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Manifiesto por la lengua

Fuentes: Gara

Desde hace años tengo crecientes razones para preocuparme en mi país, y en otros que visito, por la situación de la lengua castellana que, como bien indica su nombre, procede de Castilla. Yo no soy castellano, y mira que me gustaría al menos probarlo, pero nací en distinto lugar y ya se sabe que la […]

Desde hace años tengo crecientes razones para preocuparme en mi país, y en otros que visito, por la situación de la lengua castellana que, como bien indica su nombre, procede de Castilla. Yo no soy castellano, y mira que me gustaría al menos probarlo, pero nací en distinto lugar y ya se sabe que la naturaleza no se elige a pesar del dicho de Gabriel Celaya del nacer y del pacer. Conozco la lengua, como puede comprobarse por estas letras, y me expreso habitualmente en la misma, aunque debo descubrir que no es la única. Con mis hijos, su madre y la mayoría de amigos me manifiesto en vascuence (esa idioma que la Academia de la Lengua española define como «lo que está tan confuso y oscuro que no se puede entender»), navego en internet y me relaciono con la comunidad internacional en inglés y gracias a esa lengua, lo reconozco, me entiendo en medio mundo. En francés leo un par de revistas semanales y los libros que me suministran los colegas de una editorial con la que colaboro y, en fin, pecando de pedantería les puedo añadir que hace más de veinticinco años me ganaba la vida enseñando esperanto, esa lengua cargada de utopía que había inventado un tal Zamenhof y que yo aprendí en EEUU, de la mano de un políglota natural de Bilbao.

Siempre he sabido, porque los miembros de mi familia fuimos picados durante unas calurosas vacaciones estivales por el mosquito de la curiosidad, que un antepasado mío estuvo en canteras castellanas y dejó descendencia por esas tierras, pero fue hace tanto tiempo que se perdió la pista. Pero, oigan, lo de la curiosidad tiene ahora remedio desde que un laboratorio norteamericano hace pruebas de ADN, confidenciales según dicen, por poco más de 100 dólares. Y, como a mi edad los caprichos ya son pocos, envié de inmediato a la dirección indicada, tras el pago correspondiente, el kit que previamente me proporcionaron. En unas semanas la respuesta me produjo una tremenda conmoción y gracias a la misma he sabido de números racimos étnicos que se han mezclado en mi sangre, lo cual me ha producido, asimismo, una gran emoción. Hoy aprovecho cualquier encuentro en la intimidad para enseñar a los más cercanos el informe sobre la mezcla singular en los glóbulos de mi sangre.

Por la descripción de mis orígenes he sabido de antepasados en Chile, lo cual me reconforta pues una de las plazas de su capital, junto a su correspondiente parada de autobús, lleva mi apellido. Los antepasados sin embargo, no cruzaron el océano en sentido a poniente, sino al contrario. Perplejo, descubro en la biblioteca que aquellos cuyos restos corren por mi sangre hablaban kunza y que la lengua, extendida por el desierto de Atacama, fue arrasada por los colonizadores españoles que llevaban la suya para la conquista y el latín del misal para asegurarse la salvación. Me ocasionó un profundo impacto el conocer que aquellos autóctonos eran asados a la parrilla, prologando su sufrimiento y que los crueles cruzados se mofaban de sus víctimas en la lengua del gran Cervantes.

La pista del ribonucleico descifrado por el laboratorio me llevó no lejos de Atacama, a zonas también desérticas donde los wari, paracas y nascas desarrollaron sus culturas antes de la llegada de las espadas y del rosario. Se alegró mi ánimo por semejante pedegree, pero pronto decayó al conocer que sus idiomas, de la familia del aru, del tronco del aymara, fueron desplazados por el castellano hasta hacerlos desaparecer. Algo había oído al respecto, por lo que tomé de nuevo el camino de la biblioteca, cerca de mi casa, para repasar la extinción de lenguas en el territorio que ahora llaman Perú. La sorpresa fue mayúscula: kuli, den, uro, cholón, chiribaya, muchik, puquina… hasta 18 lenguas aniquiladas por la lengua cuya Academia se blasona con el eslogan: «brilla y da esplendor».

¡Horror! Las dudas comenzaron a borrar esas ideas de colegio de que los idiomas son incoloros, como el agua. ¿Y sí un idioma no es así? Elio Antonio Martínez de Cala e Hinojosa, natural de Lebrija y por asociación conocido con el sobrenombre de Nebrija, ya lo avanzó a su reina, Isabel la Católica: «Su Majestad, la lengua es el instrumento del Imperio». Castilla ya no es, sin embargo, el ombligo. En la actualidad, México es el estado con mayor número de castellano-parlantes, más de 100 millones, o lo que es lo mismo, más del 95% de su población. Desde que se creó Nueva España, la lengua de Castilla fue oficial y la única de la Administración. A partir de entonces, la política colonial y la criolla fue nítida: castellanizar a los indígenas. En ese proceso, impuesto nuevamente con sables y misales, llegaron a desaparecer un centenar de lenguas. Diez veces diez.

Entre las peculiaridades de las que me alientan ciertamente la vanidad, decía mi ADN que un antepasado lejano provenía de las llamadas Islas Canarias. El pariente, o los parientes, debieron de habitar en las islas africanas hace muchos siglos. Se comunicaban en una lengua que los modernos lingüistas han apellidado «guanche», término inadecuado para los más puristas que la llamaron «amazighe», emparentada con las bereberes en una historia a la que Federico Krutwig puso su envoltorio romántico cuando escribió «Garaldea». Los bereberes insulares, junto a su lengua milenaria y hoy desconocida, fueron exterminados por los castellanos, empalados y desollados vivos, tal y como hacían los mongoles con sus prisioneros japoneses en las previas a la última contienda mundial.

No piensen, sin embargo, que mis antecesores provenían todos del otro lado del océano. También los tengo en la cercanía. Una tatarabuela, o algo así, era natural de Beasain. Su madre de Aia. Como a estas alturas el tema de la sangre me iba ya de lado y únicamente me preocupaba el de la comunicación, es decir el de la lengua, envié sendas cartas a esos ayuntamientos, con un asunto del que tenía referencias, aunque no muy concretas: los castigos a quienes no hablaran castellano. El primero me contestó al poco tiempo, con una orden de 1730: «Y que no se permita hablar en vascuence sino en castellano, poniendo anillo y castigándoles como merecen». El segundo se demoró varias semanas y sólo cuando mandé una nueva carta, recibí la contestación, ésta con un documento de 1784: «Dará orden estrecha de que nunca hablen entre sí el vascuence, sino el castellano. Y para puntual observancia de esta orden se valdrá del medio común o sortija, tomando cada sábado razón de su paradero y reprendiendo, apercibiendo o castigando directamente al que se hallare con él». Lo del anillo es una historia más reciente, contada por escritores refutados. El anillo, símbolo del castigo, circulaba entre los que no conocían el castellano. Una humillación. Un pensamiento pasajero me sugirió que lo del anillo quizás se trataba de una versión moderna de los viejos castigos hacia los indígenas, que en aquella época, al no tener alma, eran decapitados por no aprender la lengua romance, sin saber, precisamente, qué era eso del romance. Pero me pareció demasiado atrevido hacer semejantes suposiciones con tan pocas certezas y abandoné la idea. La retomé, sin embargo, cuando reparé que en 1936 un vecino de Arrasate fue detenido por hablar en vascuence por la calle y fusilado de inmediato. ¿Casos aislados? Probablemente.

No me gustaría, sin embargo y gracias a las informaciones sobre mi ADN, dejar pasar la ocasión para manifestar algunas reflexiones sobre esas preocupaciones que me perturban en estos últimos años. Debo reconocer que no he sido el único en efectuar las pruebas y que, siguiendo la estela abierta, algunos de mis amigos han realizado por internet sus respectivas peticiones. Las respuestas, como era de esperar son variopintas. Sus antepasados más cercanos fueron sefardíes, mozárabes, astures, catalanes… Como he dicho antes, después de tantas vueltas, la sangre había perdido su valor y centraba mis indagaciones en las lenguas. También éstas citadas habían desparecido o reducido su área de influencia, como la del vascuence, por castigos, prohibiciones… Y, aunque no soy muy amigo de la simplificación y me gustan los matices, he llegado a un conclusión rotunda. Una lengua romance de ámbito reducido como el castellano, se convirtió en lengua de ámbito extendido por cuestiones de conquista y colonización. Y que su expansión fue como la de los mejillones cebra que acaban de llegar a nuestros humedales: depredadores voraces que terminan en un santiamén con las especies autóctonas cuya supervivencia había sido posible gracias a la paciencia de la evolución.

Así que las razones de mi preocupación se acrecentaron al comprobar en mi país y en otros que visito que una serie de mefistos modernos quieren revivir viejos laureles y darle un nuevo impulso a la depredación. Nos acaban de anunciar los lingüistas que en Oaxaca desaparecerá en unos años la lengua xwja, hablada únicamente por ocho personas mayores de 70 años. Es la próxima de las cientos de lenguas que se desvanecerán en un abrir y cerrar de ojos por cuatro grandes agentes exterminadores, a decir del canadiense Mark Abley: castellano, chino, ruso e inglés. Las razones para estas preocupaciones son poderosas y, desde mi humilde posición, influenciada sin lugar a dudas por la riqueza que he descubierto recientemente portan mis glóbulos sanguíneos, me gustaría llamar la atención sobre estas, precisamente, lenguas exterminadoras. Quizás merecería la pena realizar un manifiesto común de depredados. No lo sé. Para eso están las asociaciones y las cabezas pensantes. Yo sólo alerto de los devastadores, porque percibo en la circulación de mi sangre, que sus efectos son letales.

Iñaki Egaña es historiador