El fenómeno de la nueva ancianidad bajo la óptica de la filosofía y la sociología modernas. Por qué la vejez dejó de ser sinónimo de autoridad y sabiduría. Un ensayo sin concesiones de Diana Cohen Agrest sobre los cambios culturales que afectan a la tercera edad
El día que sean invitados a un congreso desde el extranjero, se hagan cargo de todos sus gastos y sean recibidos en el aeropuerto… es porque están viejos-, sentenció cierta vez un experimentado profesor universitario ante sus alumnos. De allí en más, esta muestra de humor corrosivo sería el consuelo que me acompañaría en cada uno de mis esforzados desplazamientos académicos.
Años más tarde, vuelvo a encontrar al profético docente en una velada social. Remedando sus palabras, le cuento que las invitaciones all inclusive que, finalmente, estaba recibiendo tras años de perseverancia eran la prueba irrefutable de su hipótesis prudencial. Para mi sorpresa, y con una bien ganada autosuficiencia, replica entonces que el paso del tiempo lo había obligado a reformular su teoría original: «El día que ya ni te vayan a buscar al aeropuerto ni se hagan cargo de todos tus gastos y ni siquiera te inviten, ese día, ¡es la prueba de que estás realmente vieja!»
En la Antigüedad, cuando el anciano era una rara avis, era venerado como una fuente sapiencial indisolublemente ligada a cierta superioridad moral certificada por su madurez. Hoy por hoy, en un mundo demográficamente envejecido en el que se asienta una cultura que idolatra tanto la belleza y la juventud como oculta la fealdad y la vejez, no se desea ser perturbado por nada que nos recuerde nuestra finitud. El costo social de esta huída es una progresiva invisibilización de una franja etaria en una sociedad que, a mayor cantidad de viejos, menos sabe qué hacer con ellos. No es por azar que los eufemismos para aludir a este colectivo se multipliquen como los panes y los peces: «abuelos», «adultos mayores», «tercera edad» y hasta «cuarta edad»… en un intento de cubrir con un manto de respetabilidad a quienes el rechazo cultural hace de los así aludidos, uno de los grupos más discriminados. Dicha exclusión ilumina las razones que hacen que las reflexiones en torno al envejecer, en nuestra cultura mediática, suelan ser marginales pues, a manera de síntoma, ellas reflejan el rostro oculto de aquello que nos resistimos a aceptar.
Aun cuando admitamos que muchos de los prejuicios son la expresión de condicionamientos culturales, el imaginario social de la vejez hunde sus raíces en las circunstancias que hasta hace poco sellaban esta etapa de la vida atravesada por el tiempo y por una carnalidad despojada de todo glamour. De allí la necesidad de meditar, a contracorriente, en torno a modelos divergentes en el abordaje del envejecer.
La mirada despiadada
Por cierto, el envejecimiento no es una condición «normal» para el que lo vive, quien se siente cobijado bajo la creencia de que sólo los otros envejecen. Esta autoexclusión narcisista es tan frágil como detectable: una mirada fugaz en el espejo basta para que el cristal le devuelva una imagen marcada por las huellas del tiempo, para comprobar que es y no es el mismo. Es cierto que, en su conciencia, se siente todavía joven, pero la imagen retratada poco o nada tiene que ver con la reflejada en aquellos días más benévolos del pasado, como si ese ritual de cada día le revelara, con crueldad, cierta incoherencia entre el yo joven que lo acompaña desde siempre y ese yo que contempla, consternado, en el cristal. Ese rostro que, con el tiempo, se le ha vuelto extraño.
Este desencuentro aciago entre el yo que se cree ser y el que se es condujo a cierto consenso en el imaginario colectivo acerca de que el envejecimiento es un mal incurable. Devoto de una fe ilusoria y consagrado a exorcizar ese mal, aquel que dice «Me siento bien» lo hace porque ya no se encuentra en un estado óptimo, condición en que uno ni siquiera «se siente»: durante las primeras etapas del ciclo vital, el cuerpo lo acompañó como un amigo silencioso. Al envejecer, de aliado se transformó en enemigo, traicionándolo, inclemente, con achaques y limitaciones; devenido una suerte de parásito que ha ido carcomiendo a quien fue en tiempos mejores. Cuanto más siente que las piernas no le responden, que la digestión se le volvió una molestia, que la vista se le nubla; cuanto más siente el cuerpo, más extraño se siente de quien fue, aun cuando continúe siendo el mismo. Y pese a que lo abandona cada vez un poco más, se aferra a él y, a través de él, a la vida.
Por sobre todo, el individuo que envejece se siente cada vez más, más cuerpo y, en el mismo gesto, más desposeído de un mundo donde se va quedando solo. Ciudadano de una patria que ya no es la suya, sus amigos de siempre lo han ido abandonando. Ya ni siquiera lo acompañan sus enemigos, los mismos que le daban algún sentido, siquiera miserable, a sus luchas y fracasos. Por eso se obstina en ese yo que alguna vez existió, cuando no reescribe su propia historia. Pues en una suerte de rememoración tan ficticia como irrefutable, entreteje el arte de la fabulación: si de joven se creyó dotado de aptitudes musicales, el yo social presentará su propio pasado como el de un talento desperdiciado. O si es un veterano de la Guerra Civil Española, podrá alardear de haber sido vecino de cama del Hemingway internado en el hospital militar.
Reconociéndose cautivo de su cuerpo propio, lanzarse fuera de los muros de su acotada geografía, salir de lo normal, alterar su rutina, mudarse, viajar o explorar territorios inexplorados supone los riesgos de enfrentarse con adversarios con los que no se siente capaz de medir sus fuerzas. Esas fronteras no son meramente espaciales. Con el porvenir cancelado, es irrelevante aquella pregunta pueril «¿Qué vas a ser cuando seas grande?». El sucedáneo es «¿Qué hiciste de tu vida?, como si la vida, sinónimo de cambio y devenir, se hubiese petrificado en un pasado hacia el cual no hay ni retorno ni oportunidad de reparación. Prisionero de quien fue, contempla con recelo al joven que todavía es promesa, es más, que todavía es lo que promete ser, porque no ha atravesado el curso del tiempo que se burla de los deseos y aniquila las ilusiones.
Cuando recién despunta la vejez, todavía intenta sostener aquel yo social (aun a sabiendas de que el yo biológico ya no responde como se quisiera). Y todavía vive como imagen especular -interiorizada- de la mirada de los otros. Pero desterrados de esa patria que es el propio tiempo, y a diferencia de los que le siguen, quienes envejecen no sólo envejecen para la mirada de los jóvenes, también envejecen para muchos de sus coetáneos, quienes corren tras los jóvenes y los ideales de la juventud, en el anhelo inútil de que, como por ósmosis, la fuerza y rebeldía juveniles les sean transmitidas, añorando esa edad presuntamente dorada (y olvidando que, en verdad, se trata de un período crítico de la vida, plagado de conflictos y temores).
En un texto sin paliativos, Revuelta y resignación. Acerca del envejecer, el pensador existencialista Jean Améry describe, en estos términos, al viejo que, vanagloriándose de su actitud positiva, aspira a mantenerse joven entre jóvenes: si se viste y se expresa como aquellos a quienes emula, simulará compartir las bondades de la juventud. Si el viejo renuncia al espíritu de sus propios tiempos y logra mimetizarse con los modelos contemporáneos, se dirá de él que es dueño de «una mentalidad abierta», pero a costa de sentir en carne propia su anacronismo. Obligado a vivir en un mundo que no es aquel en el cual él creció. Pero como esos modelos se renuevan cada vez más aceleradamente, está condenado a saberse cada vez más distante de las vanguardias.
Otra respuesta posible es cosechar lo vivido, creerse más allá del bien y del mal, sintiéndose finalmente liberado de la tiranía de modas pasajeras (otra forma de autoengaño), como si la experiencia ganada, pero sobre todo sufrida, otorgara el título de maestro de vida que hasta parecería autorizar cierto maltrato a los demás. Es el caso de quien murmura, entre dientes, «Todo tiempo pasado fue mejor», sin reconocer que (parafraseando a Borges) le tocó vivir, como a todos los hombres, en el peor de los tiempos.
No son las únicas respuestas existenciales a la vejez. También hay otras que, sin caer en la autoindulgencia de la mimesis ni en la soberbia de lo superado, se sostienen en un presente enraizado en el deseo de vivir.
La mirada redentora del deseo
Baruj Spinoza, el filósofo que exaltó como pocos la conquista de la alegría, declaró: «La esencia del ser humano es el deseo», y en esas enigmáticas palabras condensó la complejidad de la naturaleza humana. Porque desde el primer llanto con el que nos asomamos al mundo, somos sujetos deseantes. Porque cuando ni siquiera sospechamos nuestro destino crepuscular y todavía ignoramos absolutamente todo de cronologías y de convenciones humanas, el deseo ya se expresa como lo que es: aquello que nos constituye como quienes somos. Y siendo un deseo sin tiempo, el viejo es tan perfecto como el joven y éste, como el niño, porque en cada estadio de la vida se es todo lo que se puede o se sabe ser.
El ser humano es su deseo desplegándose a través de proyectos vitales: la sucesión de las civilizaciones, las colosales construcciones humanas, las obras de arte que parecen resistir a las victorias y a las derrotas de los ejércitos más invencibles no son sino la expresión de la conquista del instinto y del pensamiento. Pero también los actos insignificantes de la cotidianeidad, las victorias despreciables y las derrotas baladíes del día a día nacen de esa fuerza deseante que, si dependiera de cada singularidad humana, se querría infinita.
Vivir, en su sentido último, es la búsqueda perpetuamente renovada del «desear desear», desear el propio deseo, desear ser sujeto deseante, sea cual fuere el objeto que instituimos, circunstancialmente, como objeto de deseo. Es el mismo deseo que, en el horizonte existencial, propicia los buenos encuentros: aquellas amistades y amores que enriquecen nuestras vidas, los proyectos compartidos, los goces renovados. Experiencias, todas ellas, para las que poco importa el ocaso.
Sin embargo, dado que el tiempo vivido está hecho no sólo de encuentros sino también de otros tantos desencuentros, estos encuentros fallidos pueden amenazar el deseo, debilitar ese desear desear, ponerlo en riesgo y hasta consumirlo (morir es apenas eso, sucumbir al poder de un mal encuentro con otra cosa -un veneno, un automóvil, una célula cancerígena- que termina por destruirnos).
En su forma progresiva, el envejecimiento suele propiciar el «rumiar» silencioso del pasado, el volverse una y otra vez a lo que se hizo o no se hizo, o a lo que se pudo haber hecho y no se hizo. Es cierto que lo vivido persiste, insistente e inquietantemente, bajo la forma del recuerdo. Y es más cierto aún que el pasado como tal, por su evaporada «corporalidad» («lo que fue, fue»), ya no puede ser transformado. Con su mirada interior obnubilada por su densidad existencial, el viejo se interroga sobre lo que habría sido si su pasado hubiera sido distinto. Piensa que si no hubiese hecho tal o cual cosa, no habría sobrevenido luego la catarata de desgracias cuyo desencandenante inicial podría haber sido evitado. Como el hacha en el yunque, esos recuerdos golpean una y otra vez. O hasta se han vuelto una suerte de alimento indigesto que intoxica a quien lo rumia con los fantasmas del pasado que habitan en su imaginación.
¿Qué hacer, entonces, con la experiencia acumulada, con esos desencuentros que han sellado el cuerpo y la mente con secuelas tales como el resentimiento, el remordimiento o el arrepentimiento? ¿Qué hacer toda vez que se desearía trocar lo acontecido en no acontecido, y transformar en acontecimiento lo que jamás aconteció? Spinoza nos propone un camino para reapropiarnos de nuestras emociones, desligándolas progresivamente de esas representaciones imaginarias que nos vuelven cautivos del pasado.
Por empezar, se trata de darnos cuenta de que, por lo general, nuestras emociones negativas proceden de la creencia errónea de que una única causa es la responsable de todo lo que nos acontece. Separando ese eslabón de la cadena de causas y efectos a la que pertenece, suponemos que si ese acontecimiento hubiese sido diferente, las consecuencias dolorosas podrían no haberse seguido. Entonces nos parece que todo pudo haber sido distinto.
De más está decir que, lejos de ser una panacea, esos pensamientos se reducen a lo que los lógicos llaman un contrafáctico, un condicional cuyo antecedente nunca ocurrió, como el enunciado «Si Julio César no hubiese cruzado el Rubicón, la historia de Roma (y del mundo) habría sido otra». Vuelto hacia su propio pasado, quien piensa en estos términos piensa a contramano de los hechos, en un mecanismo imposible aferrado a cierta melancolía nostálgica que inmoviliza a quien lo experimenta en un tiempo sin retorno. Desconocedor, por añadidura, de que jamás se podría haber hecho todo lo que se deseó, porque nuestra libertad es siempre una libertad condicionada por un campo de fuerzas y de tensiones. Libertad del querer ineludiblemente limitada por los deseos de los otros.
A través de este itinerario, Spinoza nos señala ciertos recursos existenciales capaces de liberarnos de lo que nos sume en el desasosiego. Es necesaria una reapropiación de las emociones, que las desligue progresivamente de la representación de las cosas exteriores. Si reconocemos los mecanismos mentales de producción de una emoción, no estando ya ésta asociada a la cosa exterior que se considera su causa, esa emoción deja al mismo tiempo de ser experimentada como una pasión, en otras palabras, interpretada y vivida en términos de amor o de odio, y en consecuencia, deja de estar sometida a lo que nos rodea. Se trata, en suma, de reorganizar nuestro campo mental según las reglas de una nueva economía libidinal que reconduzca hacia el yo todas sus producciones, desvinculando las emociones de sus fijaciones obsesivas a fines externos, y dotándolas en ese acto de nuevas motivaciones. Por medio de una especie de conversión racional, es posible disminuir subjetivamente la carga libidinal proyectada en los recuerdos destructivos y reencauzar nuestras emociones para que operen a nuestro servicio, incrementando la fuerza afirmativa en la que se sostiene la tarea de vivir.
Spinoza nos enseña que el reconocimiento de la génesis de nuestras emociones, junto con la comprensión de su naturaleza, puede llegar a quitar el dolor que esas emociones nos producen, reafirmando el valor terapéutico de una reflexión esencial en la consecución de la superación de las emociones dolorosas: así como se sigue que no es sencillo llegar a comprender los mecanismos proyectivos que instituyeron al objeto de amor o de odio que nos sume en el dolor, porque estamos comprometidos, involucrados con ellos, se sigue asimismo que una vez que comprendemos esos mismos mecanismos proyectivos y su fuente en el yo, con el tiempo dejarán de producirnos dolor. Esta suerte de resignificación de las emociones, nos lo advierte el filósofo, aunque difícil, no es imposible.
Spinoza dijo: «La esencia del hombre es el deseo». Y el deseo es primariamente el deseo de conservar la vida y de hacer, de esa vida, una existencia enriquecida por los encuentros con los otros y con las cosas del mundo, actividad deseante que recién cesa con la muerte.
El deseo es, al fin de cuentas, amar la vida. Y no conoce ni de primaveras ni de otoños.
La mirada científica
No sólo los viejos. También los jóvenes y aquellos que no lo son tanto ven la vejez como un mal que sólo les sobreviene a los otros, aun cuando paradójicamente -a diferencia de los negros o los extranjeros, por nombrar apenas un par entre tantos otros grupos discriminados-, los viejos son la única minoría de la cual esperamos formar parte (dado que la alternativa es, obviamente, peor: morir antes).
El sociólogo Manuel Castells, en La era de la información, una obra tan actual como documentada, observa que tradicionalmente el tiempo laboral se asociaba íntimamente con el ciclo vital. Ese matrimonio entre tiempo vivido y jubilación parece haber llegado a su fin: individuos que ni siquiera alcanzaron la sexta década de vida, por jubilación anticipada, por desempleo permanente o por desgaste o desánimo ante la imposibilidad de reinsertarse en el mercado laboral, lo abandonan prematuramente. No sólo el reconocido profesor universitario dotado con los conocimientos que sólo la experiencia puede conferirle es apartado de la vida académica. También las miopes conductas empresariales y gubernamentales conducen a deshacerse de los trabajadores de cierta edad, en la creencia de que la madurez es sinónimo, observa Castells, de cierta incapacidad de «adaptarse a la velocidad actual de la innovación tecnológica y organizativa», miopía que pasa por alto que la aceleración en la renovación de la tecnología crea un horizonte perpetuamente inalcanzable no sólo para los llamados «inmigrantes digitales» (quienes nacieron mucho antes de la aparición de estas nuevas tecnologías), pues de hecho también los «nativos digitales» la padecen.
En contrapartida, la transformación del ritmo vital que hacía del hombre un reloj biológico cuyas horas marcaban inexorablemente lo que socialmente se esperaba de él, la prolongación de la duración de la vida media y la proporción de la población que supera esa media alteraron la asociación entre ancianidad y muerte social. El universo de la vejez es tan heterogéneo o más el de que cualquier otro grupo etario (pensemos, sin ir más lejos, que abarca desde los sesenta o sesenta y cinco años hasta los cien años, y que en la ciudad de Buenos Aires solamente, lo dicen las estadísticas, hay más de trescientas personas centenarias), prolongación que redefinió el ciclo vital. Si tomamos en cuenta que a un jubilado a los sesenta y cinco años tal vez le espera vivir un tercio de su vida, la salida del mercado laboral ya no es un criterio válido para determinar el pasaje a la vejez. Y si se aplica un criterio mucho más preciso, las diferencias individuales no se hallan tan sujetas a la edad cronológica como al grado de discapacidad, fragilidad o dependencia, no siempre en relación directamente proporcional con la edad. Esas diferencias son tan importantes que algunos miembros muy maduros pueden ser encolumnados con discapacitados más jóvenes, integrando conjuntamente un nuevo grupo social. Por último, más que por su edad, la diferenciación real pronto dependerá del capital social, cultural y relacional acumulado a lo largo de la vida, lo que quiebra, señala Castells, «la relación existente entre la condición social y el estadio biológico en que se basa el ciclo vital».
Otros enfoques científicos también colaboraron para esclarecer la autopercepción de la vejez. Los aportes de la psicología y la neurología a la gerontología documentaron cierta pérdida de las capacidades intelectuales y mnémicas a medida que progresa el envejecimiento. La contrapartida del reconocimiento de ese deterioro cognitivo son los índices alentadores en la evolución de vida emocional. A juzgar por los estudios dirigidos por la investigadora Laura Carstensen en el Laboratorio de psicología experimental de la Universidad de Stanford, tras el seguimiento de un grupo de 184 personas entre los 18 y los 94 años se concluyó que, aunque los sentimientos positivos se mantienen constantes tanto en los adultos jóvenes como en aquellos que no lo son tanto, con el transcurso del tiempo la frecuencia de sentimientos negativos declina notoriamente. Tras «tocar fondo» alrededor de los sesenta años, los sentimientos negativos en quienes superan esa edad, experimentados en el día a día, son más frecuentes, pero se mantienen por debajo del nivel máximo de los jóvenes veinteañeros. Por añadidura, a medida que se envejece, los sentimientos positivos perduran durante más tiempo mientras que los negativos son cada vez más efímeros.
Esta variabilidad mostraría que la gente mayor regula sus estados emocionales mejor que lo que lo hace la gente joven. Con el paso del tiempo, la sensación creciente de que se cuenta con menos tiempo futuro genera la búsqueda de relaciones emocionales más profundas, a diferencia de lo que ocurre a los jóvenes que, con todo el tiempo por delante, sacrifican a menudo los lazos emocionales en la búsqueda de nuevos contactos y experiencias. Los viejos conviven en redes sociales reducidas, como reducidas son sus esferas de intereses. Pero aun cuando suelan ser vistos como desconectados de muchas actividades o como indiferentes a las oportunidades sociales, se probó que la reducción de su actividad social y de experiencias novedosas les brinda cierta libertad de elegir vivir vidas emocionalmente más satisfactorias.
Victoria pírrica
Seguramente ninguna de las tres miradas en torno a la vejez -ni la despiadada ni la redentora ni la científica- agota por sí sola la complejidad de lo vivido, pues quien la vivencia en su singularidad puede identificarse en mayor o menor grado con una u otra de ellas. Pero en cualquier caso, quien transita esa etapa de la vida suele tener demasiado para darse y para dar a los demás, aunque el imaginario colectivo insiste en representarlo como muy distante de proyectos y sueños por cumplir.
Si la percepción social de la vejez es una construcción cultural, no alcanza a reflejar las diversas maneras en las que puede ser vivida; recuperar la vejez como lo que es, una etapa más de la existencia humana, nos compromete a todos: para quienes ya no son jóvenes, el desafío es resignificar esos años para legarlos a las generaciones más jóvenes, todavía indiferentes a ese futuro que se les antoja tan remoto como impensable.
Cuando ilusoriamente renegamos del tiempo vivido, aferrándonos a una perpetua juventud apócrifa, sólo obtenemos una victoria que, en un mismo gesto, nos condena. Victoria fallida porque, más tarde o más temprano, la vejez nos espera a casi todos los mortales. Y serán los mismos que hoy se vanaglorian de vencer el tiempo, las piezas sacrificiales de un efímero triunfo.
En Memorias de Adriano, Marguerite Yourcenar condensa este pasaje a la sabiduría cuando el emperador reconoce que ha llegado a «la edad en que la vida, para cualquier hombre, es una derrota aceptada. Decir que mis días están contados no tiene sentido; así fue siempre; así es para todos».
Al fin de cuentas, la vejez asusta porque preanuncia el fin de la existencia humana. Sin embargo, vivimos preñados de incertezas. Y una de ellas, como reza el proverbio, nos recuerda que «Nadie es demasiado joven como para no morir mañana ni demasiado viejo como para no vivir un día más».