He aquí lo que dice el programa del PSOE: «Justicia e igualdad ante la ley os ofrecemos. Paz y amor entre los españoles. Libertad y fraternidad exentas de tiranía. Trabajo para todos. Justicia social, llevada a cabo sin enconos ni violencias, y una equitativa y progresiva distribución de la riqueza sin destruir ni poner en […]
He aquí lo que dice el programa del PSOE: «Justicia e igualdad ante la ley os ofrecemos. Paz y amor entre los españoles. Libertad y fraternidad exentas de tiranía. Trabajo para todos. Justicia social, llevada a cabo sin enconos ni violencias, y una equitativa y progresiva distribución de la riqueza sin destruir ni poner en peligro la economía española».
Es un programa con el que es difícil no estar de acuerdo, salvo porque -reparo ahora en el error- no se trata del programa del PSOE sino de un discurso de Mariano Rajoy, máximo dirigente del PP, ante miles de enfervorizados simpatizantes que en las próximas elecciones lo auparán a la presidencia del gobierno.
Pero no, un momento. He vuelto a equivocarme. Las líneas arriba citadas no pertenecen al programa del PSOE ni a un discurso de Rajoy; forman parte del manifiesto firmado en Sta. Cruz de Tenerife a las 5.15 horas del día 18 de julio de 1936 por… Francisco Franco. Horas después, a lomos de estos principios, el generalísimo desencadenaba una guerra civil que se cobraría la vida de un millón de españoles, a la que seguirían fusilamientos, torturas, encarcelamientos y represalias durante cuarenta años de dictadura.
Entiéndaseme: que Zapatero, Rajoy y Franco utilicen los mismos conceptos -justicia social, igualdad, libertad, paz, todos ellos patrimonio de la izquierda- no disuelve las diferencias de hecho que los separan. No son iguales, pero esta coincidencia ilumina dos fenómenos, uno bueno y otro malo, sin los cuales no es posible entender la gestión política del capitalismo. El bueno es que a todos nos gusta ser justos y razonables. Que haya que mentir en nombre de la verdad, guerrear en nombre de la paz, matar en nombre de la civilización e ilegalizar partidos en nombre de la democracia, significa que la izquierda ha conseguido imponer sus valores como fuente natural de legitimidad: se puede gobernar contra el pueblo, pero no sin él. Incluso Nerón tuvo que renunciar a jactarse de su incendio; incluso Franco tuvo que tomar prestado -como Zapatero y Rajoy- su lenguaje al enemigo.
El malo es que la fuente de legitimidad y la fuente de decisión son líneas asíntotas y que, a fuerza de nombrar la paz, la democracia, la igualdad, la libertad -mientras se miente, se hace la guerra y se silencia a aquéllos a los que se roban las palabras-, esos mismos valores de alcance universal sufren un universal desprestigio. La hipocresía no rinde homenaje a la virtud; la declara simplemente útil; es decir, innoble. Pero la hipocresía de los políticos -el lenguaje «políticamente correcto», acuñado por los pueblos- indica que aún no se ha tocado fondo. Franco empezó a matar en nombre de la muerte, y no de la vida, en cuanto encontró suficiente resistencia y suficiente apoyo. El fascismo sólo es posible cuando deja de gustarnos ser justos y razonables; cuando -valga decir- la fuente de legitimidad y la fuente de decisión encuentran un punto de intersección en la barbarie.
Franco, Rajoy y Zapatero tienen distintos conceptos de la igualdad y de la libertad. No es su lenguaje izquierdista lo que los funde en un mismo molde. Lo que verdaderamente los une es la única frase de la cita franquista que ningún izquierdista puede rubricar: «una equitativa y progresiva distribución de la riqueza sin destruir ni poner en peligro la economía», terrible, insultante, macabro oxímoron donde el término «economía», que significa justamente, o debería significar, «una equitativa distribución de la riqueza», pasa a definir en exclusiva los beneficios de los bancos, las financieras y las empresas. Esa frase podría ser de Friedman, de Strauss-Kahn, de Díaz Ferrán, de Solbes; nunca de Chomsky o de Galeano. Hay muchas formas, lo sabemos, de gestionar el capitalismo: con partidos o sin partidos, con revistas pornográficas o sin ellas, con reyes, con campos de concentración, con campos de fútbol, con Movimiento o con «movida». Nadie puede decir que «con Franco vivíamos mejor», pero sí que lo que hermana al dictador, a Rajoy y a Zapatero -y desacredita la llamada «transición»- es su toma de partido por los ricos; es decir, el capitalismo.
El pasado 17 de marzo Corea del Norte fusiló a Park Nam-gi, ex director de Finanzas del Partido de los Trabajadores, por «haber llevado el país a la ruina» como responsable del fracaso de la reforma monetaria. El pasado mes de junio, también por haber llevado el país a la ruina, el gobierno de España premió una vez más a sus banqueros y empresarios con una «reforma laboral» que protege y aumenta sus beneficios. ¿Fusilarlos o recompensarlos? Fusilarlos. No, seguro que hay una manera más justa de hacer justicia. Recompensarlos. No, seguro que hay una manera menos ofensiva de ser injustos.
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