los bienes y servicios proporcionados por asociaciones del consumidor. El criterio para distinguir una necesidad auténtica de una artificial, persistirá después de la supresión de la publicidad (¡de la Coca Cola!). Por supuesto, durante algunos años, los viejos hábitos de consumo continuarán, y nadie tiene el derecho de decirle a las personas lo que sus necesidades son. El cambio en los modelos de consumo es un proceso histórico, así como un desafío educativo.
Algunos artículos, como el automóvil individual, suscitan problemas más complejos. Los automóviles privados son una molestia pública, matan y mutilan a centenares de mil de personas anualmente a escala mundial, contaminando el aire en las grandes ciudades -con consecuencias horribles para la salud de los niños y de las personas más viejas- y contribuyendo significativamente en el cambio climático. Sin embargo, ellos responden a una necesidad real, transportando a las personas al trabajo, a sus casas o al ocio. Experiencias locales en algunos pueblos europeos, con administraciones ecológicamente dispuestas, muestran que es posible -y aprobado por la mayoría de la población- limitar progresivamente la circulación de una parte de automóviles individuales, promoviendo el uso de autobuses y tranvías. En un proceso de transición al ecosocialismo, donde el transporte público -sobre o bajo tierra- se extendería inmensamente y libre de cargo para los usuarios, y donde los caminantes y los usuarios de bicicletas tendrían sendas protegidas, el automóvil privado tendría un papel muy más pequeño que el que tiene en la sociedad burguesa, donde se ha vuelto un fetiche -promovido por la publicidad, insistente y agresiva-, un símbolo de prestigio, una seña de identidad -en EE.UU. la licencia de conducir es el documento de identificación reconocido- así como el centro de la vida personal, social o erótica. [20]
Será mucho más fácil, en la transición a una nueva sociedad, para reducir drásticamente el transporte de bienes por camiones, responsables de accidentes terribles y altos niveles de polución, reemplazarlos por el tren, o por eso que en francés se llama ferroutage (camiones transportados en trenes de una ciudad a otra): sólo la lógica absurda capitalista y «competitiva» explica el crecimiento peligroso del sistema-camión.
Sí, responderán los pesimistas, pero los individuos son movidos por aspiraciones y deseos infinitos, que tienen que ser controlados, vigilados, contenidos, y si es necesario, reprimidos, y esto puede implicar algunas limitaciones en la democracia. Pero el ecosocialismo está basado en una apuesta que ya era la de Marx: la del predominio, en una sociedad sin clases y liberada de la alienación capitalista, del «ser» por encima del «tener», es decir: del tiempo libre para el logro personal en actividades culturales, lúdicas, deportivas, científicas, eróticas, artísticas y políticas, en lugar del deseo de posesión infinita de productos. La posesividad compulsiva es inducida por el fetichismo de la mercancía inherente al sistema capitalista, por la ideología dominante y por la publicidad: nada demuestra que es una parte de cierta » eterna naturaleza humana», como el discurso reaccionario quiere que creamos. Como Ernest Mandel enfatizaba: «La continua acumulación de cada vez más mercancías (con una declinante «utilidad marginal») no significa ningún medio universal ni, mucho menos, una predominante conducta humana. El desarrollo de talentos e inclinaciones para su propio bien; la protección de la salud y la vida; el cuidado de los niños; el desarrollo de ricas relaciones sociales (…) todos esto se vuelven motivaciones mayores una vez que las necesidades materiales básicas han sido satisfechas». [21]
Como hemos insistido, esto no significa que no habrá conflictos, particularmente durante el proceso de transición, entre las exigencias para la protección del medio ambiente y las necesidades sociales, entre los imperativos ecológicos y la necesidad de infra-estructura básica en vías de desarrollo, particularmente en los países pobres, entre los hábitos populares de consumo y la escasez de recursos. ¡Una clase menos en la sociedad no significa tener una sociedad sin contradicciones y conflictos! Éstas son inevitables: será la tarea de la planificación democrática, en una perspectiva ecosocialista, liberada de los imperativos del Capital y la producción de ganancias, resolverlas, por una abierta y plural discusión que conduzca a la toma de decisiones por la propia sociedad. Tales bases y la democracia participativa son la única manera, no de evitar errores, sino de permitir la auto-corrección, por la colectividad social, de sus propios errores. ¿Es esto una Utopía? En su sentido etimológico -«algo que no existe en ninguna parte»-, ciertamente. ¿Pero no son las utopías, es decir: las visiones de un futuro alternativo, las imágenes-deseo de una sociedad diferente, un rasgo necesario de cualquier movimiento que quiere desafiar el orden establecido? Cuando Daniel Singer explicó en su testamento literario y político, ¿Cuál Millenium?, en un poderoso capítulo titulado «Utopía Realista», «si el establishment parece ahora tan sólido, a pesar de las circunstancias, y si el movimiento obrero o la izquierda más amplia están tan lisiadas, tan paralizadas, esto es debido al fracaso de ofrecer una alternativa radical. (…) El principio básico del juego es que no se cuestionan los principios del sistema ni los fundamentos de la sociedad. Sólo una alternativa global, rompiendo con esas reglas de resignación y de rendición, puede dar al movimiento de emancipación un alcance genuino». [22]
La utopía socialista y ecológica es sólo una posibilidad objetiva, no el resultado inevitable de las contradicciones del capitalismo, o de «las leyes férreas de la historia». No se puede predecir el futuro, a excepción de que sea en términos condicionales: en ausencia de una transformación ecosocialista, de un cambio radical en el paradigma civilizatorio, la lógica del capitalismo llevará al planeta a desastres ecológicos dramáticos, amenazando la salud y la vida de billones de seres humanos, y quizás incluso la supervivencia de nuestras especies. * * *
Soñar, y luchar, por un socialismo verde, o, según algunos, un comunismo solar, no significa que no se debe luchar en concreto por reformas urgentes. Sin ninguna ilusión en un «capitalismo limpio», se debe intentar ganar tiempo e imponer, en la medida de lo posible, algunos cambios elementales: la prohibición del HCFCs que está destruyendo la capa de ozono, una moratoria general sobre los OGM, una reducción drástica en la emisión de gases que provocan el efecto invernadero, el desarrollo de transporte público, la imposición de impuestos a los automóviles contaminantes, el reemplazo progresivo de camiones por trenes, una regulación severa de la industria de la pesca, así como del uso de pesticidas y químicos en la producción agro-industrial. Éstos, y problemas similares, están en el corazón de la agenda del movimiento de Justicia Global, y de los Foros Sociales Mundiales, en un nuevo y decisivo desarrollo que ha permitido, desde Seattle en 1999, la convergencia de movimientos sociales y medioambientales en una lucha común contra el sistema.
Estas urgentes demandas eco-sociales pueden llevar a un proceso de radicalización, a condición de que no se acepte limitar los objetivos de acuerdo a las exigencias del «capitalismo de mercado» o de la «competitividad». Según la lógica de lo que los marxistas llaman un «programa de transición», cada victoria pequeña, cada avance parcial lleva inmediatamente a una demanda más alta, a un objetivo más radical. Tales luchas alrededor de problemas concretos es importante, no sólo porque las victorias parciales son bienvenidas, sino también porque ellas contribuyen a elevar la conciencia ecológica y socialista, y porque promueven la actividad y auto-organización desde abajo: ambas pre-condiciones decisivas y necesarias para una radical, es decir, revolucionaria, transformación del mundo. Experiencias locales como las áreas liberadas de automóviles en varias poblaciones de Europa, las cooperativas agrícolas orgánicas lanzadas por el movimiento del campesinado brasileño (MST), o los presupuestos participativos en Porto Alegre y, por unos años, en el estado brasileño de Río Grande do Sul (bajo el Gobernador Olivio Dutra del PT), son ejemplos limitados, pero interesantes del cambio social/ecológico. Permitiendo a las asambleas locales decidir las prioridades del presupuesto, Porto Alegre era -hasta que la izquierda perdió la elección municipal del 2002- quizás la experiencia más atractiva de la «planificación desde abajo», a pesar de sus limitaciones. [23]
Ha habido también unas cuantas medidas progresivas tomadas por algunos gobiernos nacionales, pero en general la experiencia de las coaliciones de izquierda/centro o de izquierda/verde en Europa o en América Latina han sido más bien decepcionantes, permaneciendo firmemente dentro de los límites de una política social-liberal de adaptación a la globalización capitalista.
No habrá ninguna transformación radical a menos que las fuerzas comprometidas con un programa socialista radical y ecológico lo vuelvan hegemónico, en el sentido gramsciano de la palabra. El tiempo está trabajando para el cambio, porque la situación global del ambiente está poniéndose peor y peor, y las amenazas son cada vez más cercanas. Pero el tiempo también corre muy rápido en contra, porque dentro de algunos años -nadie puede decir cuántos- el daño puede ser irreversible.
No hay ninguna razón para el optimismo: las élites gobernantes atrincheradas en el sistema son increíblemente poderosas, y las fuerzas de oposición radical todavía son demasiado pequeñas. Sin embargo, éstas son la única esperanza de que el curso catastrófico del «crecimiento» capitalista pueda detenerse. Walter Benjamín definió a las revoluciones no como las locomotoras de la historia, sino como la humanidad que alcanza a jalar el freno de seguridad para detener el tren antes de que se vaya al abismo… [24]
Notes
1. Karl Marx, Das Kapital, Vomume 1, Berlin: Dietz Verlag, pp. 529-530. Para un importante análisis de la lógica destructiva del Capital, ver: Joel Kovel, The Enemy of Nature. The End of Capitalism or the End of the World ?, New York,; Zed Books, 2002.
2. James O’Connor, Natural Causes. Essays in Ecological Marxism, New York: The Guilford Press, 1998, pp. 278, 331.
3. John Bellamy Foster usa el concepto de «revolución ecológica», pero argumenta que «una revolución ecológica global digna de tal nombre sólo puede ocurrir como parte de una extensa y social -e insisto, socialista- revolución. Tal revolución (…) demandaría, como Marx insistió, que los productores asociados regulen racionalmente la humana relación metabólica con la naturaleza. (…) Podría tomar su inspiración de William Morris, uno de los más originales y ecologistas seguidores de Karl Marx, hasta Gandhi, y de otras figuras radicales, revolucionarias y materialistas, incluyendo al propio Marx, extendiéndose hasta Epicuro.» («Organizing Ecological Revolution», Monthly Review, 57.5, October 2005, pp. 9-10).
4. Para una crítica ecosocialista de la «realmente existente ecopolítica» -la economía verde, la ecología profunda, el bioregionalismo, etc.-, ver el mencionado libro de Joel Kovel, Enemy of Nature ch. 7.
5. Richard Smith, «The Engine of Eco Collapse», Capitalism, Nature and Socialism, vol. 16, n° 4, december 2005; p.31, 33.
6. Ver: John Bellamy Foster, Marx’s Ecology. Materialism and Nature, New York, Monthly Review Press, 2000.
7. F. Engels, Anti-Dühring, Paris, Ed. Sociales, 1950, p. 318.
8. R.Smith, Ibid. p. 35.
9. K.Marx, Das Kapital, Berlin, Dietz Verlag, 1968, vol. III, p. 828, vol. I, p. 92. Se pueden encontrar problemas similares en el marxismo contemporáneo; por ejemplo, Ernest Mandel argumentó por una «democráticamente-centralizada planificación bajo un Congreso nacional de consejos compuestos en su gran mayoría de verdaderos trabajadores.». («Economics of Transition Period», in 50 Years of World Revolution, Pathfinder Press, 1971, p. 286). En sus últimos escritos se refiere más bien a «productores/consumidores».
10. Ernest Mandel definió la planificación en los siguientes términos: «Una economía gobernada por un plan implica… que esa sociedad, relativamente escasa de recursos, no los aporta ciegamente («a espaldas del productor-consumidor») por obra de la ley de valor sino que son asignados de manera consciente según las prioridades previamente establecidas. En una economía de transición donde la democracia socialista prevalece, la masa de trabajadores democráticamente determina esta elección de prioridades». («Economics of Transition Period», p. 282).
11. «Desde el punto de vista de la masa de trabajadores, los sacrificios impuestos por la arbitrariedad burocrática no son más ni menos ‘aceptables’ que los sacrificios impuestos por los mecanismos ciegos del mercado. Éstos representan sólo dos formas diferentes de la misma alienación»(«Economics of Transition Period», p. 285). Vamos a citar a menudo los escritos de Ernest Mandel porque él es el más articulado teórico socialista de la planificación democrática. Pero debe decirse que hasta el final de la década de 1980 él no consideró el problema ecológico como un problema central de sus argumentos económicos.
12. En su notable y reciente libro sobre el socialismo, el economista marxista Claudio Katz dio énfasis a esa planificación democrática, dirigida desde abajo por la mayoría de la población, «no es lo mismo la absoluta centralización, la total estatización, el comunismo de guerra o a economía de mando. La transición requiere la primacía de la planificación sobre el mercado, pero no la supresión de las variables del mercado. La combinación entre ambas debe adaptarse a cada caso y a cada país». Sin embargo, «el objetivo del proceso socialista no es guardar un equilibrio inalterado entre el plan y el mercado, sino promover una desaparición progresiva de la posición del mercado». (C.Katz, El porvenir del Socialismo, Buenos Aires, Herramienta/Imago Mundi, 2004, pp,. 47-48.
13. Anti-Dühring, p. 349.
14. Joel Kovel, Enemy of Nature, p. 215.
15. E.Mandel, Power and Money, p. 209.
16. Ernest Mandel observó: «Nosotros no creemos que ‘la mayoría siempre tiene la razón’ (…). Todos cometemos errores. Esto será ciertamente verdad en la mayoría de ciudadanos, en la mayoría de los productores, y en la mayoría de los consumidores igualmente. Pero habrá una diferencia básica entre ellos y sus predecesores. En cualquier sistema de poder desigual (…) esos que toman las decisiones malas sobre la asignación de recursos raramente son aquéllos que pagan por las consecuencias de sus errores (…). Proporcionando una real democracia política, así como una verdadera opción cultural e información, es difícil creer que la mayoría preferiría ver sus bosques morirse (…) o sus hospitales con personal escaso, en lugar de corregir rápidamente sus asignaciones equivocadas». («In defense of socialist planning», New Left Review, n° 159, October 1986, p. 31.)
17. E.Mandel, Power and Money, p. 204.
18. Michael Albert, Participatory Econopmics. Life After Capitalism, London, Verso, 2003, ch. 9.
19. Ernest Mandel era escéptico de los rápidos cambios en los hábitos del consumidor, tal como el del automóvil privado: «Si, a pesar de cada argumento medioambiental, [los productores y consumidores] quieren mantener el predominio del automóvil privado y continuar contaminando sus ciudades, ese sería su derecho. Los cambios duraderos en las orientaciones del consumidor son generalmente lentos -puede haber alguien que crea que los trabajadores en los Estados Unidos abandonarán su dependencia al automóvil al día después de una revolución socialista». («In defense of socialist planning», p. 30). Mientras Mandel tiene razón insistiendo en que los cambios en los modelos del consumo no será impuestos, él seriamente infravalora el impacto que un sistema extenso, público y gratuito de los transportes tendría, así como la aceptación de la mayoría de los ciudadanos -que sucede ya hoy, en varias grandes ciudades europeas- para medidas que restringen la circulación automovilística.
20. Ernest Mandel, Power and Money. A Marxist Theory of Bureaucracy, London, Verso, 1992, p. 206.
21. D. Singer, Whose Millenium ? Theirs or Ours ? New York, Monthly Review Press, 1999, pp. 259-260.
22. Ver: S. Baierle, «The Porto Alegre Thermidor», in Socialist Register 2003.
23. Walter Benjamin, Gesammelte Schriften, Vomume I/3, Frankfurt: Suhrkamp, 1980, p. 1232.