Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
En los 35 años desde la explosión y fusión en Three Mile Island, ha habido un feroz debate sobre si causó la muerte de seres humanos. En 1986 y 2011, Chernóbil y Fukushima se sumaron a la discusión. Cada vez que ocurren estos desastres hay quienes afirman que a los trabajadores, residentes y personal militar expuestos a la radiación estarán bien.
Por supuesto lo sabemos con más certeza. Nosotros, los seres humanos, no saltaremos a un recipiente lleno de agua hirviendo. No estamos contentos cuando los miembros de nuestra especie comienzan a morir a nuestro alrededor. Pero los nuevos y aterradores descubrimientos científicos nos han obligado a considerar una realidad mayor: el daño de abajo hacia arriba que la contaminación nuclear puede hacer a todo el ecosistema global.
Cuando se trata de nuestros sistemas de apoyo más amplios, la industria corporativa de la energía cuenta con que nosotros toleraremos la radiación de nuestros semejantes, de los cuales dependemos, y con que permaneceremos dormidos hasta que sea demasiado tarde para dar marcha atrás.
Un ejemplo claro es un nuevo informe del Smithsonian sobre Chernóbil, uno de los documentos más aterradores de la era atómica.
Escrito por Rachel Nuwer, «Los bosques de los alrededores de Chernóbil no se evolucionan adecuadamente», cita recientes estudios sobre el terreno que muestran que el ciclo normal de descomposición de la vegetación muerta en el suelo ha sido interrumpido por la contaminación radiactiva causada por el estallido del reactor . «Los agentes de descomposición -organismos como microbios, hongos y algunos tipos de insectos que impulsan el proceso- también han sufrido debido a la contaminación», escribe Nuwer. «Esas criaturas son responsables de un componente esencial de cualquier ecosistema: el reciclaje de la materia orgánica del suelo».
Dicho simplemente, los microorganismos que forman el núcleo activo de nuestro ciclo biológico y ecológico aparentemente se han agotado dejando troncos muertos, hojas, helechos y otra vegetación sobre el suelo misteriosamente enteros, esencialmente en un estado momificado.
Hay informes que también indican una reducción significativa del cerecro de los pájaros de la región e impactos negativos en las poblaciones de insectos, flora y fauna.
Conclusiones semejantes rodearon el accidente de Three Mile Island. En un año, un equipo de tres periodistas del Baltimore News-American catalogó los masivos impactos de la radiación en animales salvajes y de granja en la zona. Los periodistas y el Departamento de Salud de Pennsylvania confirmaron un daño generalizado a los pájaros, abejas y grandes animales domésticos como los caballos, cuya tasa reproductiva colapsó en el año después del accidente.
Otros informes también documentaron vegetación deformada y animales domésticos nacidos con grandes mutaciones, incluido un perro nacido sin ojos y gatos sin sentido del equilibrio.
Hasta la fecha, los propietarios de Three Mile Island afirman que ningún ser humano ha muerto por la radiación, una afirmación enérgicamente discutida por gente que vive en zonas que se encuentran en la dirección del viento.
Por cierto, la doctora Alice Stewart estableció en 1956 que una sola radiografía a una mujer embarazada duplica la probabilidad de que su descendiente tenga leucemia. Durante el accidente de Three Mile Island, los propietarios alardearon de que la radiación de la fusión fue equivalente «solo» a una radiografía aplicada a todos los residentes del área.
Mientras tanto, si la contaminación transportada por el aire desde Three Mile Island y Chernóbil pudo hacer ese tipo de daño a bebés y a la población no humana, ¿cómo está afectando el continuo chorro de agua radiactiva a los sistemas que mantienen la vida de nuestros océanos?
De hecho, muestras de 15 atunes pescados frente a la costa de California indican que todos estaban afectados por la contaminación de Fukushima.
Rápidamente, como siempre, la industria considera que niveles semejantes no son dañinos. Las comparaciones obligatorias con la vida en Denver, los vuelos de costa a costa y el consumo de bananas aparecen automáticamente.
¿Pero qué hace esa radiación a los propios atunes? ¿Y a los kriles, el fitoplancton, las algas, amibas y todos los demás microorganismos de los que depende la ecología del océano?
El cesio y sus hermanos de Fukushima ya son medibles en Alaska y en el noroeste de Canadá. Llegarán a California este verano. Los medios corporativos se burlarán de los padres que seguramente aparecerán en las playas con detectores de radiación. Las preocupaciones del efecto en los niños se descatarán alegremente. Como siempre las dosis se considerarán «demasiado pequeñas para tener algún impacto sobre los seres humanos».
Pero persisten los informes sobre una «zona muerta» a miles de kilómetros dentro del Pacífico, junto con la desaparición de salmones, sardinas, anchoas y otra fauna oceánica.
Por supuesto, los reactores atómicos no son la única fuente de contaminación radiactiva. Ensayos atmosféricos de bombas nucleares de 1945 a 1963 aumentaron los niveles de radiación en toda la ecosfera. Estos isótopos todavía están con nosotros.
La quema de carbón expele aún más radiación a nuestro aire, junto con mercurio y otros contaminantes letales. La fracturación para gas arranca toxinas a la cáscara del globo terrestre.
Apólogos de la industria dicen que los reactores pueden moderar el caos climático causado por la quema de combustibles fósiles. Pero combatirlo con la energía atómica es como tratar de curar una fiebre con una dosis letal de rayos X.
En un planeta recalentado, envenenado, el impacto sinergista de cada nuevo golpe radiactivo se multiplica. Todas las dosis son sobredosis.
En 1982, el almirante Hyman Rickover, fundador de la armada nuclear, lo dijo de esta manera:
Hasta hace unos 2.000 millones de años, era imposible tener alguna vida en la tierra; es decir, había tanta radiación sobre la tierra que no se podía tener ninguna vida – peces o alguna otra cosa.
Gradualmente, hace cerca dos mil millones de años, la cantidad de radiación sobre este planeta … se redujo y posibilitó que se iniciara alguna forma de vida, y comenzó en los mares…
Ahora, cuando volvemos a utilizar la energía nuclear, estamos creando algo que la naturaleza trató de destruir para posibilitar la vida…
Pero cada vez que se produce radiación, se produce algo que tiene vida, en algunos casos durante miles de millones de años, y pienso que entonces la raza humana va a arruinarse, y es mucho más importante que obtengamos el control de esa horrible fuerza y tratemos de eliminarla.
Conocemos gracias a la Dra. Alice Steward los peligros de incluso una sola radiografía para una persona embarazada. Y gracias al Dr. John Gofman, ex médico jefe en la Comisión de Energía Atómica, que la energía nuclear es un instrumento de «asesinato masivo premeditado».
En Three Mile Island, la vegetación mutada, las muertes de animales y de bebés humanos siguen formando parte del historial inmutable.
Chernóbil todavía carece de un sarcófago permanente, dejando que el área circundante sea vulnerable a la continua filtración de radiación. Fukushima vierte cada día más de 300 toneladas de agua radiactiva al Pacífico. Los conductos y las espitas siguen fluyendo a borbotones en más de 400 reactores en todo el globo. El próximo desastre ya se prepara.
La buena noticia es que las mismas tecnologías de energía verde que pueden enterrar el poder nuclear pueden llevarse con ellas los combustibles fósiles. Crean puestos de trabajo, beneficios, armonía ecológica y paz. Se encuentran en una pronunciada trayectoria hacia un éxito épico.
Mientras los letales isotopos de la industria de los reactores aniquilan nuestros ecosistemas, de abajo arriba, nuestra tolerancia para esas «dosis seguras» baja a cero. Posiblemente no nos causan una muerte instantánea, pero el gran reloj biosférico está marcando la hora. Tenemos que actuar.
Harvey Wasserman edita Nukefree.org y es el autor del libro Solartopia! Our Green-Powered Earth.
Fuente: http://www.truthdig.com/report/item/the_nuclear_omnicide_20140401/