Epílogo del libro de Eduard Rodríguez Farré y Salvador López Arnal, Casi todo lo que usted desea saber sobre los efectos de la energía nuclear en la salud y el medio ambiente. El Viejo Topo, Barcelona, 2008.
A comienzos del siglo XX Albert Einstein descubrió la ley de equivalencia de materia y energía, base de la energía nuclear. Era previsible que pronto a alguien se le ocurriría que esa ley daba la esperanza de una fuente indefinida de energía para usos humanos, dada la enorme magnitud del factor que multiplica la materia en la famosa fórmula E = m · c2 , donde el cuadrado de la velocidad de la luz (c2), medida en metros por segundo, es un 9 seguido de 16 ceros. Esta ley, en efecto, establece que de una masa de materia muy pequeña se puede obtener muchísima energía. Dice mucho sobre el alma humana (o al menos sobre el alma del hombre moderno) que la primera aplicación técnica de aquel descubrimiento fuera militar: la bomba atómica. Pero también dice mucho sobre las ilusiones de abundancia energética en que se ha mecido la humanidad durante los dos siglos de desarrollo industrial. Se vivía con la idea -implícita pero viva- de que la energía nunca sería un recurso escaso. Aunque se supiera que las reservas fósiles son finitas (cosa bien sabida por todo el mundo por lo menos desde finales del siglo XIX), se suponía que «algo se nos ocurrirá» cuando empiecen a agotarse. El orgullo humano por los avances técnicos era -y es- tan grande que a muchos les resulta impensable cualquier bloqueo de los mismos, sobre todo por una causa tan trivial como el suministro de energía. Tal vez por eso no se pensó, en un primer momento, que la energía del átomo podía ser la panacea contra cualquier posible escasez de energía.
Desde hace años se viene alertando de la finitud de las fuentes fósiles de energía. Pero hasta los primeros años del siglo XXI la alerta no ha sido tomada en serio por la inmensa mayoría de quienes toman las decisiones estratégicas: los grandes empresarios y los gobernantes. Estamos asistiendo hoy, a comienzos del 2007, a un salto cualitativo en la percepción del problema. En poco tiempo se han solapado dos fenómenos -la brusca subida del precio del petróleo y el consenso reconocido sobre la realidad y los peligros del efecto invernadero- que obligan a muchas revisiones, y en particular a revisar el uso masivo de energías fósiles.
Es justo en esta coyuntura cuando el establishment político y empresarial pierde los nervios y busca en el horizonte una solución a la inevitable escasez futura de energía. ¿Cuál es la que, de entrada, más les atrae? La nuclear, por supuesto. Resurge en el imaginario colectivo la imagen de una fuente inagotable de energía, tan abundante -como se dijo al comienzo del programa «Átomos para la paz»- que no harían falta contadores de electricidad. Energía que se puede obtener de la materia… Y si el uranio es escaso (se calcula que se agotará a la vuelta de 40 o 50 años al ritmo actual de consumo, y en menos años si éste aumenta), se echa mano de la energía de fusión, a partir de un hidrógeno abundante y ubicuo. La confianza en un suministro indefinido de energía no decae y busca nuevos asideros, con justificación o sin ella. La energía de fusión no produce apenas elementos radioactivos, y los pocos que produce son de corta vida. Pero para obtenerla se requieren condiciones tan extremas, temperaturas tan elevadas (y materiales que las resistan), que parecen hacerla prohibitiva. Sus propios partidarios no confían en que sea operativa (si llega a serlo) antes de 40 o 50 años.
Y de repente, tras un cuarto de siglo de parálisis de los programas electronucleares de centrales de uranio, se empiezan a proclamar las ventajas de esta fuente de energía, corriendo un tupido velo sobre las razones por las que se había producido esa parálisis. En el libro que la lectora o el lector tiene en sus manos encontrará datos de esta parálisis, que se resumen con los números siguientes: en los últimos 12 años se han cerrado en el mundo 33 centrales y se han inaugurado 54 (con un saldo positivo, pues, de 21 centrales sobre un total aproximado de 440 en funcionamiento), y en la Unión Europea funcionan 17 centrales menos. La explicación del parón nuclear es muy sencilla: no resultan rentables ni competitivas. La electricidad nuclear es demasiado cara. Ha funcionado gracias a subvenciones públicas. Claro está que, para hacerse cargo de la entera historia, hay que recordar las fuertes campañas antinucleares en Europa occidental y América del Norte, que desde los años 70 del pasado siglo desvelaron a la opinión pública los riesgos de estas centrales y obligaron a adoptar medidas de seguridad y control que contribuyeron a encarecer la electricidad que producen. Y este proceso empezó antes de la catástrofe de Chernóbyl en 1986, que confirmó los malos presagios y dejó en muy mal lugar a quienes habían proclamado a los cuatro vientos la seguridad de esas centrales. En este caso, un movimiento social contribuyó a internalizar unos costes ocultos haciéndolos visibles, y poniendo en evidencia que el optimismo pronuclear dependía de defectos en la asunción de riesgos pero también de unas cuentas mal hechas.
¿Por qué el mundo empresarial y político apuesta hoy de nuevo por la energía nuclear? Podemos suponer que la proverbial «cobardía» del capital ante las incertidumbres, ante situaciones que no garantizan beneficios a corto plazo, puede estar inhibiendo a los inversores para entrar en el campo de las energías renovables. Cabe imaginar consideraciones hipotéticas como las siguientes: «las centrales nucleares tienen peligros, pero ya sabemos que funcionan y cómo funcionan; sus técnicas son conocidas, y por tanto se pueden hacer previsiones muy fiables sobre su rendimiento; con pocas inversiones concentradas, se puede suministrar mucha electricidad a mucha población; la concentración de las inversiones, por otra parte, nos beneficia a nosotros, grandes inversores, y nos da un control decisivo en un campo tan estratégico como el de la energía; etc. Las energías renovables, en cambio, tienen poco ‘rodaje’ y comportan un modelo de financiación, producción y suministro no centralizado, menos controlable por nosotros».
Sean cuáles sean los argumentos que influyen en el renacer pronuclear de estos tiempos, es evidente que este renacer está ahí, y que habrá que tomar posición ante él. Este libro contiene un repaso extremadamente convincente de los principales inconvenientes del uso industrial de la energía nuclear desde dos puntos de vista principales: su vinculación con la industria de guerra y sus efectos sobre la salud de las personas y del medio ambiente. El entrevistado, el Dr. Eduard Rodríguez Farré, se cuida mucho de no hacer afirmaciones de cuyo fundamento científico no esté seguro. De la entrevista se obtiene así una sensación de fiabilidad considerable. Su cautela científica no obsta para que sea un científico con opiniones claras respecto a cómo proceder en las políticas científicas, industriales y energéticas. Sus posiciones vienen guiadas, sobre todo, por el principio de precaución: no actuar mientras no haya niveles razonables de seguridad y no incurrir en ningún caso en riesgos mayores irreversibles (o, como se ha dicho, «minimizar el arrepentimiento futuro»).
Si sus opiniones como médico e investigador de larga trayectoria -véase al prólogo de Enric Tello- dan una gran fiabilidad a la denuncia de los peligros de las centrales atómicas para la salud humana y ambiental, sus documentadas informaciones sobre los peligros de la diseminación del armamento nuclear y de los componentes radioactivos de ciertas armas (en particular, el uso de uranio «empobrecido» en puntas de proyectiles para aumentar su capacidad de penetración) completa de un modo alarmante las razones para oponerse a la continuación o reanudación del programa nuclear «pacífico».
La ciudadanía de este inicio de milenio está despertándose lentamente, muy lentamente, de un sueño: el sueño energético. Durante doscientos años la humanidad -o, para mayor exactitud, la parte de la humanidad más adelantada en las aplicaciones técnicas de la ciencia moderna- ha aprendido a aprovechar la riqueza energética de las reservas fósiles. Es más: resulta inimaginable la revolución industrial, con su rapidísimo despliegue, de no haberse contado con los abundantes depósitos naturales de carbón, petróleo y gas. No hay en el mundo -ni había hace dos siglos- bosques suficientes para suministrar tanta energía. Disponer de enormes cantidades de esos tres recursos fósiles, que la naturaleza proporciona en forma directamente utilizable como combustibles, ha permitido a los seres humanos consumir profusamente unas fuentes de energía muy potentes y fáciles de obtener. Así, nos hemos acostumbrado a una abundancia energética que ha cambiado radicalmente nuestras vidas. Antes de 1800 los seres humanos sólo disponían de su fuerza somática y, como recursos exosomáticos, sólo conocían y sabían usar la fuerza de tiro y acarreo de los animales, la leña y, en volumen muy inferior, la fuerza del viento y de las corrientes de agua. Para la iluminación artificial sólo disponían de las grasas (sebos, aceites), además de la leña. Todas estas fuentes eran de origen solar. Eran incómodas -según nuestros actuales parámetros- y a veces escasas, pero renovables y, por lo tanto, inacabables. De repente surgieron del vientre de la tierra cantidades enormes de fuentes más concentradas y manejables, y la tecnociencia aportó las oportunas innovaciones que permitieron usarlas no sólo para los fines tradicionales (calentar los edificios, cocinar, viajar, transportar, etc.), aunque a escalas muy superiores, sino también para muchos otros fines. La electricidad hizo posible una multitud de nuevas aplicaciones de la energía en la sociedad científica moderna.
Estamos tan acostumbrados a los nuevos usos de la energía y a la comodidad que aporta el modelo energético sobreabundante basado en las energías fósiles, que hemos olvidado el milagro de su advenimiento y la precariedad de su base. El despertar de este sueño puede anunciar una pesadilla.
Pero estos dos siglos de sobreabundancia de energía -y su correspondiente despilfarro- han sido también los dos siglos del mayor avance tecnocientífico de la historia humana. Entre otras muchas cosas, hemos aprendido a captar mejor la energía de la radiación solar y hasta a convertirla en electricidad. Tal vez en el futuro se valore la tecnociencia como la herencia más importante de estos dos siglos de modelo energético fosilista. Pues no parece que pueda vivir una población como la que tenemos hoy en el mundo sin contar con los adelantos de la ciencia y sus aplicaciones técnicas al servicio de la vida. Con una población humana multiplicada por 8 en este periodo (de 900 millones en 1800 a cerca de 7.000 millones en 2000) la supervivencia civilizada depende de la capacidad de obtener alimento y energía mediante un conocimiento científico suficiente. Las ilusiones de vuelta atrás, de regreso a modos de producción y de vida basados en los viejos equilibrios con la biosfera, son engañosos e irreales. Hoy se necesita hacer las paces con la biosfera, pero a un nivel nuevo, superior, sólo viable -suponiendo que lo sea- mediante un desarrollo científico muy sofisticado. Los malentendidos que se producen en este tema suelen venir condicionados por la incapacidad de imaginar desarrollos científicos de nuevo tipo, basados en la idea de cooperación con la biosfera y no de agresión a la misma. El discurso de ciertos ecologistas sobre la malignidad intrínseca de la ciencia moderna es una huida hacia delante frente a la sospecha de que no hay vuelta atrás sin una regresión civilizatoria.
Afirmar esto no equivale a mecerse en la ilusión de una ciencia «angélica». El anónimo autor del Génesis tuvo una intuición certera compartida por otras muchas mitologías: la del peligro del conocimiento. La ciencia en sí (suponiendo que exista algo que pueda denominarse de esta manera) seguramente no es moralmente buena ni mala: sus efectos buenos o malos dependen de quién la usa y de cómo y con qué intenciones la usa. Pero el poder que genera es una fuente de tentaciones malignas. Por eso la apuesta por la ciencia comportará siempre el riesgo de construir una herramienta que sea causa o medio de grandes males. Pero es un riesgo, a mi juicio, que debemos arrostrar. Y librar las batallas morales y políticas que sean necesarias para evitar los males morales y políticos. Los conflictos morales motivados por el Proyecto Manhattan lo ilustran adecuadamente.
Volviendo a la idea del paréntesis de los dos siglos «fosilistas», puede ser que en el futuro la historia se escriba como una evolución en espiral, desde un modelo solar primitivo, pasando por el paréntesis fosilista-nuclear, hasta otro modelo solar sofisticado. Espiral porque es volver a lo mismo, la energía del Sol, pero a un nivel superior. Hoy sabemos producir electricidad con paneles fotovoltaicos (sin riesgos, silenciosos, limpios), con aerogeneradores (el viento es producido por el calentamiento diferencial de la atmósfera por el Sol), con pilas termoeléctricas. La energía solar es la que hace crecer las plantas ricas en azúcares o aceites de las que sabemos obtener bioetanol o biodiesel para mover vehículos automóviles. El biogás que puede mover motores y máquinas, o que puede usarse para calentar y cocinar, se obtiene de residuos orgánicos, procedentes de plantas o animales que han crecido gracias a la fotosíntesis. Con electricidad de origen solar se puede obtener hidrógeno «limpio» que permite conservar la energía solar y usarla para mover máquinas y vehículos. La radiación solar es la que transmite energía potencial al agua que cae en forma de lluvia y se desliza por los cauces de los ríos, activando turbinas hidroeléctricas.
Todos los artefactos mencionados existen ya, unos funcionando desde hace muchos años, otros en forma de prototipos experimentales, todos en vías de perfeccionamiento y abaratamiento. El modelo alternativo basado en la radiación solar, pues, no es una quimera. Sus piezas componentes existen ya. Sólo esperan una aplicación masiva. Los pronucleares dicen con desdén que un modelo solar es inviable y demasiado caro. ¿Acaso ignoran que las nucleares funcionan con subvenciones y externalizando costes? ¿Han calculado las inversiones que supondría un plan de choque para promover la producción fotovoltaica, eólica y de biocarburantes, y las han comparado con el coste de construcción y funcionamiento (incluido el coste de tratamiento y gestión de los residuos) de las centrales nucleares necesarias para producir la misma cantidad de electricidad? ¿Han tomado en consideración los costes humanos, en salud, en riesgos de accidentes, en concentración de poder, en peligros ligados a las armas atómicas y al terrorismo?
El futuro está lleno de interrogantes. No sabemos si seremos capaces, nosotros y nuestros descendientes, de seguir gastando energía exosomática tan profusamente como lo hacemos hoy. Si se dedicara en España toda la superficie agrícola útil al cultivo de plantas oleaginosas para obtener biocarburantes, sólo se cubriría la cuarta parte de los carburantes que consume la flota automovilística del país. La demanda creciente en los Estados Unidos de maíz para la fabricación de biocarburante (como respuesta al efecto invernadero) ha encarecido este cereal afectando trágicamente a la población mejicana pobre, cuyo alimento básico es justamente el maíz: mantener el nivel de transporte mecánico actual puede llevar a una competición entre carburantes y alimentos por las tierras cultivables, con previsibles efectos catastróficos para la supervivencia de los más pobres. Esto sugiere que probablemente hay factores limitantes para obtener un suministro energético tan dilapidador como el que tenemos, y que deberemos redimensionar el consumo de energía por todos los medios posibles, empezando por el ahorro y la eficiencia y prosiguiendo con la reducción calculada de las necesidades de energía para el bienestar humano. Estamos ante una auténtica encrucijada.
Para no dar pasos en falso en semejante encrucijada, es bueno manejar la mejor información disponible. Respecto de la energía nuclear, el lector tiene entre sus manos una herramienta de gran utilidad. En ella encontrará datos y argumentos que le permitirán hacerse una idea más objetiva y documentada de lo que está en juego en la actual encrucijada energética. Encontrará datos propios de un especialista en toxicología, epidemiología, radiobiología y neurobiología. Pero también datos histórico-sociales recogidos por alguien que desde hace tres décadas o más se ha implicado en las luchas sociales en torno a las nucleares. Es una garantía adicional de la seriedad de las páginas que siguen el hecho de que el entrevistador sea Salvador López Arnal, especialista en filosofía de la ciencia y tenaz defensor de una ciencia desprejuiciada y atenta, ante todo, a la búsqueda sin anteojeras de la verdad.