La burda vía policial (torturadora y represiva) en la que se enfrascan los distintos -o iguales- gobiernos de el Estado español por pretender liquidar de una vez por todas el «contencioso» vasco, corresponde a una cadena de intereses, que ocuparían varios párrafos, de muy diversa índole que nada o poco guardan relación con el supuesto […]
La burda vía policial (torturadora y represiva) en la que se enfrascan los distintos -o iguales- gobiernos de el Estado español por pretender liquidar de una vez por todas el «contencioso» vasco, corresponde a una cadena de intereses, que ocuparían varios párrafos, de muy diversa índole que nada o poco guardan relación con el supuesto fin que persiguen, pues de otro modo sólo se podría deducir que los «expertos» en la llamada lucha contra el «terrorismo» son una cuadrilla de cretinos o una panda de ignorantes ciegos de odio y de venganza.
La lucha por la liberación de Euskal Herria no se va a detener hasta lograr, tarde o temprano, sus objetivos. Esto es un dato contrastable si simplemente atendemos a la memoria histórica del pasado y del presente euskaldun. El pueblo vasco una y otra vez, generación tras generación, se pasa el relevo sin descanso. El pueblo vasco es, por fortuna, un ejemplo para los pueblos oprimidos, un modelo de sociedad comprometida, con conciencia de clase y con conciencia crítica, y, por contra, el opresor en este caso carece de todos esos atributos: es, a la sazón, soberbio, arrogante y acrítico. Se empeña en sujetar con hilvanes y a toda costa una «piel de toro»(península) intacta e íntegra (lástima Portugal), le apesadumbra que una mano «infiel» arranque «un jirón de la patria» (frase hecha,por cierto). Desprecia a aquella lengua que no logra entender, desconfía y la proscribe (para que las posibles sediciones puedan ser, sin intérprete, escudriñadas).
Un pueblo torpe y negado para aprender idiomas o respetarlos estará condenado a la hostilidad con las demás culturas del planeta. El carácter bravío carpetovetónico es en la práctica un pusilánime ejercicio de ensañamiento contra el débil, ya sea toro de lidia, mujer o corcovado, por citar unos pocos, y se arredra, por contra, con excusas falsas y otros autoconvencimientos ante el «fuerte»: véanse varias generaciones de españolitos balbuceando, cual posesos, en inglés al son de la música que el imperio anglosajón impone, en una lengua que ni le importa ni quiere comprender (y aun así baila) pues, como otras, se le trastabilla entre los labios.
España no existe, aunque esta aseveración parezca una boutade de un pérfido «rojo». El propio y nada sospechoso en felonías maestro Laín Entralgo en alguna ocasión ya observó que esta (España) es un contrato que debemos entre todos renovar cada día.
Esta inconfesable verdad anida sin remedio en el subconsciente colectivo hispano. De ahí que uno de sus deportes favoritos sea agitar tontamente la bandera y restregarla en los rostros del «diferente», una bandera impostora que representa los restos ruinosos de un antiguo imperio el cual desde las campañas «pelayunas» no supo hacer otra cosa que limpiezas étnicas en nombre de abstracciones y alucinaciones como dios, rey y castillos (en el aire).
Pues con Castilla queden (y ni siquiera), si es condición hispánica el imponer fronteras a garrotazos.
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