Cualquiera que viva en Cataluña o haya pasado este año por allí se habrá percatado de una evidencia: ya están fuera. Sí, sus instituciones todavía se enmarcan dentro del ordenamiento jurídico español, su economía está también intervenida y sometida a los dictados de la deuda y el Banco Central Europeo reina allí como acá. Pero […]
Cualquiera que viva en Cataluña o haya pasado este año por allí se habrá percatado de una evidencia: ya están fuera. Sí, sus instituciones todavía se enmarcan dentro del ordenamiento jurídico español, su economía está también intervenida y sometida a los dictados de la deuda y el Banco Central Europeo reina allí como acá. Pero una mayoría de los catalanes expresa todos los días, de muchas maneras, su hartazgo y ruptura con un régimen monárquico y parlamentario español que se resiste a transformarse o dar paso a algo nuevo. La multitudinaria cadena humana de la Diada de este año no ha hecho sino visibilizar hacia el exterior, de manera espectacular y en un alarde de organización, lo que quienes residen en Cataluña ya viven como realidad presente. Desborda todo intento de apropiación por un Govern con problemas de legitimidad social (retallades, corrupción). La reivindicación del «derecho a decidir», en principio absurda (se decide y punto), no tiene, pues, más sentido que el de, por un lado, formalizar una situación de hecho para negociar con el recalcitrante Estado español las condiciones del éxodo y, por otro, confrontar las diferentes opciones republicanas en el país. Dicho «derecho» tiene la suficiente ambigüedad como para encarnar algo menos que la independencia nacional (pacto fiscal), pero también algo más («decidir todo«, añadían quienes rodearon la sede de la Caixa).
Desde otras partes del Estado no falta quien critica la dimensión identitaria y emocional de las movilizaciones, despreciando el fortísimo deseo de comunidad que subyace a la misma. Constituye un error dar por sentado que el apoyo a la secesión supone la convalidación automática de la política neoliberal del gobierno catalán, que la justifica por una financiación autonómica injusta. La oposición a los recortes sociales es necesaria pero ya es hora de reconocer que la estrategia del mero rechazo es insuficiente. Simplemente, no funciona y desgasta. Si algo ha faltado ha sido pensar y trabajar una articulación positiva y afectiva de lo colectivo, post y transnacional, que permita a las personas sentirse algo más que individuos aislados, endeudados y representados. No me refiero a la formación de frentes populares electorales, sino a un éxodo destituyente y a la construcción autónoma de nuevas instituciones arraigadas en los diferentes territorios, una densificación de redes como la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) o de estructuras como la asamblea nacional catalana. El proyecto nacional catalán -que al menos no está marcado por la herencia franquista como el españolista- ofrece esta comunidad y esta institucionalidad. Pero el problema de toda nación devenida Estado es que la subsunción de lo común en la unidad impide al mismo tiempo una comunidad de iguales y una institucionalidad plenamente democrática.
Tampoco tiene mucho sentido contraponer Europa. Es cierto que el espacio europeo es el único que permitiría superar el dominio del capital financiero y una transformación democrática real de nuestras sociedades. Pero el éxodo catalán también apunta hacia Europa (ya sea como Estado en la vigente Unión Europea o en otra Europas posible). Aquí nos encontramos ante la problemática federal, que no queda resuelta ni con la creación de un Estado independiente ni con la simple evocación de un espacio continental que muchos piensan que les queda grande. Resumiendo, muchos ven más factible politizarse o incidir en una cercana república catalana que no en complejos entramados institucionales con lejanas sedes en Madrid, Bruselas o Fráncfort. Esta percepción del espacio no la ha abolido internet ni unos movimientos que inevitablemente deben estar territorializados.
Los republicanos españoles no deberían ignorar ni despreciar la emergencia de una república catalana. Sería un punto crítico de ruptura para el régimen de la transición. De ahí las negociaciones entre bambalinas entre Gobierno y Govern. Si lo que queremos es más democracia, habría que colaborar para que dicha república sea de los comunes, no de los propietarios ni de una idea trascendente. Como la que deseamos también para el lugar desde donde pensamos y vivimos. Es así como se hermana.
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