El autor somete al Estado español a una prueba para determinar la calidad de su democracia: la de la igualdad de las personas ante la Justicia. Una prueba que nunca supera, especialmente si en la comparación se introduce a un ciudadano vasco. Como ejemplo pone, en un lado de la balanza, a Bautista Barandalla, ex preso político puesto en libertad tras 19 años de prisión, gran parte de ellos con una grave enfermedad. En la otra, cualquiera de los condenados por los GAL. Mientras el primero sale de la cárcel sólo después de cumplir su condena y con un control telemático, los segundos apenas llegan a pisar la celda.
Alguien dijo que el nivel de democracia de un Estado debía medirse por el estado de sus prisiones. La actual masificación inducida de las prisiones españolas desdice cualquier otra política que pretenda edulcorar su imagen. Otro elemento clave para otorgar ese preciado label puede ser el analizar y comparar supuestos sustancialmente idénticos, desde la perspectiva penal y, haciendo un seguimiento de los avatares penitenciarios, establecer si, en efecto, la Justicia es ciega o, si se prefiere, que no se administra de distinto modo según quién sea el justiciable.
Así, por ejemplo, si dos personas cometen un mismo hecho, pongamos que un homicidio, y las circunstancias de lugar, personales o sociales son similares en ambos reos, debería ser predecible una sustancial misma condena y, por ende, un período similar de cumplimiento en prisión, una vez la condena fuera firme y ejecutable.
En el Reino de España, esto no sucede. Un Estado que, empero, se intitula democrático y de Derecho ( art. 1 de la Constitución española) no pretende con ello sino reivindicar para sí dos sustanciales atributos: que es la voluntad del pueblo quien rige los destinos políticos de ese Estado y que, además, esa voluntad queda plasmada en leyes de obligado e igual cumplimiento para todos los ciudadanos, desde el Jefe del Estado, hasta el último contribuyente. Sobre la responsabilidad del Jefe de Estado del Reino de España, o más exactamente sobre su falta de responsabilidad (art. 56.3 de la Constitución) poco se puede decir que no se sepa y ello ya nos adelanta que las leyes no son iguales para todos y que hay quien por nacer en una familia posee, ipso iure, el privilegio de no ser juzgado por sus actos.
Pero, además, si hemos de abordar lo concerniente a la voluntad del pueblo vasco, resulta evidente que ésta ni se puede expresar -qué lejos queda ese inquebrantable voluntarismo del Sr.Ibarretxe- ni, por tanto, ser tenida en cuenta. La misma Constitución nos advierte sobre la «indisoluble unidad» de la Nación (con mayúsculas en el texto citado, art.2) española, única comunidad humana que es tenida en cuenta -cuando ello sucede- como nación y a cuya salvaguarda quedan las fuerzas armadas obligadas ( art. 8).
Así que ya podemos contemplar cuán frágil y problemático resulta asignar al Estado español el preciado título de demócrata que reclama para sí. Veamos ahora lo que sucede con el otro axioma, el Estado de Derecho, es decir, el imperio de la ley y de su igual aplicación a todos los ciudadanos. Decíamos más arriba que la ley penal aplicada a dos supuestos sustancialmente idénticos debería conducir a un mismo resultado punitivo.
Nada más lejos de la realidad. Las prisiones españolas no albergan presos clasificables en función de sus delitos o de otras variables que aconsejaran un distinto trato. En realidad la única clasificación real es la que se establece entre aquellos reclusos que se acomodan al sistema político -aunque lo han transgredido- y ello les permite cumplir la mitad o menos de la pena impuesta y aquellos otros que lo combaten por ilegítimo y, en consecuencia, cumplen íntegramente una condena de cadena perpetua, de facto. Para estos últimos se ha inventado un eufemismo muy útil: no quieren «reinsertarse». Es decir, son enemigos del sistema y como tales son tratados. Sus penas se alargan a la medida de las necesidades del poder político, que es quien legisla y cambia las normas durante el cumplimiento de la pena según le conviene. Y, por supuesto, se cumple la pena en su modalidad más gravosa y aún más allá, a través de libertades vigiladas o penas accesorias eternas.
Quién no conoce los crímenes cometidos por personas vinculadas de un modo u otro a los GAL o a delitos de tortura. Estos sujetos, en su día condenados -los pocos que lo fueron-, debían cumplir condenas que rebasaban con creces la cuarentena de años. Sin embargo, al poco tiempo, estaban en sus casas. ¿Han asumido sus delitos o acaso se han arrepentido de algo? Por cierto que no y aún alardean de ello. Entonces, ¿cómo es que han conseguido eludir el cumplimiento de la Ley penal y de la penitenciaria? Es sencillo. El Legislador, es decir el poder político, siempre establece en las leyes portillos de escape para ser aplicados a los suyos -recuérdese la opinión que tenían los gringos del dictador Somoza-, esto es, a quienes coadyuvan a sostener el régimen vigente, bien es verdad que mediante prácticas que, aunque asumidas y alentadas, no pueden ser públicamente aceptadas por el poder constituido.
Para estos «servidores» siempre cabe la excepción que, justamente, había previsto la Ley. Que, por ejemplo, no pueden ser clasificados inicialmente en tercer grado, porque no han cumplido aún la mitad de la condena, pues se les aplica un segundo grado ( art. 100.2 del reglamento, en relación al art. 86.4) que, para quien no sepa, ni tenga por qué saber de estos galimatías legales, significa, en fin, que el preso en cuestión estará «cumpliendo» la condena desde un primer momento tan ricamente en su casa. ¿Con algún control telemático, como sucede con el señor Bautista Barandalla? No hombre no, no es preciso, basta un control presencial al mes. Téngase presente que este tal Barandalla, además de tener cumplida la condena y presentar un cuadro clínico preocupante, lo que de por sí debiera haberle conducido hace tiempo a un régimen más benigno en su domicilio, es, sin embargo, de aquella otra clase de presos, de la que cuestiona el orden vigente.
Solo así puede entenderse que dos personas presas condenadas por los mismos delitos tengan, a la postre, un devenir completamente distinto, uno en su casa a los pocos días y el otro peregrinando durante toda la condena de una prisión a otra, a fin de hacer más difícil el acercamiento familiar. Muy elocuente.
Y repárese en el hecho de que damos por sentado que se ha condenado a aquel servidor público. Porque lo normal es que se pongan todas las trabas para obtener una condena o que, si no ha sido posible evitar la condena, se le indulte y aún se le ascienda en el escalafón. Todo un ejemplo y una demostración práctica del Estado democrático y de Derecho que rige en el Reino de España. Y todavía queda algún juez-estrella español que se postula para premio Nobel o pretende el reconocimiento jurídico internacional persiguiendo fuera lo que tiene bien cerca en casa. Además de triste apéndice del poder son en extremo fatuos.
Javier Ramos Sánchez es Jurista