El último acuerdo español sobre las reglas del juego para poder participar en los desafíos electorales deja muy tocado el escenario político. Hace tiempo que asistimos a un juego restrictivo de la política, a un equilibrio de mayorías a costa de eliminar al adversario, por las buenas o por las malas. El futuro político, unido […]
El último acuerdo español sobre las reglas del juego para poder participar en los desafíos electorales deja muy tocado el escenario político. Hace tiempo que asistimos a un juego restrictivo de la política, a un equilibrio de mayorías a costa de eliminar al adversario, por las buenas o por las malas. El futuro político, unido a la letanía que van a deber de firmar los electos, y quizás también los electores, es una idiotez que sólo puede proceder de España, cuna de monstruos, corruptos, dictadores, reyezuelos y vendedores de relojes. Pero una idiotez que, no lo dudemos, será avalada por las expresiones supremas del Estado, forofos de patriotismo antes que jueces de toga.
Los vascos somos para españoles, y en menor medida para franceses por eso de la lejanía de París, una especie de fetiche, del que se espera determinadas respuestas y acciones en el teatro de la vida. Hagamos lo que hagamos, de nosotros aguardarán amores imposibles. Somos fetiches adecuada e históricamente sufridos, como los tótemes de madera de las tribus polinésicas que cada uno sirve para satisfacer una necesidad.
Es obvio que los vascos no somos fetiche sexual, aunque como perjudicados, somos destino de los complejos fálicos de nuestros vecinos. Y no me refiero a deseos amorosos, por cierto, sino hostiles.
Me resulta sorprendente la conformación de ese universo vasco que, golpe a golpe, año a año, han ido creando en el inconsciente colectivo español sin otra base científica que el fanatismo, político, religioso, cultural e incluso deportivo. No me excedo. A veces, escuchando a un catedrático universitario, tengo la impresión de que me encuentro en una taberna de Chamberí y viceversa. La línea entre la falacia y la intelectualidad es tan fina que se me antoja difícil distinguirla.
Nos dicen los expertos que los niños tienen dificultades para discernir entre el mundo real y la fantasía. Más arriba no hay duda. Los adultos estamos anclados definitivamente en Hollywood. No es un problema psiquiátrico, aunque quizás tenga ramalazos propios y un «especialista», como más adelante lo abordaré, ya lo redujo. Ni siquiera una discusión relativa a la caracterización de culturas. Es una cuestión meramente política, hasta en los detalles más nimios.
Y para no tener que divagar me voy a referir a algunos recientes ejemplos. El primero de ellos, en Donostia, donde tras el estrepitoso fracaso de Tabacalera como proyecto cultural, el eterno alcalde Odón Elorza apuntó a una falta de comprensión de los donostiarras hacia el centro como causa del fiasco. Vamos que los donostiarras éramos una especie de subnormales culturales que no entendíamos ni de tendencias, ni de vanguardias.
Con motivo de la muerte de la niña Begoña Urroz, manipulada 50 años después, convirtiéndola en víctima de ETA, la construcción fílmica ha superado con creces mentiras históricas del franquismo. No basta con que las razones sean de tebeo, la transformación evidente hasta el punto que medios ligados a la gansada informativa se hayan hecho eco de ello, no basta con la lógica de los hechos. El escenario es el impuesto, las intenciones las expresadas, sean veraces o no.
Ese deseo freudiano nos ha llevado hasta las más altas cotas de la estupidez. Ahora, como apuntaba al comienzo del artículo, son las necesidades para que «España continúe perteneciendo a los españoles». Las fórmulas no harán sino continuar modelos anteriores.
Ante la avalancha de militantes opositores por infiltrar el aparato franquista, los expertos obligaron a los ciudadanos con cargos políticos y administrativos, a jurar a favor de los llamados «Principios del Movimiento», el decálogo franquista. Dicen, aunque no me lo creo, que por eso lo hizo el monarca que nos saluda por Navidad en la tele. Un infiltrado de lujo.
Durante la transición, los cargos electos que acudían al Parlamento de Madrid y a alguna otra institución, debían jurar el apoyo a la Constitución española, la misma que alenta a los milicos a arrasar a vascos y catalanes, con napalm, gas sarín o pimientas de Bangla Desh, según se tercie y tengan en humor los del Estado Mayor. ¿Por qué? Porque consideraban que los vascos más comprometidos no lo harían. Se equivocaron y lo hicieron por «imperativo legal».
Con estas experiencias, ahora las fórmulas van a ir más lejos. No se va tratar de condenar el «terrorismo», que quizás lo haga más de uno de mil amores, pensando en salivar a quienes ordenaron asesinar a miles de niños en Iraq, entre cientos de ejemplos posibles. Ni de repudiar a ETA, sino, probablemente, de renegar de todo lo que este pueblo haya conseguido en los últimos 50 años a través de enfrentar un proyecto de izquierdas y abertzale con el Estado.
Y si algún día en una esquina de Bilbao, el más avispado de clase descubre una fórmula que planee sobre las frases que haya que jurar (¿por el honor de quién?), un juez o un político, que más da, nos contará una milonga de este estilo: «A pesar de lo que el Sr. tal jure tal, me consta que está mintiendo y que, en el fondo, piensa diferente a lo que ha prometido». ¿Locura? Al tiempo.
Quienes peinamos canas conocemos la labor del médico Vallejo-Nájera, jefe de los servicios psiquiátricos del Ejército español, que «analizó» a centenares de presos y, tras su labor, publicó unas conclusiones que fueron la biblia de los servicios represivos. España sacó pecho con Vallejo-Nájera. En síntesis, el psiquiatra fascista decía que los marxistas (léase vascos, catalanes, opositores, disidentes, etc.) eran «psicópatas de todos los tipos, preferentemente antisociales». A los revolucionarios los llamaba «esquizoides místicos políticos» e «imbéciles sociales a esa multitud de seres incultos, torpes, sugestibles, carentes de espontaneidad…».
En fin, me hierve la sangre leyendo y tomando notas sobre semejante experimento de un Menguele con patillas y bigote fino. Resumiendo en exceso diría que las conclusiones de Vallejo-Nájera apuntaban a que los observados eran unos degenerados antisociales. Me suena la cantinela.
Más de uno me echará en cara que lo que voy a decir es una sobrada. No lo creo y por eso lo digo. En España, como en tiempos de Vallejo-Nájera, aún nos ven a los vascos precisamente como unos degenerados, ciudadanos de segunda categoría, a los que hay que civilizar con una serie de leyes y normas, excepcionales eso sí, pero necesarias para conducirnos a buen puerto. Necesitamos ser lobotomizados por nuestro bien y por el de la sociedad española a los que sus dirigentes no pueden decepcionar.
Y no puede decepcionar porque durante años, décadas, siglos, los vascos hemos conformado un universo virtual, asumido por sociedades de todo tipo, falso a todas luces, pero necesario para quien desde la metrópoli, necesitaba cohesionar a sus propios seguidores. Y esa cohesión la damos nosotros, los hijos de Aitor o de Amaia, estemos unidos o no a un fusil Remington, como los carlistas, a un Máuser como los maquis del Baztán o a una pistola Astra como la de Txabi Etxebarrieta. Y si la pólvora nos repele, es lo mismo, estaremos ligados a letras, cultura, ikastolas o incluso Altos Hornos y será suficiente. Siempre será suficiente. Seremos excepcionales por guión.
Es por eso que cuando un vasco no se considere español, será un «imbécil social» porque España ha construido ese cosmos patrio en el que las piezas están talladas y untadas al tablero. El ambiente más allá del Ebro no puede permitir la decepción, repito. Sus muertos valen diez. Los nuestros uno. Su idioma es excepcional, el nuestro incapaz de formar universitarios… así hasta la eternidad. Por eso continuaremos siendo fetiches para dar satisfacción a la masa: «Juro solemnemente amor y fidelidad a mi apreciada España…». Y, por si acaso, a la máquina de la verdad.