Las horas contigo, de la mejicana Catalina Aguilar Mastretta, fue la ganadora del premio FIPRESCI en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, en Jalisco, uno de los más importantes de cine latino e iberoamericano del mundo, que sin embargo a partir de esta edición limitó nuestra competencia únicamente a los largometrajes de ficción mejicanos […]
Las horas contigo, de la mejicana Catalina Aguilar Mastretta, fue la ganadora del premio FIPRESCI en el Festival Internacional de Cine de Guadalajara, en Jalisco, uno de los más importantes de cine latino e iberoamericano del mundo, que sin embargo a partir de esta edición limitó nuestra competencia únicamente a los largometrajes de ficción mejicanos presentes tanto en la sección oficial como en las secciones paralelas. Al film argentino Ciencias Naturales, de Matías Lucchesi, le fue otorgado por su parte el Gran Premio del certamen, tras obtener reconocimientos en el Festival Ventana Sur y en la Berlinale.
El examen del jurado de la crítica en el que vamos a centrarnos, limitado como decimos a sólo 12 obras de producción nacional, mostraba un considerable número de films que podrían inscribirse en una corriente que la propia literatura cinematográfica mejicana define como «miserabilista«. Películas en las que los personajes están inmersos en un medio social completamente adverso, que se tiene como normal e indiscutible, y que son incapaces de trascender de forma colectiva. Bajo ese punto de vista sólo queda la reivindicación de cierto margen de autonomía personal que, a través del sacrificio, puede constituir una plataforma de salvación de algunos de ellos o de sus entornos más cercanos. No hay entonces redención para los explotados, los marginados, los aterrorizados. No hay revulsivos, sólo renuncias y expiaciones.
A esos personajes les quedan por tanto dos opciones, la sumisión o la huida. Es el caso del film de Damian John Harper, Los Ángeles, donde un indio zapoteco ingresa en una banda de delincuentes mientras espera a que su familia junte el dinero para cruzar ilegalmente la frontera del norte. O Seguir viviendo, de Alejandra Sánchez, donde los hijos de una activista social tiroteada por los narcos en Ciudad Juárez escapan con la ayuda de una periodista honesta que no puede seguir trabajando en ese lugar de Méjico. O también en La Tirisia, de Jorge Pérez Solano, donde ninguna mujer tiene nada excepto su cuerpo y éste ha de ser cedido una y otra vez al hombre en forma de herramienta de trabajo, de placer sexual, o de incubadora de nuevos habitantes de un ambiente incontestable que, desde el punto de vista de estos directores, sólo va a perpetuarse. No hay ningún elemento que proponga al público que dicho estado de cosas es posible subvertirse. No hay esperanza. El realismo social en el caso de estos films no funciona como denuncia, acaso nada más como constatación de la parálisis de quienes podrían tomar las decisiones para transformarlo.
Es una renuncia, la de este cine, también a una parte de la propia realidad mejicana e iberoamericana, porque precisamente no como espectadores de estas películas, sino como ciudadanos, conocemos miles de casos de comunidades y organizaciones que se rebelan contra ese determinismo, aceptado y favorecido por quienes no se sienten concernidos. Por eso las protestas sólo van a aparecer tangencialmente en dos films, Viento aparte, de Alejandro Gerber Bicecci, donde un reportero gráfico toma las fotografías de una matanza de campesinos y del bloqueo de una carretera en protesta por esos hechos, y luego es asesinado, y en Los bañistas, de Max Zunino, donde las reivindicaciones de un grupo de estudiantes que acampan en la capital jamás son explicadas y sólo sirven al director para elaborar un retrato, una vez más, de huida, de imposibilidad de encontrar otro proyecto vital que el que se puede construir en el ámbito más íntimo de la pareja. Una pareja que ni siquiera está enamorada, sólo resignada a encontrar su futuro alejándose de quienes lo imposibilitan.
Ese «miserabilismo«, ese gusto por mostrar exclusivamente la realidad de los que no tienen fuerzas para transformarla, está presente no sólo en el cine mejicano, sino en un notable espacio del cine latinoamericano que goza de un amplio ascendente en las muestras de cine y festivales. Quizás se debe a que estas formas de afrontar dichas temáticas, no sólo no inquietan al poder instituido, sino que lo apuntalan, y también a que todo ello conmueve al espectador de los países desarrollados, que empatiza con la mansedumbre y que, excusado por ella, se ve a sí mismo liberado de preguntarse, y de tomar partido, sobre el origen último de las condiciones de vida de estas mayorías.
En las películas de la competencia de FIPRESCI era ejemplar el caso de Puerto Padre, de Gustavo Fallas, una coproducción de Costa Rica y Méjico que mostraba una galería de personajes arquetípicos de ese tejido social vencido y resignado. Ahí está el hijo de una prostituta que sirve en el mismo hotel en el que lo hizo su madre y para el que no habrá otro horizonte que lograr que le empleen en uno de los barcos turísticos que atracan en el puerto. Y la criada del hotel que a su vez también es prostituida por el dueño del establecimiento. O el patrón, devoto religioso, que tortura a la criada hiriéndola con un crucifijo. Y el patriarca, senil, acaso como forma de aislarse de la miseria moral que le rodea. Lo más llamativo es que hay una nota de estilo que se repite constantemente en este tipo de obras. El final no es conclusivo, queda abierto a la continuidad y a la repetición de esas mismas circunstancias, o acaso peores. El objetivo parece que no es otro que mostrarnos a los derrotados incapaces de sobreponerse a su destino para que también nosotros nos demos por vencidos.
Frente a esa corriente nos vamos a encontrar en esta competencia de cine de ficción mejicano en Guadalajara con un sólo film que, paradójicamente desde una perspectiva burguesa y de clase dominante, plantea los revulsivos necesarios para proponer una reflexión constructiva sobre lo que, al fin y al cabo, justifica cualquier estructura social, que es la gestión de la vida y de la muerte. En Las horas contigo, el film ganador, damos con tres personajes femeninos, abuela, madre e hija, que tienen que enfrentarse a la administración de sus afectos y de sus creencias ante la inminencia del fallecimiento de la mujer más mayor. La nieta, embarazada y con dudas sobre si quiere tener ese hijo, es una mujer educada por su abuela y con una fuerte dependencia hacia ella. Su madre es una mujer completamente liberada (precisamente porque ha triunfado profesional y económicamente en la vida) y que sostiene unos valores que van en contra tanto de los de la generación de la anciana, como, curiosamente, de la de su hija, para quien esa autonomía radical ha ido mucho más lejos de lo que una joven cree hoy que puede permitirse en el momento en el que asume las responsabilidades de la edad adulta. Eso es exactamente lo que vehicula sus sensibilidades. Para la abuela la obligación está con sus hijos y sus nietos. Para la madre esa obligación es principalmente con la vida que se debe a sí misma. Para la hija el compromiso es con quien le ha traído al mundo y con quien le ha criado en él. Es un retrato creíble porque los condicionantes que han vivido las tres generaciones pueden explicar esas tomas de posición.
Sin embargo dentro de un tono que, recordemos, es convencional y burgués y que alterna la intimidad y la ternura con una interesante crítica de la institución familiar y del papel de la religión, ese último eslabón de la cadena, el del determinismo de la mujer más joven en dar pasos atrás respecto a las conquistas de la generación de su madre, se resuelve lamentablemente de manera conservadora y sin ninguna posibilidad de redención en la modernidad. Los hijos, viene a decirnos Catalina Aguilar, no pueden llegar tan lejos como los padres y el futuro tiene más como referencia el mundo que conocieron nuestros abuelos que aquel del último tercio del siglo XX al que se debe su progenitora. Es por lo tanto en ese aspecto una visión conformista, con la particularidad de que, aunque los personajes no están vencidos y mantienen un cierto dominio de sus proyectos vitales, el marco general no se pone en duda sino en el ámbito más cercano, sin ninguna posibilidad de trascender a la comunidad e invertir esa tendencia. Así, ese personaje de la madre, el más atrayente, ha fracasado en inculcar la rebeldía a su hija quizás porque primó en su educación lo ideológico olvidándose de lo afectivo. Y porque la defensa de su propio estilo de vida la convirtió, a sus ojos, en un ser en cierta manera egoísta. Lo tradicional en cambio, representado por la abuela, tiene la virtud de la incondicionalidad. Y en un mundo en el que ha desaparecido la confianza en el porvenir de un proyecto colectivo transformador, el viejo orden tiene la ventaja de dar por hecha la realización de todas sus promesas, por mucho que ese pasado idílico sea más irreal, incluso utópico, que el de quien proyecta sus deseos en el presente y en el futuro.
Toda creación que se muestra al público propone, queriendo o sin quererlo, un paradigma. Es ingenuo elaborar una historia pensando que el mensaje va a quedar reducido a la sensibilización de los espectadores, quienes, tras la película, tomarían parte en una realidad presentada sin opciones, sin perspectivas, sin esperanza. Al revés, esos retratos nos conducen al nihilismo, son contraproducentes porque no vemos en qué lugar podemos ubicarnos en ellos para intervenir ante esas injusticias y de ese modo perpetúan el mecanismo de tristeza y olvido que tanto beneficia la impunidad de quienes causan el daño. Nos llenan de prejuicios, nos imposibilitan decodificar los hechos porque desconfiamos de nuestra propia voluntad para interpretar el mundo. Entre la mitificación y la épica de ciertos personajes arquetípicos en otras clases de cine, y la anulación completa de cualquier posibilidad emancipadora en algunas de las películas que hemos visto en Guadalajara, hay toda una gama de modelos en los que mirarse y en los que encontrar una ejemplaridad que puede no gustar al pensamiento dominante, a los productores, las televisiones o los canales de exhibición, pero que es precisamente la que justifica que tiene algún sentido crear, y ser creado por la mirada del público, en este mundo en el que vivimos.