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Su vida resume la de tantos militantes comunistas de esa generación

López Raimundo, el retorno de la libertad

Fuentes: Rebelión

Cuando, en la noche del 19 de noviembre pasado, se dispersaron los centenares de personas que se habían acercado a la Plaza de Sant Jaume para dar el último adiós a Gregorio López Raimundo, tras escuchar las palabras de algunos de sus camaradas del PSUC y oír en silencio los versos de Neruda y las […]

Cuando, en la noche del 19 de noviembre pasado, se dispersaron los centenares de personas que se habían acercado a la Plaza de Sant Jaume para dar el último adiós a Gregorio López Raimundo, tras escuchar las palabras de algunos de sus camaradas del PSUC y oír en silencio los versos de Neruda y las sobrecogidas líneas del Campo de los Almendros, de Max Aub, todos sabían que se despedían de uno de los más relevantes protagonistas de la lucha por la la libertad y el socialismo que han tenido Cataluña y España en el siglo XX. La sencillez y la modestia de López Raimundo parecía siempre desmentir la trascendental aportación de esa generación de militantes comunistas que parecían de acero, dispuestos siempre a arrostrar los mayores sacrificios, aunque eran también profundamente humanos, solidarios, amigos, cercanos al sufrimiento de los más débiles, comprometidos, trabajadores.

Esa misma generación que había sido derrotada en la guerra civil española, esos militantes que, pese a ello, nunca se dieron por vencidos, han sido lo más digno que ha dado España. Las palabras de Max Aub, en el momento triste de la victoria del fascismo, en 1939, los retratan. («Estos que ves ahora desechos, maltrechos, furiosos, aplanados, sin afeitar, sin lavar, cochinos, sucios, cansados, mordiéndose, hechos un asco, destrozados, son, sin embargo, no lo olvides, hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España (…) Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo. No es hermoso. Pero es lo mejor del mundo»).

Gregorio López Raimundo había abandonado Barcelona en la tarde del 26 de enero de 1939, cuando las tropas fascistas ya habían ocupado buena parte de la ciudad entrando desde el Llobregat, por la Diagonal (entonces, avenida del 14 de abril), bajando desde Sant Pere Màrtir y desde las laderas de Collserola. Era el final, porque ese mismo día -en cuyas primeras horas los combativos jóvenes comunistas de las JSU aún intentaban levantar barricadas en la Bonanova para frenar el avance franquista- las tropas legionarias ocuparían la ciudad, y Barcelona pasaría de ser la capital de la República a convertirse en una ciudad fascista. Fue un golpe demoledor, que anunciaba el final de la guerra, la derrota. Entre aquellos jóvenes que no se habían rendido (que nunca se rendirían, pese al avance en esos años del fascismo y del nazismo en Europa) y que se dirigían hacia el norte, dispuestos a seguir luchando, estaba Gregorio López Raimundo. Esa misma noche, se había despedido de sus padres, sin saber que, aunque los volvería a ver en los locutorios de las prisiones franquistas, no podría abrazarlos hasta quince años después.

Su vida resume la de tantos militantes comunistas de esa generación. López Raimundo había llegado a Barcelona siete años atrás, en 1932, desde su Tauste natal, en los inicios de aquella esperanzada república de abril, y dos años después se incorporó a la actividad política, que, en 1936, le haría confluir en la fundación del PSUC, el partido de los comunistas catalanes. Su participación en la guerra civil, en el frente de Aragón, el esfuerzo por resistir que había reclamado Juan Negrín; la derrota, después el exilio en Francia, en América, una expatriación que duraría catorce años, culminarían, tras su retorno clandestino a España, en tres años en prisión y veinte años más de clandestinidad. La suya fue una vida difícil, llena de renuncias, libremente elegida, porque su pasión por la libertad y por el socialismo, su empeño por combatir a la dictadura fascista española, se convirtió para él y para muchos otros militantes en la razón más importante de sus vidas.

Su detención en julio de 1951, tras la huelga de tranvías que había estallado en marzo del mismo año, cuando López Raimundo llevaba varios años de estricta clandestinidad dirigiendo las organizaciones comunistas del PSUC, comportó su ingreso en prisión, la tortura, la entrada en aquellas cárceles del fascismo donde los presos pasaban frío y hambre, hasta el extremo de que competían entre sí para buscar pieles de naranja y de plátano entre las basuras. También, le supuso ser juzgado en un siniestro Consejo de Guerra, que se celebró en julio de 1952, junto con otros veintiséis militantes comunistas. Después, llegó la cárcel Modelo, la de Carabanchel, el penal de Ocaña, el de El Dueso. Una gran campaña de solidaridad mundial consiguió su libertad, aunque de nuevo tuvo que volver a exiliarse.

Vivió con plenitud en ese siglo XX, repleto de errores y derrotas, pero también de victorias y esperanzas. Entre ellas, estuvieron la alegría de la victoria en 1945, cuando las tropas nazis capitularon ante el Ejército rojo; la preocupación por Hiroshima y Nagasaki, la esperanza de que el final de la guerra trajese el hundimiento del régimen franquista, y, después, la evidencia de que el mundo empezaba un nuevo conflicto, y que, para Washington, muchos de los viejos enemigos nazis y el propio Franco serían útiles para su lucha global contra el comunismo. Llegaron después los largos años de combate clandestino, la muerte del dictador, el final de la dictadura, una libertad mediatizada pero conquistada a costa de sangre y sacrificios, y el difícil encaje en una nueva España que no ahorraría dificultades y fracasos. Y, años después, llegaría la división de su propio partido, el PSUC, los meses amargos del hundimiento del socialismo europeo, con sus luces y sombras, la dispersión y el abandono, pero también, otra vez, la paciente y difícil, pero imprescindible, reconstrucción de los instrumentos de la razón y la organización comunista.

Esos hombres y mujeres a quienes representa con dignidad Gregorio López Raimundo, dedicaron buena parte de sus vidas a imaginar el socialismo para hacerlo posible, trabajaron para hacer llegar a España la difícil y merecida libertad, aunque el nuevo poder que sustituyó al franquismo siga pretendiendo ocultar su esfuerzo con la leyenda y la mentira de una transición política supuestamente dirigida por Juan Carlos de Borbón. No hubo ningún monarca jugando el papel de «piloto del cambio», sino la exigencia de millones de españoles que reclamaban la libertad y la pusieron en marcha desde las fábricas y desde las calles, gracias al trabajo de mujeres y hombres como López Raimundo. Sin embargo, aunque se hayan celebrado algunos homenajes, esa Barcelona que le despedía el 19 de noviembre no es aún consciente de lo que debe a los militantes de la guerra civil y de la resistencia antifranquista. Tiempo habrá para hacerlo visible, para insistir en su ejemplo.

Una escena, entre tantas otras, puede ilustrar la emoción y la dignidad de la vida de López Raimundo, siempre consciente de su responsabilidad clandestina, de lo que él y tantos otros se jugaban, de su imprescindible papel en la historia de esta España. Es apenas un pequeño recuerdo, casi íntimo. El mismo López Raimundo recordó en sus memorias el momento de su primer retorno a Barcelona, tras la guerra civil, en el verano de 1947. Había atravesado la frontera con otro camarada, Céspedes, guiados por Gros, un minero comunista de Suria que había luchado contra los nazis en el territorio soviético ocupado, y por «Fernandel», un antiguo guardia civil que se había incorporado a la lucha contra el fascismo durante la guerra civil y que después luchó con los partisanos franceses en la Segunda Guerra Mundial. Gros y «Fernandel» formaban parte del equipo de guías que el PSUC y el PCE habían organizado para asegurar el contacto entre los dirigentes del exilio y la organización del interior, que luchaba en las difíciles condiciones de la clandestinidad, en esos años de plomo de los primeros tiempos del fascismo. Habían sido seleccionados entre los militantes más seguros, más firmes, capaces de resistir la tortura hasta la muerte antes que poner en peligro las vidas de otros camaradas. Durante un interminable viaje de dos semanas atravesaron Cataluña, caminando, desde Francia, para llegar a Barcelona. Entraron en ella en tren, para pasar más desapercibidos.

Pocos meses antes, habían sido detenidos los grupos guerrilleros del PSUC, y más de cien militantes fueron torturados, y Joaquim Puig Pidemunt, Ángel Carrero, Pere Valverde, y Numen Mestre, fusilados en febrero de 1949. Quienes llegaban sabían todo eso, pero seguían adelante. Céspedes, Antoni Gros, «Fernandel», López Raimundo, ésos eran los comunistas que volvían clandestinamente a España, dispuestos a seguir combatiendo por la libertad, con muchos otros, anónimos, imprescindibles, a quienes les debemos todo. Hoy sabemos que seguirían luchando durante toda su vida, hasta el final, contribuyendo no sólo a la conquista de la libertad, sino también a guardar la dignidad de todo un pueblo.

Tras dejar a Gros y a su inseparable metralleta en la estación de Sant Andreu, Gregorio López Raimundo siguió en el tren hasta la estación del Arco del Triunfo. Era uno más entre tantos comunistas, dijo después López Raimundo, pero nosotros sabemos que era uno de los más firmes, de los más dignos, de los más valientes, de aquellos que había retratado Max Aub: no lo olvides, hijo, no lo olvides nunca pase lo que pase, son lo mejor de España. Tantos años antes de que España consiguiera acabar con el fascismo, cuando él se disponía a hacerse cargo de la organización clandestina del PSUC, López Raimundo volvía, por fin, a casa, aunque supiese que no podía ni visitar a su familia. Había imaginado muchas veces su retorno, sabía que volvía a un país en manos de los carceleros, que llegaba a la España del hambre, del estraperlo y la venganza, de la corrupción de los vencedores, de los correajes falangistas, del incienso y la mentira en las sacristías y en las calles; había imaginado su retorno pensando que, al llegar a Barcelona, la emoción le haría besar la tierra de su querida ciudad, y, cuando el tren se detuvo y se dispuso a abrir la portezuela para bajar al andén y volver a pisar las calles, las manos le temblaban. Tal vez Gregorio López Raimundo no lo sabía entonces, pero en aquellas manos temblorosas traía la libertad.