Nace la enfermedad, en ocasiones, del mismo remedio Gracián. Nació enferma, como esos niños de la posguerra española, hambre y piorrea, cuyas condiciones materiales (agonías de ayer y hoy) no garantizaban el primer año de vida. Nació con los brazos romos, poco pelo y ralo, oscuras manchas en la piel y una mirada perdida que, […]
Nació enferma, como esos niños de la posguerra española, hambre y piorrea, cuyas condiciones materiales (agonías de ayer y hoy) no garantizaban el primer año de vida. Nació con los brazos romos, poco pelo y ralo, oscuras manchas en la piel y una mirada perdida que, desde luego, no presagiaba salud. Nació contrahecha, deforme y jorobada como los grandes Leopardi y Gramsci y fue parida (y concebida) con dolor y alegría, si acaso es posible, extraña conjunción política -el marchamo de legitimidad ética- heredera de las grandes gestas del PCE durante el franquismo. Vio la luz con problemas intestinales y arritmias varias, costras en las extremidades, rodillas dobladas hacia adentro, cuatro dedos en cada mano y una protuberancia en la cabeza, a modo de falso cuerno de la abundancia (préstamos bancarios) o ariete contra la ofensiva neoliberal del PSOE de González y sus sátrapas provinciales y locales. Nació en 1986, creo recordar, y aunque los familiares cercanos (carlistas y humanistas, entre otros) eran optimistas, «OTAN, de entrada, no», rechazaba el alimento. Sin embargo, azares del destino y coyuntura política, empezó a comer y su salud, sin mejorar demasiado, le permitió ganar peso en las semanas que siguieron a su alumbramiento. Nació enferma, eso sí, y pese a algunos momentos posteriores de gloria electoral (asociados a la corrupción del PSOE y a los diversos califatos independientes), no parecía que su esperanza de vida fuera muy elevada. Pese a los malos augurios -heraldos negros- y la irrupción de algunos estrategas de escasa formación política e intelectual -que luego siguieron su carrera hasta la ruina y salen siempre en la fotografía junto al líder, sea el que sea-, la niña enferma ya ha cumplido veintidós años, veintidós largos y nada fructíferos años, que lucen como veintidós soles tristes de otoño, ese sol que se levanta adormecido y sin fuerza los días de niebla.
Nació enferma, ya sabíamos, con graves (e irresolubles) problemas en la estructura ósea. Su esqueleto moderno y funcional (flexible columna vertebral de movimiento político-social), era ajeno a la tradición combatiente, ajeno a su cuerpo electoral, a lo que los amigos y vecinos podían reconocer y comprender. Empezó a andar en el mercado de los votos -con las dificultades propias de sus extremidades blandas y las rodillas inversas- y, a cada paso, parecía que se iba a romper. Su inestable equilibrio -la correlación de fuerzas- crujía con cada desgarro interior, cada reunión. Sus primeras palabras, dichas con tanta ilusión como ingenuidad, demostraron que hablaría con dificultad. No estaba dotada. Su nula capacidad para articular un discurso coherente y crítico acorde con la historia y el presente y su imposibilidad para afrontar con éxito la potencia simbólica del enemigo situaba a la enferma en un terreno de nadie, a medio camino entre la centralidad roja del mundo del trabajo (el motor inmóvil de los clásicos) y la amalgama rojiverdevioleta tan apreciada por las clases medias y medias-bajas urbanas bienpensantes. La enferma tenía varios diagnósticos en su cajón de sastre y tomaba pastillas (o no) en función de la enfermera de turno. Un día, lejanos años de euforia -sarampión electoral- unos quisieron acercarse al ala izquierda del PSOE (sic) y otros, hablaron de orillas (dos, claro). Entre unos y otros, la niña enferma, tierna y débil (la envenenada ignorancia de El País y el abrazo mortal de El Mundo), cayó al río -creyendo que era mozuela pero tenía marido- y claro, como no podía ser de otra forma, cogió un constipado mayor que derivó en pulmonía que, ay, derivó en neumonía. En el hospital, lógico, acabaron todos. Tenía, la pobre, respiración asistida y cortisona recorriendo su pequeño cuerpo. El jaleo en la habitación (sucesivamente compartida con un poeta, escritoras laureadas y varios cantantes) era insoportable. Nadie ponía sensatez y razón política en el desconcierto de voces cruzadas, mensajes contradictorios y resquebrajados marcos referenciales (pese a la claridad expositiva de Lakoff y otros teóricos de la comunicación). Más que habitación de hospital -lugar de reposo y sosiego- parecía aquello guardería en septiembre o, mucho peor, barraca de feria (ambulante) en la que todos buscan un premio, la muñeca chochona, un trabajo, una remuneración o lo que fuera menester con tal de permanecer. Esa es, pese a la apariencia, una de las cuestiones centrales. Nadie, tras la moqueta y el cargo, quiere volver a sus rutinas, trabajos (en el caso de tener) y vidas anónimas. «Izquierda Unida tiene un trozo muy pequeño de la tarta y en vez de preocuparse por ampliarlo, están más ocupados en repartirse las migas», dice Carrillo, padre de la patria y anciano prohombre nacional.
Y así, como el que no quiere la cosa, pegando palos de ciego y algún escaso acierto, se llegó hasta hoy, hasta la esperpéntica última Asamblea Federal. El resultado es conocido: escasa representación pública, nula presencia social. Aquella enferma a la que todos quisimos tanto pide, exige, que le dejen morir en paz. Desde la izquierda, con fundadas razones éticas frente a los imperativos católicos, siempre se ha defendido el derecho a la eutanasia. La enferma ya no puede más y pide, suplica, que desconecten los cables. Esta terrible agonía de Izquierda Unida recuerda, un poco, aquella otra: Franco, noviembre de 1975. Sus fieles, los más interesados en aplicar imposibles remedios de choque contra la tromboflebitis y demás males acumulados, no querían que el dictador muriera. Normal. Se acababa el negociado. Muere Izquierda Unida de agotamiento. Nació enferma, como aquellos niños de posguerra a los que les faltaba calcio.