La historia empieza en 2006. El nuevo Estatut de Autonomía de Catalunya elevó a rango estatutario lo que la legislación autonómica catalana proclamaba desde hacía lustros: que el catalán debe utilizarse normalmente «como lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza». El PP presentó un recurso de inconstitucionalidad contra este y otros muchos preceptos. En […]
La historia empieza en 2006. El nuevo Estatut de Autonomía de Catalunya elevó a rango estatutario lo que la legislación autonómica catalana proclamaba desde hacía lustros: que el catalán debe utilizarse normalmente «como lengua vehicular y de aprendizaje en la enseñanza». El PP presentó un recurso de inconstitucionalidad contra este y otros muchos preceptos. En su histórica sentencia sobre el Estatut, el Tribunal Constitucional (TC) salvó la literalidad del precepto a cambio de una forzada «interpretación conforme». El TC reconoció que el Estatut «omite en su literalidad toda referencia al castellano», pero interpretó que tal omisión no obedece a un propósito deliberado de exclusión para hacer del catalán la única lengua vehicular. En consecuencia, dijo el Tribunal, el precepto impugnado «no es inconstitucional interpretado en el sentido de que con la mención del catalán no se priva al castellano de la condición de lengua vehicular».
La historia sigue en diciembre de 2010. El Tribunal Supremo resolvió tres recursos presentados por sendas familias catalanas que reclamaban la reintroducción del castellano como lengua vehicular en sus centros docentes respectivos. El Supremo se agarró al pronunciamiento del Constitucional para dar un inverosímil salto conceptual: en lugar de sentenciar que la pretensión de las familias recurrentes debía ser atendida en los centros docentes afectados, el Supremo declaró su «derecho» a que el castellano se utilice también como lengua vehicular en todo el sistema educativo de Catalunya y obligó a la Generalitat a «adoptar cuantas medidas sean precisas para adaptar su sistema de enseñanza a la nueva situación creada por la declaración de la Sentencia del Tribunal Constitucional». Y ahora es cuando el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya se limita a recordar a la Generalitat que debe ejecutar la sentencia del Supremo.
La reacción de la Generalitat y de la mayoría de partidos políticos catalanes es conocida: ni un paso atrás con la inmersión. Pero en el fragor del cierre de filas se ha perdido la oportunidad de entender realmente lo que dice el Tribunal Supremo. El Supremo no prohíbe un sistema en el que el catalán sea la lengua vehicular principal para todos los alumnos; sólo dice que el castellano también debe ser lengua vehicular, en un porcentaje que no le compete establecer a él sino al Departamento de Enseñanza de la Generalitat. El nivel de confusión ha llegado a cotas espectaculares. Inducida sin duda por algún correligionario interesado, la presidenta de la Comisión de Cultura y Educación del Parlamento Europeo, Doris Pack, llegó a advertir a los catalanes de que separar a los alumnos castellanohablantes de los catalanohablantes rompería la cohesión social de Catalunya. La verdad es que el Tribunal Supremo no habla para nada de separar alumnos, y sería increíble que lo hiciera, porque el Estatut de Catalunya, en un artículo que superó sin rasguño alguno el escrutinio constitucional, prohíbe separar a los alumnos en centros o aulas diferentes por razón de su lengua habitual.
El principal argumento de la Generalitat y de la mayoría de partidos políticos catalanes es que la inmersión es un modelo de éxito para la bilingüización de los alumnos. Eso es cierto. Pero también es cierto que el sistema educativo de Catalunya, especialmente en la escuela primaria, priva de facto al castellano de la condición de lengua vehicular, y ello choca con la interpretación que permitió al Tribunal Constitucional salvar ese modelo de éxito. Ante esta tesitura hay dos opciones posibles. La primera es mantener el sistema peti qui peti (caiga quien caiga). La segunda es hacer de tripas corazón y aprovechar los inequívocos reveses jurídicos para emprender una actualización del modelo. Para empezar, el modelo fue diseñado en unas circunstancias muy diferentes de las actuales, cuando no había en las aulas alumnos que hablasen más de un centenar de lenguas distintas (cabe recordar que el sistema de inmersión original exige que el profesorado conozca la lengua materna de sus alumnos). En segundo lugar, dado su fracaso como asignatura, cada vez es más evidente que el inglés debe entrar en el sistema educativo como lengua vehicular. Sólo por poner un ejemplo, en su programa electoral de 2006 Esquerra Republicana de Catalunya, uno de los adalides más vociferantes de la inmersión en catalán, planteaba la cuestión sin ambages: «Garantizaremos una mayor competencia en lengua inglesa. Por esto en la educación obligatoria se seguirá el sistema de inmersión lingüística para impartir algunos contenidos, no sólo la asignatura de lengua inglesa».
¿Por qué la Generalitat y la mayoría de partidos políticos catalanes han optado por la primera opción? La actitud de resistencia va bien para movilizar a la gente en vísperas del Día Nacional de Catalunya, para distraer su atención de la política de contrarreforma con la que Irene Rigau ha desembarcado en el Departamento de Enseñanza y acaso también para orientar su voto en las próximas elecciones españolas. Pero más allá de estas razones coyunturales, lo que impide a las élites políticas catalanas salir de su atrincheramiento es una convicción firmemente ideológica. Al margen de su eficacia en la bilingüización de los alumnos, estas élites creen (las unas de corazón y las otras por el método de la subcontrata) que en Catalunya la escuela debe ser en catalán. Es interesante constatar cómo Joaquim Torres, todo un presidente de la Societat Catalana de Sociolingüística, es capaz de asegurar en una entrevista que la sentencia del Supremo es una secuela del modelo de Estado-nación español sin caer en la cuenta de que el monismo vehicular que él mismo profesa («en Catalunya, en catalán») se adscribe a la misma lógica del Estado-nación que se pretende desacreditar.
Albert Branchadel, sociolongüista, es profesor de la Facultad de Traducción e Interpretación de la UAB
Fuente: http://blogs.publico.es/dominiopublico/4030/la-inmersion-linguistica-a-revision/