En torno a la celebración del Día de la Tierra (22 de abril de cada año), me gustaría poner de relieve una cuestión de actualidad en plena crisis energética: las relaciones entre ecología y democracia. El filósofo ecologista André Gorz solía decir que el imperativo ecológico podía llevar a la sociedad tanto a un anticapitalismo […]
En torno a la celebración del Día de la Tierra (22 de abril de cada año), me gustaría poner de relieve una cuestión de actualidad en plena crisis energética: las relaciones entre ecología y democracia. El filósofo ecologista André Gorz solía decir que el imperativo ecológico podía llevar a la sociedad tanto a un anticapitalismo radical como a un fascismo verde. Es cierto que la magnitud de los retos que se nos plantean en este principio del siglo XXI nos aboca a realizar cambios profundos que cuestionan las bases de nuestras democracias. Pocos ecologistas dudamos de que una adaptación fallida al cambio climático o una salida inacabada de la era del petróleo barato puede suponer entrar en economías de guerra y sus consiguientes recortes de libertades y derechos democráticos. Es por tanto fundamental esbozar una reflexión sobre la vinculación entre ambos conceptos desde el punto de vista económico, social y político y plantear sus implicaciones en la praxis.
Desde el prisma de la bioeconomía -enfoque que considera el sistema económico como un subsistema de la biosfera-, se discute el modelo democrático representativo vigente por estar poco adaptado a una producción y un consumo sostenibles. Frente a los sistemas centralizados, elitistas y con fuertes jerarquías excluyentes, un modelo descentralizado y participativo es la forma más eficiente de satisfacer las necesidades vitales de la población. En este sentido, incluso el famoso y muy moderado informe Brundtland, que plasmó la definición actual del ‘desarrollo sostenible’, defiende que la mejor manera para alcanzarlo es la descentralización del control de los recursos y la transmisión del derecho de voz y voto a las comunidades locales.
A nivel social, la aceptación de cambios radicales en los modos de vida y la predominancia del interés general presente y futuro requieren una sociedad muy cohesionada y comprometida en la gestión de las políticas públicas. Garantizar la estabilidad y la permanencia de las grandes decisiones se convierte pues en la clave de una transición exitosa hacia una sociedad duradera. Por lo tanto, si queremos obtener consensos fuertes a largo plazo, el proceso democrático ha de basarse en la interrelación y participación activa de los ciudadanos y de las comunidades en las decisiones públicas diarias y plurianuales. En este sentido, Murray Bookchin y la ‘ecología social’ plantean la necesidad de un ‘compromiso social’ en las temáticas ambientales a través de nuevas formas de democracia directa, al igual que la interdependencia y la cooperación rigen de forma eficiente los ecosistemas y las relaciones entre especies.
Por supuesto, no se trata de idealizar la democracia local y participativa como transformadora o buena ‘per se’ para el medio ambiente y la sociedad en su conjunto. Si los procesos participativos no se vinculan a otras iniciativas como la concienciación y la educación o no integran en cada momento una visión global, nada apunta a que se pueda alcanzar una mejora automática del sistema vigente. Pero, ya que nos referimos a una imprescindible visión holística (véase el lema «pensar globalmente, actuar localmente»), seguramente haría falta dejar claro que para muchos ecologistas el ‘ecologismo’ es mucho más que la conservación romántica de la Naturaleza. Se trata ante todo de un proyecto político, humano y emancipador, es decir, un proyecto que pretende, desde la solidaridad y la justicia, aumentar la autonomía de los seres humanos y no humanos. En este marco no cabe duda de que existe una conexión intrínseca entre ecología y democracia. Dicho de otra manera, la democracia -preferentemente participativa- es para la ‘ecología política’ una condición necesaria, aunque no suficiente, para un proyecto transformador basado tanto en el respeto de los ecosistemas como en la justicia social y la libertad.
Este paseo rápido por la bioeconomía y la ecología social y política nos lleva a imaginar otras formas y estructuras eficientes de gobierno que permitan una democracia descentralizada, participativa y cooperativa. Sobre todo ahora que los conflictos ambientales se multiplican en España y Europa: ordenación del territorio y polémicos proyectos urbanísticos, la compleja gestión del agua, la proliferación de los transgénicos, la rarefacción del oro negro o los muy discutidos agrocombustibles. Las propuestas ya llevan unos cuantos años experimentándose en varias partes del mundo, pero por el poco interés que despiertan en nuestros gobernantes es necesario recordarlas de nuevo. Núcleos de Intervención Participativa (NIP), conferencias de consenso, iniciativas legislativas populares (de carácter local y europeo) o presupuestos participativos se perfilan como una parte del antídoto al elitismo, cientifismo y desarrollismo dominantes.
En cualquier caso, la crisis ecológica no nos dejará muchos Días de la Tierra más para reflexionar y actuar. Frente al riesgo de llegar a una economía de guerra y a regímenes autoritarios para administrarla, queda por saber si habrá inteligencia y voluntad política suficientes para evolucionar hacia nuevos modelos democráticos que permitan evitar la barbarie y apostar por la ecología.
*Florent Marcellesi es Coordinador nacional de Jóvenes Verdes ([email protected]).