En silencio, cabizbajos, con la mirada perdida, esperando que pase «lo que Dios quiera, nosotros ya no podemos hacer nada. Estamos muy cansados».
El sábado 10 de marzo un grupo de 52 congoleses eran deportados a su país desde Madrid, tras peligrosos viajes migratorios que comenzaron incluso seis años antes, cuando huyeron del territorio más pobre de África y de sus guerras. Tras años de lucha por la supervivencia física hasta llegar a territorio europeo, en Melilla el mayor enemigo es el tiempo, la espera y la nada. Esta ciudad amurallada, vallada y aislada por el mar se convierte en una cárcel para las miles de personas que confluyen en este territorio pensando que será la antesala de la casilla de llegada. Sin embargo, una vez cruzada la valla metálica que circunda la ciudad, sólo les espera un edificio donde vivirán hacinados, en el que comer a las 8, a las 13 y a las 20 horas, y matar el resto del tiempo: salir para estirar las piernas, respirar aire fresco y descansar la vista sobre un horizonte que se va difuminando según van pasando los meses y los años, con el existir como todo derecho, sin molestar, sin revelar con su sola presencia que Melilla mantiene anuladas a cientos de personas con la arbitrariedad de una política de extranjería que pendula entre las deportaciones a los países de origen y los traslados a la Península dependiendo de la capacidad del CETI y los intereses de las relaciones internacionales.
Pero a veces, la nada y el tiempo se resquebrajan por el agotamiento, como cuando hace un par de meses, la comunidad de congoleños decidieron dejar de ser invisibles y manifestarse y hacer huelgas de hambre para pedir ser trasladados a la Península Ibérica, y terminar con una espera que supuestamente sólo podía llevarles a suelo europeo puesto que España no deportaba a RDC, país con el que no tiene acuerdos de repatriación y en el que se violan sistemátican los derechos humanos de la población civil. Finalmente, la delegación del gobierno cedió ante las protestas y les comunicó que serían trasladados a Centros de Internamiento de Extranjeros (CIE) en la Península desde donde serían puestos en libertad tras el plazo máximo legal de 60 días. Aquel fue un día de celebración y lágrimas de alivio.
Sin embargo, el sábado 10 eran reunidos en el Aeropuerto de Barajas los 52 hombres y mujeres que habían sido trasladados a la Península para ser deportados. Entre ellos había varios solicitantes de asilo a los que se les había denegado. La noticia llegaba a Melilla horas después, cuando algunos de ellos llamaron a sus compatriotas llorando para contarles que estaban en Kinshasa y que estaban siendo trasladados a la cárcel de la ciudad, una de las más peligrosas del continente africano.
A día de hoy, ni el Ministerio del Interior, ni la Policía Nacional -a la que nos derivó el Ministerio por haber realizado la repatriación-, ni la Delegación de gobierno en Melilla han aclarado en qué terminos legales se realizó la deportación, ni si como denunciaron algunos de los afectados, fueron violentamente reprimidos cuando cinco de ellos se resistieron a subirse al avión al ver que iban a ser trasladados a su país, ni las siguientes cuestiones que les enviamos por escrito como nos pidieron.
- ¿Tiene España un acuerdo migratorio de repatriación con la República Democráctica del Congo?
- ¿A qué hora se realizó el viaje?
- ¿Cuándo se les comunicó que iban a ser deportados?
- ¿Fueron agredidos varios de los inmigrantes, como denuncian algunos de ellos, cuando se dieron cuenta de que iban a ser repatriados y se resistieron a montarse en el avión?
- ¿Viajaron esposados hasta Kinshasa?
- ¿Les acompañaron policías españoles?
- ¿Quiénes les recibieron en el aeropuerto de Kinshasa?
- ¿Les acompañaron hasta el Centro Penitenciario y de Reeducación de Kinshasa (CPRK), conocido como cárcel «Kin Mazière» de Gombe?
- Había varios enfermos de gravedad entre los deportados y algunos sufrieron ataques de ansiedad. ¿En qué situación los encontraron los policías que los acompañaban? ¿Recibieron atención médica?
La única información que hemos obtenido sobre sus últimas horas en el CIE de Aluche de Madrid, nos la dio una inmigrante detenida, sobre la que pesa una orden de expulsión y con la que hemos hablado en varias ocasiones. Según nos cuenta, «fueron reunidos todos en los calabozos, se les ordenó que recogieran todas sus cosas, por lo que pensaban que ya iban a ser puestos en libertad. Pero empezaron a repartirles bocadillos y agua, y aquí cuando te van a soltar no te dan nada, simplemente abren la puerta. Entonces sospechamos que iban a ser deportados. Vinieron policías de fuera del CIE y se rumorea que fueron trasladados en un avión militar». Dos mujeres embarazadas congoleñas, según nos cuenta, habían sido puestas en libertad días antes, versión que nos confirman algunos de sus compatriotas que permanecen en Melilla según la información que ellos tienen.
Una semana después nos encontramos con un grupo de los congoleños que permanecen en Melilla. Cabizbajos, con la mirada perdida en el suelo o en el horizonte, sentados alrededor de una mesa junto a una de la treintena de chabolas que los inmigrantes han construido en un cerro cerca del CETI, para tener un sitio de expansión, un espacio personal, algo de intimidad -también para las parejas que tienen que vivir separadas durante meses, puesto que en el CETI hombres y mujeres duermen separados-, donde cocinar o donde, simplemente, fantasear con que esas tablas con techo y ese metro cuadrado de tierra donde se sientan puedan conferirles la sensación de hogar y tranquilidad.
Jóvenes altos, de cuerpos atléticos y piel lustrosa, con rostros tristes, en silencio, y que no quieren hablar. Uno de ellos explica el porqué: «Ahora todos tenemos mucho miedo, no le importamos a nadie. Nosotros no somos políticos, pero el presidente Kabila considera que las personas que estamos en el extranjero somos un Ejército de opositores y allí los matan. Ya nos hemos manifestado y nos han deportado. Tenemos mucho miedo. Ahora estamos aquí, no hablamos, no nos miramos…. En España, estás 60 días en la cárcel y te sueltan. Aquí en Melilla, algunos llevamos tres años…. Ya sólo nos queda esperar que sea lo que Dios quiera».
A su lado, un hombre con aparentemente problemas psicológicos, se protege de las miradas de los extraños con la capucha de la sudadera y no para de llorar. El resto de los jóvenes siguen mirando a la nada. Llevan así desde que se enteraron de la suerte de sus compañeros hace una semana, cuando el defensor de derechos humanos José Palazón, presidente de Asociación Proderechos de la Infancia (Prodein), ducho en el funcionamiento del limbo jurídico que los inmigrantes sufren en Melilla, nos contaba que «nunca he visto a personas tan perdidas, tan paralizadas» y definía esta expulsión como «la violación de derechos más grave desde los asaltos a la valla de Melilla de 2005″, en los que murieron varios inmigrantes por disparos de la Guardia Civil y la Policía marroquí.
Tampoco hay ninguna versión oficial de lo que ha pasado con los deportados. En la prisión se niegan a dar información, y algunos de los congoleses que están en Melilla dicen que les han contado por teléfono que algunos han sido puestos en libertad y que otros han sido trasladados a otras prisiones, pero que en cualquier caso siguen bajo la vigilancia del gobierno.
Al día siguiente en el mismo sitio encontramos a un grupo de cameruneses. Es domingo y bajo esta carpa comen un plato de carne con patata cocinado al estilo de su país. Los sabores y la compañía parecen dar tregua a la dimensión atemporal en la que se convierte para los extranjeros Melilla. «Es muy triste lo que les ha pasado. ¿Te imaginas pasar tres años esperando y ser enviado a una cárcel de tu país? No es justo, aquí si eres un chivato de la Policía española te vas a la Península en barco, si no, te quedas». El tema de los inmigrantes que revelan información y colaboran con la Policía sale contínuamente en las conversaciones. Los llamados ‘chivatos’ y sus supuestos beneficios a la hora de ser puestos en libertad medran sus esperanzas, generan desconfianza dentro de las propias comunidades de inmigrantes y las desmovilizan a la hora de exigir unos derechos mínimos. Cualquiera puede ser sospechoso de traidor si es visto hablando con algún extraño.
A su lado otro hombre camerunés se une a la conversación. «Hace tres meses que en el CETI no nos dan medicinas si tenemos algún dolor. Sólo si es algo grave nos envían al hospital. No hay nada que hacer, ya no podemos ni limpiar coches porque lo han prohibido, así que no podemos ganar nada de dinero. Y al principio puedes vivir así. Pero cuando pasan seis meses, un año, un año y medio… Y ahora, con la deportación de los congoleses, no sabemos qué va a pasar con nosotros. La nacionalidad ya no importa. Todos estamos en la misma situación. Es muy duro. Es demasiado duro…». Y el «c’est trop dur» va cerrando las conversaciones, con tonos que se van apagando, mientras el silencio de las instituciones públicas se vuelve cada vez más escandaloso.
Fuente: http://periodismohumano.com/migracion/ahora-todos-tenemos-mucho-miedo-no-le-importamos-a-nadie.html