Hace mucho, cuando ejercía de editor de revistas, solía recurrir a los servicios de un excelente pintor que, como apenas vendía cuadros, aceptaba encargos como ilustrador. Era un lujo contar con él. Le encargaba cuatro trazos rápidos sobre cualquier asuntillo de actualidad y me mandaba auténticas obras de arte, dignas de enmarcarse. Aquel pintor nunca […]
Hace mucho, cuando ejercía de editor de revistas, solía recurrir a los servicios de un excelente pintor que, como apenas vendía cuadros, aceptaba encargos como ilustrador. Era un lujo contar con él. Le encargaba cuatro trazos rápidos sobre cualquier asuntillo de actualidad y me mandaba auténticas obras de arte, dignas de enmarcarse.
Aquel pintor nunca tuvo el éxito que habría merecido -quizá algún día lo obtenga post mortem– porque era sólo un gran pintor. Las implacables reglas de la mercadotecnia, de las relaciones públicas y de la coba al poder le venían muy grandes.
No es que las despreciara. Ni siquiera las entendía.
Para ser un pintor de éxito no basta con ser un buen pintor. Ni siquiera es imprescindible ser un buen pintor. Hay que contar, eso sí, con los padrinos adecuados -o las madrinas adecuadas-, tener los contactos mediáticos pertinentes y pasear solícito por los salones que frecuenta la gente que conviene. Si sabes venderte, te compran.
Esto que digo sobre el gremio de la pintura podría aplicarse a cualquier otro escenario artístico. A los platós, por ejemplo.
Fernando Fernán-Gómez, cuya talla multifacética ahora todo el mundo pondera, también se vio muchas veces abocado a aceptar trabajos que le venían pequeños, o raros. Si se hubiera amoldado sin chistar a las exigencias del show business, repartiendo sonrisas y abrazos a diestro y siniestro, según la norma, otro gallo le habría cantado. Pero el genio tenía genio. Había demasiadas bobadas que le tocaban las narices, y lo decía. Lo cual se paga. (O no se ingresa, que viene a ser lo mismo.)
Hay gente que cree que los grandes artistas hacen gala de su integridad no aceptando sino encargos a la altura de su mucho talento. Qué va. La integridad, cuando es real, impregna la vida entera. Rara vez se ve en los escaparates. Puede demostrarse incluso luciendo menos, renunciando a triunfar más, resignándose a trabajar en lo que sale. Es un precio que hay que pagar en ocasiones para no perder la libertad de mandar a los plastas a la mierda.
Para mí que Fernán-Gómez les ha resultado incómodo incluso muerto. ¡Y no digamos con esa bandera por encima!