Las grandes ciudades españolas, especialmente Madrid y Barcelona, siguen presentando niveles de contaminación que superan ampliamente los límites máximos acordados por la Unión Europea. Y ello repercute en la salud de sus habitantes en forma de enfermedades diversas (respiratorias, cardiovasculares) asociadas a la misma. Hay también pocas dudas de que el factor determinante de estos […]
Las grandes ciudades españolas, especialmente Madrid y Barcelona, siguen presentando niveles de contaminación que superan ampliamente los límites máximos acordados por la Unión Europea. Y ello repercute en la salud de sus habitantes en forma de enfermedades diversas (respiratorias, cardiovasculares) asociadas a la misma. Hay también pocas dudas de que el factor determinante de estos niveles de contaminación es el tráfico rodado. Responsable asimismo de la contaminación acústica generadora de otros problemas parecidos. Resulta por tanto evidente que reducir la contaminación y mejorar la salud pasa por una reducción del tráfico y la consiguiente promoción del transporte público, la bicicleta y la locomoción a pie (tan agradable y sana). De la misma forma que reducir la contaminación en los locales públicos ha exigido imponer normas de restricción del consumo de tabaco en los mismos.
Lo que parece lógico no acaba por resultar evidente. La cultura del automóvil ha arraigado de tal manera que constituye una parte sustancial de la cultura hegemónica del capital. El automóvil privado se ha naturalizado como medio de transporte y ha generado el efecto de hacer invisible a buena parte de la población los enormes costes sociales que genera en forma de accidentes, contaminación, ocupación del espacio público, costos de gestión pública etc. Una hegemonía que está especialmente arraigada entre los hombres de clases medias-altas, que constituyen el grupo de adictos más compacto. Y es que el automóvil no constituye sólo un medio de transporte, es también una forma de consumo posicional, de privatización del espacio público, de afirmación personal. Casi ningún infractor grave reconoce su culpabilidad y responsabilidad por el hecho de circular con exceso de velocidad. La cultura del todo en coche forma parte del modelo de consumismo individualista que tan funcional resulta a sectores clave del capitalismo oligopolístico actual (empezando por los constructores de autos y siguiendo por los promotores de centros comerciales, urbanizaciones, infraestructuras viarias…). Agentes de la desertización urbana y el aislamiento social.
Prueba de esta invisibilidad de los costes sociales y de la aceptación social del modelo es el papel que el tema ha jugado en la pasada campaña electoral catalana. Una de las propuestas «estrella» de CiU ha sido nada menos que la de eliminar el límite de 80 km por hora en los accesos a Barcelona -a pesar que hay evidencia que ha contribuido a reducir la contaminación y los accidentes- coherentemente a su oposición frontal al tranvía que ayudó a provocar una de las mayores derrotas políticas del ayuntamiento socialista. La libertad indiscutible del coche sigue dando réditos electorales y el conductor insensato sigue teniendo más predicamento social que el ecologista sensible.
Si bien la derecha ha sido la gran defensora del modelo, algunos sectores de izquierda, especialmente los de cultura obrerista, no han hecho mucho por cambiar esta percepción. El papel de la industria del automóvil en la configuración de la clase obrera local tiene mucho que ver en ello. El temor a que las restricciones al coche se acaben traduciendo en destrucción de empleo juega un papel determinante. Y ello a pesar de que en los últimos años estamos asistiendo a un goteo persistente de cierres de empresas del sector (esta misma semana Yamaha, por medio de un Conseller de la Generalitat en funciones de mamporrero, anuncia su deslocalización a Francia y la pérdida de 400 puestos de trabajo), y de que éstas constituyen la punta de lanza de la demolición de derechos laborales y parasitan un gasto público que podría utilizarse para promover otro tipo de actividades. El imaginario de la clase obrera fordista constituye un paradójico aliado del conductor irrestricto.
No podemos seguir así por más tiempo. Hay que convertir la contaminación en un problema de primer orden. Y propiciar un cambio en el modelo de movilidad y uso del espacio. Pero esta acción cultural que ya realizan grupos ecologistas y asociaciones ciudadanas requiere también de propuestas de política económica orientadas a romper la alianza implícita que ha mantenido el lobby del automóvil con un sector importante de la clase obrera industrial. Romperlo exige desarrollar propuestas que muestren que es posible vivir y trabajar de otra forma.
Fuente: Mientras tanto electrónico, nº 88