El catorce de abril es un buen día para valorar con justicia lo que la tradición republicana significa en España. Al contrario de lo que sucede en otros países, la idea de república, como encarnación de un verdadero gobierno democrático de la sociedad, en España sigue siendo patrimonio de la izquierda. Pero no está siendo […]
El catorce de abril es un buen día para valorar con justicia lo que la tradición republicana significa en España. Al contrario de lo que sucede en otros países, la idea de república, como encarnación de un verdadero gobierno democrático de la sociedad, en España sigue siendo patrimonio de la izquierda. Pero no está siendo aprovechada en todo su potencial en el urgente propósito de lograr una verdadera alternativa transformadora que aglutine a la mayor parte de las sensibilidades y organizaciones a la izquierda del PSOE.
Tener a nuestro favor la idea de república es una ventaja valiosísima que sitúa a las izquierdas del lado de la verdadera democracia. Desmarca definitivamente las opciones anticapitalistas de la idea de tiranía con la que se empeñan siempre en asociarlas los ideólogos y comunicadores del sistema. Este valor en nuestro equipaje es el fruto, hoy maduro, de la lucha y el sacrificio de decenas de miles de compañeras y compañeros en el primer tercio del siglo XX. A pesar de la derrota, el esfuerzo no fue en vano. Tenemos, entonces, una gran responsabilidad para con toda esa gente que sigue enterrada en las cunetas, que sufrieron la guerra, la tortura y el paseo, y cuyos familiares y compañeros vivieron un suplicio que nunca acabó de terminar.
En 1936, la defensa de la República hizo posible el Frente Popular, una coalición amplísima de izquierda que confluía precisamente en las ideas básicas de democracia y justicia social y que ganó con claridad las elecciones generales. Hoy es imprescindible resucitar el ideal republicano para unirnos en torno a él y reivindicar su programa elemental: la auténtica soberanía popular, el imperio de la ley por encima de todo -incluida la economía-. Reclamar democracia por encima de todo no es una veleidad liberal, es el corazón de la izquierda que vale la pena. No hace falta razonar muy profundamente para saber que ahora vivimos en una tiranía brutal. No es el gobierno elegido en las urnas el que gobierna. Los supuestos representantes de la voluntad popular están bajo el dominio de fuerzas que nada tienen que ver con las elecciones generales; bueno, sí, los mismos poderes que son capaces de esclavizar a un país entero con unas cuantas maniobras de especulación financiera dominan los espacios públicos de la comunicación, manipulan la información y los debates, y se permiten la amenaza y el chantaje cuando los medios de persuasión más ligeros no bastan. Vivimos en una tiranía de plutócratas sin escrúpulos, capaces de desatar una violencia despampanante o de amasar fortunas aprovechando la guerra, los desastres o la hambruna.
La importancia de la democracia para la izquierda nos la muestran los poderosos procesos de transformación social que están haciendo resquebrajarse el dominio imperial en medio mundo. Nuestros hermanos árabes han encontrado en los valores de la Ilustración, en las ideas de estado de derecho, libertad y democracia, el sostén ideológico de sus admirables levantamientos contra las tiranías que los tenían subyugados durante décadas. Ya han dicho muchas veces que, del mismo modo que tienen todas las esperanzas puestas en la democracia y el derecho, desconfían plenamente de los consejos de los demócratas europeos. Con una ingenuidad llena de sabiduría, consideran que un verdadero gobierno del pueblo, elegido por el pueblo y marcado por las garantías de un auténtico estado de derecho es el camino más claro, el único, de hecho, hacia la justicia social que necesitan a toda costa porque están hartos del paro, la explotación y la marginación. Algo parecido a lo que pasó en Venezuela o Bolivia, donde las masas decidieron apoyar procesos constituyentes para hacer del gobierno un instrumento elegido por el pueblo y puesto al servicio de los intereses del pueblo, no sometido a los poderes de facto que dejaban el viejo parlamentarismo bendecido por EEUU o los capitalistas españoles en una mera fachada para la corrupción y el ordeno y mando de la oligarquía.
En España hay mucho trabajo que hacer. La bandera de la democracia ha de convertirse en aquella para la que el paro no es un fenómeno casi meteorológico al que no se puede meter mano porque están en juego los intereses del capital. Está pendiente un proceso constituyente que rompa definitivamente con el franquismo y su herencia de miedo y desigualdad social.
Hay un descontento creciente entre las abundantes gentes que han salido muy perjudicadas del proceso de crisis del capitalismo, que al mismo tiempo es muy provechoso para las cuentas de resultados de los que de verdad mandan. ¿Podemos encauzar toda esa rabia y convertirla en un gran impulso social que haga temblar las bases brutales del sistema? La bandera de la democracia es la que puede congregar todas esas voluntades que ahora se manifiestan desorganizadamente en Internet y en la calle en contra de los privilegios de la clase política o contra las agresiones que están sufriendo las conquistas más fundamentales de la clase trabajadora; un proceso constituyente puede ser la alternativa al rearme del fascismo y los racismos que reflotan con las dificultades económicas y el discurso sesgado que entontece de los medios de difusión. En fin, la bandera de la democracia, la verdadera democracia sin componendas con los poderes fácticos, es la que puede aunar las luchas de decenas de organizaciones, grandes y pequeñas, para conseguir crear una alternativa creíble por su amplitud e implantación. Y esa bandera, todos lo sabemos, es la tricolor.
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