Parece que entre el número de bodas civiles en Navarra y las parejas de hecho se sobrepasan ya ampliamente las bodas religiosas. Nadie lo hubiera creído hace unos pocos años. Todo se mueve, incluso en el bastión del catolicismo navarro. Empero, a la vista del incremento de divorcios, la oferta de fórmulas de casamiento parece no […]
Parece que entre el número de bodas civiles en Navarra y las parejas de hecho se sobrepasan ya ampliamente las bodas religiosas. Nadie lo hubiera creído hace unos pocos años. Todo se mueve, incluso en el bastión del catolicismo navarro. Empero, a la vista del incremento de divorcios, la oferta de fórmulas de casamiento parece no haber mejorado las ligarzas entre los cónyuges. ¿Estamos llegando a la libertad de (des)parejamiento plena? Pues aunque parezca mentira, hubo épocas en que nuestros antepasados lo hicieron todavía más fácil.
Según el Fuero General, durante toda la Edad Media existió en Navarra el matrimonio civil, sin sacerdote y con un mínimo de dos testigos, válido a todos los efectos. El matrimonio podía rescindirse con la misma fórmula, por la simple ruptura del contrato, a pesar de las protestas de la Iglesia contra los que «no se avergüenzan de contraer dos o varios matrimonios viviendo los primeros cónyuges». En 1563, el malhadado Concilio de Trento proclamó el adulterio de estos matrimonios y comenzó a validar sólo los que se hacían frente al cura y se registraban en el libro parroquial. Los demás, ya se sabe, al fuego eterno. Los tribunales eclesiásticos denunciaron entonces algunos casos de matrimonios contraídos según el Fuero Navarro, y en la documentación, divulgada por Jimeno Jurío, aparecen los contratos matrimoniales, unos redactados en romance y otros en vascuence. El origen de estos matrimonios en euskara indica la pujanza de la lengua en esos lugares: Beorburu de Juslapeña (1536); Uterga de Valdizarbe (1547); Aoiz, (1551); Esparza de Galar (1557), por citar algunos.
La fórmula de la boda de dos vecinos de Zufía, Mari-Miguel y Diego, en 1552, se conserva gracias a un juicio posterior en la que los testigos afirman que la pareja «se tomaron las manos derechas y el dicho Diego de Zufía dijo estas palabras: Nic Diego de Zufia ematen drauzut neure fedea zuri María Miguel ez verçe senarric egiteco. Y luego la dicha Mari-Miguel, estando así tomada de las manos dixo: Alaver nic Mari-Miguel ematen drauzut zuri Diego neure fedea ene senarçat eta ez verçe senarric egitecoz zu bayci». Simplemente, se daban palabra de fidelidad. Más tarde, el mozo quiso echarse atrás, diciendo que había dado la promesa condicionada a «si te cabalgo, lo cual dixo de bascuence por estas palabras, nic ematen drauzut neure fedea valdin Yo baneça aren senar içateco». Si el arrepentido Diego cabalgó o no a la buena Mari-Miguel, es algo en lo que no entraron los tribunales navarros y, de acuerdo a la costumbre de la tierra, dieron por válido el matrimonio. Pero Navarra ya no era un reino independiente y Trento se imponía: el mozo recurrió a las leyes de los conquistadores y en Zaragoza consiguió la nulidad.
Otro caso fue el de Juana, cándida moza de Uterga de la que un mozo de Adiós consiguió favores carnales después de haberle dado la mano y las fes, y luego se llamó antana. La fórmula del casorio había sido similar: se tomaron las dos manos derechas y él le dijo en amoroso hika: «Nic Martín y Joanna arçenaut neure alaroçaát / eta hic arnaçan yre esposoçat / eta prometaçen dinat ez vede emazteric eguiteco y baycen viçi nayçen artean / eta guardaçeco lealtadea / ala fede, ala fede, la fede». A lo que ella contestó: «Nic Juana y Martín arçenaut eure sposoçat / eta hic arnaçan yre esposoçat / eta prometaçen diat ez vede senarric eguiteco y baycen viçi nayçen artean / eta guardaçeco lealtadea / ala fede, ala fede, la fede». Que viene a significar más o menos: «Yo Martín te tomo a ti, Joanna, como mi esposa, y tómame tú a mi por tu esposo; y te prometo que mientra yo viva no tendré otra esposa; y que te guardaré lealtad; lo prometo, lo prometo, lo prometo». Y la moza repitió la misma fórmula al marido.
No sabemos qué sorprende más de aquellas bodas de antaño: la vitalidad de la lengua vasca en estos valles navarros tan meridionales o la existencia tan normalizada del matrimonio civil, y del divorcio, en la Navarra de hace cuatro siglos: dos personas que, libremente, juntan sus manos frente a testigos civiles y se prometen lealtad. Y lo mismo para decirse adiós. ¿Puede pedirse más naturalidad?
En Tafalla y otros lugares, algunos concejales han comenzado a usar la vieja fórmula navarra para realizar los casamientos civiles en los ayuntamientos, y también ha sido empleada para dar comienzo a parejas de hecho. Y es que ante las alambicadas liturgias sacramentales de los curas en las iglesias, la frialdad burocrática de los textos oficiales en los ayuntamientos, y la falta absoluta de protocolo festivo en las parejas de hecho, la fórmula navarra de casamiento se nos puede antojar como la más nuestra, la más tradicional, la más democrática, la más progresista y, si me apuran, la más bonita.