En los Derechos de la Naturaleza el centro está puesto en la Naturaleza. Ésta vale por sí misma, independientemente de la utilidad o usos del ser humano, que forma parte de la naturaleza.La compleja construcción de un proyecto de vida en común Toda Constitución sintetiza un momento histórico. En toda Constitución se cristalizan procesos sociales […]
En los Derechos de la Naturaleza el centro está puesto en la Naturaleza. Ésta vale por sí misma, independientemente de la utilidad o usos del ser humano, que forma parte de la naturaleza.
La compleja construcción de un proyecto de vida en común
Toda Constitución sintetiza un momento histórico. En toda Constitución se cristalizan procesos sociales acumulados. Y en toda Constitución se plasma una determinada forma de entender la vida. Una Constitución, sin embargo, no hace a una sociedad. Es la sociedad la que elabora la Constitución y la adopta casi como una hoja de ruta. Una Constitución, más allá de su indudable trascendencia jurídica, es ante todo un proyecto político de vida en común, que debe ser puesto en vigencia con el concurso activo de la sociedad.
Desde esta perspectiva, la Constitución ecuatoriana -construida colectivamente en los años 2007 y 2008-, fiel a las demandas acumuladas en la sociedad, consecuente con las expectativas creadas, responsable con los retos globales, se proyecta como medio e incluso como un fin para dar paso a cambios estructurales. En su contenido afloran múltiples definiciones para impulsar transformaciones de fondo, a partir de propuestas construidas a lo largo de muchas décadas de resistencias y de luchas sociales. Transformaciones muchas veces imposibles de aceptar (e incluso de entender) por parte de los constitucionalistas tradicionales y de quienes a la postre ven que sus privilegios están en peligro. Una de esas «novedades» se plasma en los Derechos de la Naturaleza.
La Naturaleza en el centro del debate
La acumulación material -mecanicista e interminable de bienes-, apoltronada en «el utilitarismo antropocéntrico sobre la Naturaleza»- al decir del uruguayo Eduardo Gudynas-, no tiene futuro. Los límites de los estilos de vida sustentados en esta visión ideológica del progreso son cada vez más notables y preocupantes. No se puede seguir asumiendo a la Naturaleza como un factor de producción para el crecimiento económico o como un simple objeto de las políticas de desarrollo.
Esto nos conduce a aceptar que la Naturaleza, en tanto término conceptualizado por los seres humanos, debe ser reinterpretada y revisada íntegramente. Para empezar la humanidad no está fuera de la Naturaleza. La visión dominante, incluso al definir la Naturaleza sin considerar a la humanidad como parte integral de la misma, ha abierto la puerta para dominarla y manipularla. Se le ha transformado en recursos o en «capital natural» a ser explotados. Cuando, en realidad, la Naturaleza puede existir sin seres humanos…
En este punto hay que rescatar las dimensiones de la sustentabilidad. Ésta exige una nueva ética para organizar la vida misma. Un paso clave, los objetivos económicos deben estar subordinados a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales, sin perder de vista el respeto a la dignidad humana y la mejoría de la calidad de vida de las personas.
Un proceso histórico de ampliación de los derechos
A lo largo de la historia, cada ampliación de los derechos fue anteriormente impensable. La emancipación de los esclavos o la extensión de los derechos civiles a los afroamericanos, a las mujeres y a los niños fueron una vez rechazadas por los grupos dominantes por ser consideradas como un absurdo. Para la abolición de la esclavitud se requería que se reconozca «el derecho de tener derechos», lo que exigía un esfuerzo político para cambiar aquellas leyes que negaban esos derechos. Para liberar a la Naturaleza de esta condición de sujeto sin derechos o de simple objeto de propiedad, es entonces necesario un esfuerzo político que reconozca que la Naturaleza es sujeto de derechos. Este aspecto es fundamental si aceptamos que todos los seres vivos tienen el mismo derecho ontológico a la vida.
Esta lucha de liberación es, ante todo, un esfuerzo político que empieza por reconocer que el sistema capitalista destruye sus propias condiciones biofísicas de existencia. Dotar de Derechos a la Naturaleza significa, entonces, alentar políticamente su paso de objeto a sujeto, como parte de un proceso centenario de ampliación de los sujetos del derecho. Si se aseguran derechos a la Naturaleza se consolida el «derecho a la existencia» de los propios seres humanos, como anotaba en 1988 el jurista suizo Jörg Leimbacher.
Del actual antropocentrismo debemos transitar, al decir de Gudynas, al biocentrismo. Esto implica organizar la economía preservando la integridad de los procesos naturales, garantizando los flujos de energía y de materiales en la biosfera, sin dejar de preservar la biodiversidad.
Estos planteamientos ubican con claridad por dónde debería marchar la construcción de una nueva forma de organización de la sociedad. Pero no será fácil. Sobre todo en la medida que ésta afecta los privilegios de los círculos de poder nacionales y transnacionales, éstos harán lo imposible para tratar de detener este proceso. Esta reacción, lamentablemente, también se nutre de algunas acciones y decisiones del gobierno de Rafael Correa, quien alentó con entusiasmo el proceso constituyente y la aprobación popular de la Constitución de Montecristi, pero que con algunas de las leyes aprobadas posteriormente, por ejemplo la Ley de Minería o la Ley de Soberanía Alimentaria, sin dar paso a la conformación del Estado plurinacional, en una suerte de contrarrevolución legal, atenta contra varios de los principios constitucionales.
Una declaración pionera a nivel mundial
Al reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos, en la búsqueda de ese necesario equilibrio entre la Naturaleza y las necesidades y derechos de los seres humanos, enmarcados en el principio del Buen Vivir, se supera la clásica versión jurídica. Y para conseguirlo nada mejor que diferenciar los Derechos Humanos de los Derechos de la Naturaleza, tal como lo plantea Gudynas.
En los Derechos Humanos el centro está puesto en la persona. Se trata de una visión antropocéntrica. En los derechos políticos y sociales, es decir de primera y segunda generación, el Estado reconoce a la ciudadanía esos derechos, como parte de una visión individualista e individualizadora. En los derechos económicos, culturales y ambientales, conocidos como derechos de tercera generación, se incluye el derecho a que los seres humanos gocen de condiciones sociales equitativas y de un medio ambiente sano y no contaminado. Se procura evitar la pobreza y el deterioro ambiental.
Los derechos de primera generación se enmarcan en la visión clásica de la justicia: imparcialidad ante la ley, garantías ciudadanas, etc. Para cristalizar los derechos económicos y sociales se da paso a la justicia redistributiva o justicia social, orientada a resolver la pobreza. Los derechos de tercera generación configuran, además, la justicia ambiental, que atiende sobre todo demandas de grupos pobres y marginados en defensa de la calidad de sus condiciones de vida afectada por destrozos ambientales. En estos casos, cuando hay daños ambientales, los seres humanos pueden ser indemnizados, reparados y/o compensados.
En los Derechos de la Naturaleza el centro está puesto en la Naturaleza. Esta vale por sí misma, independientemente de la utilidad o usos del ser humano, que forma parte de la Naturaleza. Esto es lo que representa una visión biocéntrica. Estos derechos no defienden una Naturaleza intocada, que nos lleve, por ejemplo, a dejar de tener cultivos, pesca o ganadería. Estos derechos defienden mantener los sistemas de vida, los conjuntos de vida. Su atención se fija en los ecosistemas, en las colectividades, no en los individuos. Se pueden comer carne, pescado y granos, por ejemplo, mientras se asegure que quedan ecosistemas funcionando con sus especies nativas.
A los Derechos de la Naturaleza se los llama derechos ecológicos para diferenciarlos de los derechos ambientales de la opción anterior. En la nueva Constitución ecuatoriana -no así en la boliviana- estos derechos aparecen en forma explícita como Derechos de la Naturaleza, así como derechos para proteger las especies amenazadas y las áreas naturales o restaurar las áreas degradadas. También es trascendente la incorporación del término Pacha Mama, como sinónimo de Naturaleza, en tanto reconocimiento de interculturalidad y plurinacionalidad.
En este campo, la justicia ecológica pretende asegurar la persistencia y sobrevivencia de las especies y sus ecosistemas, como redes de vida. Esta justicia es independiente de la justicia ambiental. No es de su incumbencia la indemnización a los humanos por el daño ambiental. Se expresa en la restauración de los ecosistemas afectados. En realidad se deben aplicar simultáneamente las dos justicias: la ambiental para las personas, y la ecológica para la Naturaleza.
Siguiendo con las reflexiones de Gudynas, los Derechos de la Naturaleza necesitan y a la vez originan otro tipo de definición de ciudadanía, que se construye en lo social pero también en lo ambiental. Estas ciudadanías son plurales, ya que dependen de las historias y de los ambientes, acogen criterios de justicia ecológica que superan la visión tradicional de justicia.
La proyección de los Derechos de la Naturaleza
De los Derechos de la Naturaleza, asumidos en la Constitución ecuatoriana, se derivan decisiones trascendentales. Uno clave tiene que ver con procesos de desmercantilización de la Naturaleza, como ha sido la privatización del agua, así como de sus sistemas de distribución y abastecimiento. Igualmente se exige la eliminación de criterios mercantiles para utilizar los servicios ambientales. La restauración integral de los ecosistemas degradados es otro de los pasos revolucionarios adoptados.
La soberanía alimentaria se transforma en eje conductor de las políticas agrarias e incluso de recuperación del verdadero patrimonio nacional: su biodiversidad. Incluso se reclama la necesidad de conseguir la soberanía energética, sin poner en riesgo la soberanía alimentaria o el equilibrio ecológico.
Si aceptamos que es necesaria una nueva ética para reorganizar la vida en el planeta, resulta indispensable agregar a la justicia social y la justicia ambiental, la justicia ecológica. En otras palabras, los Derechos Humanos se complementan con los Derechos de la Naturaleza, y viceversa.
De los Andes al mundo
El mandato de los Derechos de la Naturaleza nos invita a pensar y realizar una integración regional de nuevo cuño. Y desde esta perspectiva, desde Nuestra América habrá que levantar la tesis de una pronta Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza, compromiso que podrá encontrar un espaldarazo en el marco de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra, convocada por el presidente Evo Morales.
Nuestra responsabilidad es grande y compleja. Al tiempo que condenamos los sistemas y las prácticas depredadoras forjadas en el capitalismo metropolitano, debemos condenar por igual y superar las diversas formas de extractivismo que consolidan la sumisión de nuestros países en el mercado mundial, en tanto productores y exportadores de materias primas. Este extractivismo, para nada superado en nuestros países, seguirá hundiendo en la miseria a los pueblos y agravando los problemas ambientales.
En suma, está en juego el Buen Vivir (sumak kausay o suma qamaña), relacionado estrechamente con los Derechos de la Naturaleza. Estos derechos, sumados a los Derechos Humanos, nos conminan a construir democráticamente sociedades sustentables. Y esas sociedades se lograrán a partir de ciudadanías plurales pensadas también desde lo ambiental, en las que el ser humano y las diversas colectividades de seres humanos coexistan en armonía con la Naturaleza.
Alberto Acosta es Economista ecuatoriano. Profesor e investigador de la FLACSO. Consultor internacional. Ex ministro de Energía y Minas. Ex presidente de la Asamblea Constituyente.
Fuente: http://alainet.org/active/37414