Las industrias de la seguridad, entre las que está la industria carcelaria, necesitan más clientela y un marco normativo de endurecimiento de condenas para mantener más tiempo encarceladas a las personas hacia las que orienta sus procesos de criminalización Una clara demostración del carácter político con el que se toman las decisiones judiciales dentro del […]
Las industrias de la seguridad, entre las que está la industria carcelaria, necesitan más clientela y un marco normativo de endurecimiento de condenas para mantener más tiempo encarceladas a las personas hacia las que orienta sus procesos de criminalización
Una clara demostración del carácter político con el que se toman las decisiones judiciales dentro del Estado español, en este caso en torno al cumplimiento de las condenas, es la aplicación de la llamada «Doctrina Parot», en el caso de las personas presas por colaboración o pertenencia a ETA.
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La pregunta que podemos hacernos es por qué, cuando ya se ha producido una decisión por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, desautorizando la actual aplicación de la citada doctrina, el actual Gobierno español se empeña en recurrirla y en no dar marcha atrás a una visión del Derecho como arma de guerra, frente a lo que debiera de ser: el instrumento principal para garantizar una convivencia social pacífica. Máxime cuando su obsesión, que responde a intereses ajenos a la justicia y contraria al respeto a los derechos humanos, a estas alturas le es contraproducente políticamente salvo para contentar a los sectores más recalcitrantes de su clientela interna y a quienes teniendo poder de influencia sobre las decisiones gubernamentales, aún claman venganza ante su impotencia e incapacidad de hacer frente al resentimiento por sus propias víctimas.
Seguramente en el caso de que nuevamente el TEDH ratifique su anterior decisión, el Gobierno español apele a la soberanía del Estado para tratar de deslegitimar tal decisión y hacer de su capa un sayo, cosa que no hace para legitimar y dilapidarla cuando de decisiones económicas o de recortes drásticos del gasto público se trata, apelando a instancias europeas o a los dic- tados del capital especulativo la supuesta necesidad de imponer recortes de derechos laborales y sociales, de imponer decisiones claramente antide- mocráticas. No obstante, las posibles respuestas sobre el por qué el Gobierno está dispuesto y se arriesga a hacer el ridículo ante Europa en este como en otros temas, a sabiendas de que puede perder y, de hecho, ya está perdiendo, grandes dosis de legitimidad, son varias y complementarias.
Aquí nos vamos a centrar solamente en una. En el empeño vehemente del Estado por aplicar un derecho de imposición para la edificación de un estado penal al servicio del capital, que contribuya a eliminar y utilizar cualquier forma de oposición o disidencia, criminalizándola, para instaurar su proyecto hegemónico. No nos olvidemos de que un objetivo primordial al que sirve el sistema penal en su conjunto (policial, judicial y carcelario) es su propia pervivencia y crecimiento, es decir la auto-reproducción del sistema. Para ello, necesita encarcelar más tiempo, y encarcelar a todo aquel y todo aquello que visibilice su latrocinio, que visibilice que en realidad el Estado no defiende los derechos y las libertades de las personas, sino su propia seguridad y los intereses de los poderes a los que sirve. Por eso utiliza el independentismo, el prohibicionismo, el islamismo, la extranjería y demás coartadas. Para tratar de legitimar su sustancialidad, su esencia totalitaria encubierta de una apariencia democrática. Por eso sataniza toda forma de oposición y, con mayor contundencia, a aquellas formas que traspasan los límites funcionales de protesta que puedan alterar sus intenciones.
Posiblemente el principal problema de seguridad ciudadana sea el propio sistema penal que prioriza su propia reproducción (para lo cual ha demostrado que es muy eficaz) sin importarle en realidad la prevención y lucha contra el delito, para lo cual ha demostrado sobradamente que es totalmente ineficaz. Por ello hemos de tener siempre claro que mientras la gobernabilidad de un país se sustente en la guerra o la política, y el derecho no sea sino un arma al servicio de la guerra y la política, el principal problema de seguridad seguirá siendo el propio Estado, y este seguirá necesitando de chivos expiatorios para auto-reproducirse y engordar a los mismos de siempre.
No nos olvidemos de que las relaciones de poder y la guerra están en la base de toda relación política y jurídica, y esta altera la propia concepción de la realidad y del derecho. La guerra no es la continuación de la política por otros medios, tal y como apuntaban las tesis de Clausewitz, sino que el derecho, las leyes y la política son la continuación de la guerra por otros medios. Esto supone hacer una relectura de la historia y de la filosofía política idealista de la modernidad, puesto que el sistema político-jurídico moderno, el Estado moderno, es el producto del mantenimiento y reproducción de las conquistas que los triunfadores realizaron en las guerras libradas en las diversas esferas de poder étnico, nacional y económico que son el origen de la modernidad.
Desde este supuesto, el derecho y la política son la continuación de la guerra por otros medios. Tal y como expresó Foucault M., retomando la reflexión de otros autores («Genealogía del racismo. De la guerra de las razas al racismo de Estado», La piqueta, 1991: 59): «Detrás del orden tranquilo de las subordinaciones, tras el Estado y sus aparatos, tras las leyes podemos advertir y redescubrir una guerra primitiva y permanente sustentada en relaciones de desigualdad, asimetría, división del trabajo, relaciones de usufructo, etcétera… La guerra nunca desaparece porque ha presidido el nacimiento de los estados: el derecho, la paz y las leyes nunca han nacido en la sangre y el fango de batallas y rivalidades, es decir, después de ellas, la ley nace de conflictos reales: masacres, conquistas, victorias que tienen su fecha y sus horroríficos héroes, de los inocentes que agonizan al amanecer. La ley nace de la imposición».
Efectivamente, la guerra impulsa el desarrollo tecnológico, mueve la actividad económica más importante de la economía mundo (mercado de armas y complejo militar-industrial vinculado a la industria del transporte y las telecomunicaciones). La amenaza de guerra está en la base de la aparición y de la reproducción de los estados modernos y de todas las formas de regular las relaciones políticas contenidas en sus códigos legislativos. Por ello el Gobierno de EEUU y sus acólitos, como es el caso del español, necesitan potenciar las guerras en el planeta y fabricar supuestos enemigos de la seguridad. Las industrias de la seguridad, entre las que está la industria carcelaria, que no podía ser una excepción, necesitan más clientela y un marco normativo de endurecimiento de condenas para mantener más tiempo encarceladas a las personas hacia las que selectivamente orienta sus procesos de criminalización.
Desde esta visión real del derecho como aparato de guerra al servicio del capital, y de su uso arbitrario por parte de los operarios del derecho, podemos interpretar los tristemente actuales y terribles acontecimientos tales como por ejemplo, la capacidad del Estado durante las tres últimas décadas de excarcelar, de no encarcelar o de aplicar medidas excepcionales a políticos, empresarios y banqueros condenados por delitos de terrorismo y corrupción y, por contra, alargar las condenas a muchas personas presas mediante reformas penales expresas destinadas a inyectar mayores dosis de sufrimiento y desesperación en los reos, o mantener en prisión a miles de personas gravemente enfermas cuyas patologías físicas y mentales han sido provocados en muchos casos en y por la prisionización.
César Manzanos Bilbao, Doctor en Sociología del Derecho, miembro de Salhaketa Araba