Lo llamaron Alfredo. Casi en la cuna comenzó a mamar el discurso radical y antidemócrata que se destila en las cloacas de Madrid, esa ciudad asediada por la escoria del fundamentalismo nacionalista. Nunca la evidencia fue mayor: ratas. Estudió en la escuela de los padres sagitarios y, según nos cuenta un alumno que por razones […]
Lo llamaron Alfredo. Casi en la cuna comenzó a mamar el discurso radical y antidemócrata que se destila en las cloacas de Madrid, esa ciudad asediada por la escoria del fundamentalismo nacionalista. Nunca la evidencia fue mayor: ratas. Estudió en la escuela de los padres sagitarios y, según nos cuenta un alumno que por razones obvias oculta su nombre, sufrió los tocamientos de un fraile que, sin duda, tenía conexiones con sus colegas pederastas vaticanos y, quizás también, norteamericanos. De semejante padecimiento le quedó su refutada afición a tocar los huevos del prójimo.
En vez de personajes de cuentos y películas de Samaniego o Costa Gravas, como todo bien nacido, nuestro niño tuvo la influencia de unos ogros, perdón de sus padres, que le inculcaron el odio a todo aquello que no acabara en «ez», es decir Martínez, González o Fernández. Siguiendo los pasos de Pablo Iglesias, racista y xenófobo que alentó la muerte de miles de rifeños y caribeños, se afilió a las juventudes de esa doctrina entrometida que alienta la unidad de territorios tan dispares como Vasconia o Galicia, para regocijo de los historiadores de la Academia que no pararon de carcajear una y otra vez al escuchar semejantes sandeces. No sabían si llamarle idiota o más bien subnormal.
Expertos en psicología han definido a estos alevines del mal a través de sus factores subpersonales (traumas, frustraciones, bagaje inconsciente heredado, virilidad fálica, complejos e inhibiciones) que se imponen a cualquier consideración lógica, incluso política. Semejantes enseñanzas se esparcen en esas escuelas irredentas donde sólo se instruye el odio a la libertad y a la democracia. Desde el momento en que esa gentuza puso sus garras en la educación, los resultados son obvios. Es impensable que miles, quizás millones de niños y niñas, puedan estar formándose en esas escuelas, semilleros de asesinos, policías y guardia civiles, que tan mala imagen de nuestra sociedad dejan en los países civilizados. Chavales con nombres horrendos, provenientes de sectas religiosas, verdugos confesos y santurrones de pega.
Uno de los violadores múltiples del ascensor de Villadiós estudió en una de estas escuelas privadas, al igual que el último criminal que estafó a miles de ciudadanos con un fondo de inversiones ficticio, tal y como informó el teletexto de la Televisión Local (Localvia) de Mataporquera, Burgos. Se espera que todos sus maestros sean encerrados en prisión que es donde deberían enseñar. Las paredes no hablan. Y que clausuren, de paso y aunque fuera por higiene, esas escuelas.
Este personaje quiso realizar el servició militar de forma voluntaria pero fue atrapado por una voluptuosa activista de su nauseabundo partido, una aspirante a fulana a la que llamaban La Mantis. La que fue su novia por unos meses vivía abrasada por el odio a Cataluña, y a veces a Vasconia, y por los ardores sexuales. Era una predadora nata, que se sumergía sin previo aviso en los antros de la noche madrileña, consideraba una proeza el abordaje de cualquier nave masculina y no respetaba lazo convencional alguno: le daba igual que fueran solteros o casados, jóvenes o adultos, con novia o sin ella, progres o ciegos. Desaparecía súbitamente y regresaba con ojeras días más tarde para hacerse la prueba del Predictor. Con una novia semejante, Alfredo, seguidor del xenófobo Iglesias, no tuvo más remedio que romper su compromiso.
Sus profesores de infancia crearon aquel Foro llamado de Ermua, lo que da una idea de su nefasta educación. No hubo tal Foro. La mentira fue colosal. Ermua rechazó y protestó que esos malvados advenedizos, míseros gladiadores de grotescos anfiteatros políticos, profanasen la gran población vizcaina, sin ostentar siquiera la más mínima representación.
Fueron a Ermua o a Lizartza, más tarde, como pudieron haber llegado a Cantalapiedra. Y después de reunirse en alegre camaradería, ente sorbos de licores y humo de vegueros, acordaron osadamente denominar a lo que crearon Foro de Ermua. ¡Qué canallada! Se incorporó a la universidad y logró un título que sin duda se lo regalaron al conocer sus conexiones sociatas. Por méritos hubiera conseguido un puesto de camarero en la Casa del Pueblo de su barrio, y eso con enchufe. La asignatura de economía se la impartió Falete, la de abogacía un atrasado mental llamado Caballo y la de psicología un viejo conocido familiar, Borracho. El rector, Zampapollas, un hombre sin personalidad incapaz de frenar los abusos de cientos de alumnos con nivel intelectual igual a cero y que, sin embargo, han logrado los títulos deseados, vive en medio de la abundancia en una casa en el barrio de Salamanca, valorada en quinientas cuarenta millones de raciones alimentarias de Cáritas.
Nuestro personaje se hizo adulto y entró a trabajar como parásito en la Administración. Estas prácticas han sido denunciadas reiteradamente por agentes sociales, políticos e incluso dos resoluciones del Tribunal de Estrasburgo y una declaración oficial de Naciones Unidas avalan las querellas contra los residuos de esa especie de nepotismo que, aún residual, subyace en los centros oficiales de la capital. Juró clandestinamente una constitución ilegal y retrógrada, denunciada una y otra vez por militarista y clasista. También prometió fidelidad a un rey cuya familia ha mostrado signos de corrupción, vida floja y sexo ávido durante los últimos tres siglos. Las reiteradas advertencias de la ilegalidad de estos actos no sirvieron para que cejara en su empeño antidemócrata por lo que, finalmente, fue detenido.
Las evidencias eran tan notorias que los peritos sindicales apenas tuvieron trabajo en el juicio al que fue sometido. La alarma social por su actividad subversiva fue suficiente para que el juez, ponderado donde los haya, le condenara a 20 años de internamiento que, deseamos y esperamos, cumpla en el presidio más lejano a su domicilio, en la isla Perejil, por ejemplo.