La autora se aproxima a un tema tan sensible como la violencia sexual contra las mujeres. Vincula esta violencia a la reducción de las mujeres a «mujer objeto» y a la hipersexualización de sus cuerpos. Al mismo tiempo, rompe con la idea de que esta violencia está anclada irremediablemente en la naturaleza humana.
Cuando hablamos de violencia sexista, tendemos a centrarnos en la violencia más visible, la física, y no es de extrañar. Según el Consejo de Europa, la violencia de género es la primera causa de invalidez y muerte para las europeas de entre 16 y 44 años. En el Estado español, 48 mujeres perdieron la vida a manos de su pareja en 2013; entre enero y marzo de 2014, ya han sido asesinadas 18. Sin embargo, existen muchos tipos de violencia contra las mujeres, aquí nos centramos en la violencia sexual.La violencia sexual hace referencia a cualquier acto que coaccione a otra persona para manifestar una determinada conducta sexual en contra de su voluntad. Puede ir desde el mal llamado piropo a la violación. Aunque en distinto grado, siempre se trata de presumir que el cuerpo femenino es un espacio que cualquiera puede tocar y del que puede opinarse libremente. Se trata de un reflejo del sexismo que las mujeres sufrimos a diario, una violencia que se ejerce contra nosotras en todos los ámbitos: el doméstico, el laboral y también en la calle. Cuando hablamos de «la cultura de la violación» (1), en realidad nos estamos refiriendo a esto. Podemos detectarla en canciones, películas y chistes; los medios de comunicación y la publicidad la normalizan, visualizando a una mujer objeto, complemento de su homólogo masculino, cuyo cuerpo hipersexualizado se expone públicamente como si de una invitación se tratara.
A menudo tenemos tan interiorizado este tipo de violencia que ni siquiera nos damos cuenta, pero su aceptación supone la banalización de la desigualdad entre hombres y mujeres, lo que conlleva que el foco se ponga demasiadas veces en la responsabilidad de estas últimas, culpabilizándonos en cierto grado de las agresiones sufridas. De hecho, las declaraciones de Michael Sanguinetti -policía que durante una conferencia en 2011 sobre seguridad civil en la Osgoode Hall Law School de Toronto sentenció que «las mujeres deben evitar vestirse como putas para no sufrir violencia sexual»- dieron lugar a la primera de las Marchas de las putas, organizadas en más de 60 ciudades del mundo para reclamar el derecho de las mujeres a vestirse como quieran sin sufrir agresiones sexuales por ello.
Pero el incremento de la violencia sexual también se relaciona con los cambios en la concepción de la sexualidad y de la posición de la mujer en la sociedad capitalista. El impacto del trabajo fuera del hogar, la disponibilidad de anticonceptivos o el aborto, unido a otras reivindicaciones feministas, ha proporcionado a las mujeres un mayor peso social y ha aumentado sus expectativas acerca del control de suscuerpos y sus vidas. Estos cambios han influido en la familia, disminuyendo su tamaño. Hoy es posible para hombres y mujeres experimentar relaciones personales y sexuales antes del matrimonio, hay algún tipo de educación sexual en las escuelas -aunque insuficiente y sesgada- y se reconoce a las mujeres como seres sexuales capaces de experimentar placer por sí mismas. Estas victorias fueron impulsadas por campañas políticas como el acceso al divorcio y al aborto, así como contra la criminalización de la homosexualidad, contra el maltrato y la violencia sexual. Las mujeres queremos ser tratadas en igualdad, con respeto y dignidad, y mantener relaciones personales satisfactorias. Sin embargo, los mensajes que se difunden desde los medios y la cultura dominante continúan retratándonos como objetos sexuales, siempre disponibles y accesibles para satisfacer a los hombres. La violencia sexual se recrudece cuando, en este contexto, las mujeres tenemos más poder y autonomía para decidir sobre nuestra sexualidad, cuestionando las antiguas formas de dominación.
Violencia y naturaleza humana
Debemos señalar que la violencia no es intrínseca a la naturaleza humana y que por lo tanto las relaciones entre hombres y mujeres tampoco han estado siempre regidas por la violencia y la desigualdad; sino que son susceptibles a los cambios sociales. Desde sus orígenes el ser humano ha sido un ser social. Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, señala las formas en las que la sociedad humana ha ido transformándose a partir de cambios cruciales en sus técnicas de producción. Para Engels, las sociedades cazadoras y recolectoras que había conocido estaban basadas en una división sexual del trabajo en la cual hombres y mujeres cooperaban para asegurar su existencia, pero la división del trabajo era igualitaria, concebida en función del hábitat y no dictada por el conjunto de los hombres, pues el trabajo de ambos sexos resultaba imprescindible para la supervivencia. También señala que estas sociedades eran de pequeño tamaño, todos se conocían dentro del grupo y no existían distinciones entre la esfera pública y la privada. De esta forma, promovían la socialización de hombres, mujeres, niñas y niños basándose en principios de cooperación libres de violencia interpersonal. La cooperación económica favorecía la cooperación social en todos los sentidos: entre ciertos grupos indios norteamericanos, el reconocimiento del derecho de las y los niños a elegir su rol de género era algo plenamente aceptado. Teorías similares sobre la socialización quedan recogidas por Eleanor Leacock en Myths of Male Dominance y por Colin Turnbull en The Wayward Servant.
Peggy Sanday (2) también afirma que los roles de género son culturales, no biológicos, y derivan de las circunstancias políticas e históricas en que las personas interactúan entre ellas y con el medio que les rodea. De otro modo no encontraríamos la variedad de formas en las que estos roles han sido repartidos entre distintas sociedades. Pero hace mucho que los seres humanos no inventamos nuevos caminos de una generación a otra. De hecho, estamos irremediablemente influidos por los patrones de nuestros padres y madres y siempre sentimos el peso de nuestra cultura e historia. Estos roles de género sólo cambian cuando la cultura es modificada por exigencias sociales o del medio en el que se desarrollan. En The State Formation in Sumer and the Subjugation of Women, Ruby Rohrlich habla de la consolidación de las clases sociales como un proceso simultáneo a la formación del Estado, la subordinación de la mujer a través de la familia y el fortalecimiento de todo ello mediante la Ley. La propia existencia de penalizaciones para las mujeres muestran que se resistieron a esta subordinación y que esa fuerza legal fue necesaria para acabar con su resistencia: si las mujeres siempre hubieran estado subordinadas a los hombres, estas sanciones no habrían sido necesarias.
Podemos concluir entonces que ni la violación ni la violencia contra las mujeres son premisas universales de la sociedad humana; tampoco son un producto de la biología masculina. La explotación de clase, la desigualdad y la violencia sistemática -incluyendo la violencia contra la mujer-, seguramente aparecieron de forma tardía en las sociedades humanas. Como afirma Chris Harman, «si hay una naturaleza humana biológica, sus características deben haberse definido en el presente período».
Violación sexual: un concepto relativamente nuevo
La mayor expresión de violencia sexual la encontramos en la violación. Actualmente, la violación se concibe como una ofensa a la persona violada, hacia su autonomía, no hacia su padre o marido. La violación se produce cuando el cuerpo de una mujer es asaltado sin su consentimiento, sin posibilidad de contraatacar o demasiado atemorizada para negarse, e incluye también la posibilidad de la violación entre personas LGTBI o dentro del matrimonio; pero estas acepciones son muy recientes. La violación en el matrimonio no se reconoció como delito hasta 1990 y durante muchos años, médicos, abogados y jueces no estaban dispuestos a considerar la negativa de las mujeres durante una violación si no existían evidencias de violencia, algo que todavía a día de hoy se pone en tela de juicio.
Para llegar a esta definición, ha sido fundamental el desarrollo de tres cuestiones básicas: 1) la posibilidad de sufrir una violación dentro del matrimonio, 2) indicar qué personas son susceptibles de ser violadas y 3) los indicios necesarios parar probar la falta de consentimiento. La organización y manifestación activa de hombres y mujeres para cambiar el significado del consentimiento y ejercer presión sobre políticos, jueces y fuerzas policiales jugó un papel importante. Este reconocimiento refleja un crecimiento en los derechos de las mujeres y de las luchas para alcanzar un mayor grado de igualdad de la mujer ante la Ley. Pero aunque el capitalismo ha permitido un espacio para el surgimiento de los derechos del individuo -una autonomía relativa que se ha logrado por medio de las ideas de igualdad y libertad burguesas, condiciones necesarias para la aparición del concepto moderno de violación-, se halla muy lejos de erradicar la violencia sexual. Más bien al contrario, como veremos a continuación.
Hay dos tipos de violación que están directamente influidos por las condiciones de la sociedad capitalista: la violación dentro del matrimonio y la violación por parte de un extraño. Un dato llamativo es que sólo una minoría de las violaciones son cometidas por desconocidos, mientras que el 75% de los violadores pertenecen al entorno de la víctima (novios, citas, amantes, examantes o conocidos), según demuestra el estudio de Ruth Hall (3), Ask Any Woman. Por otra parte, la promoción del sexo como reafirmación de la virilidad, así como la inexperiencia en relaciones personales y sexuales, también juegan un papel importante. Muchos de esos productos difusores de la «cultura de la violación» de la que hablábamos al principio -ya sean televisivos, cinematográficos o incluso literarios- y que naturalizan la figura de la mujer objeto, van dirigidos a un público adolescente cuya principal fuente de información sobre sexualidad es a menudo la pornografía, industria que reproduce actitudes de dominación absoluta del hombre sobre la mujer, incluyendo en muchos casos violaciones reales o excediendo los términos del acuerdo previo, como han denunciado algunas actrices del sector.
En las violaciones por parte de un extraño suele existir un mayor índice de violencia, muchas incluso se producen en el transcurso de algún otro crimen. La delincuencia está claramente relacionada con las condiciones sociales: una sociedad basada en una distribución desigual de la riqueza favorece los crímenes de propiedad. Bajo el capitalismo, la mayoría de la población depende de su fuerza de trabajo para cubrir sus necesidades, si el salario es demasiado bajo o está desempleada, la única forma de satisfacer sus necesidades es robando o endeudándose. No sorprende que, en una sociedad que nos bombardea con imágenes de cuerpos femeninos y alienta a los hombres a reafirmarse a sí mismos mediante el sexo, una parte de ellos decida «robar» sexo. Llegado este punto podría sugerirse que las clases con menor poder adquisitivo son más vulnerables ante cualquier forma de crímenes violentos, incluida la violación.
Fue Susan Brownmiller (4) la primera en decir, en 1981, que la violación no es una conducta aislada de individuos inadaptados. Su teoría era que este «terror» funcionaba como un mecanismo para condicionar el comportamiento de las mujeres. Desde una perspectiva socialista, lo interesante de su afirmación reside en la desmitificación de la figura del violador en relación a un sector específico y marginal de la sociedad. El mayor mito de todos es creer que la violación es una aberración en extinción, heredada de las formas en las que los hombres se acercaban a las mujeres emocional, sexual y físicamente, y constreñida a un único sector de la sociedad. Pero si la violación por parte de un extraño es menos común que otras formas de violación, aunque se denuncie con mayor frecuencia, esto significa que la mayoría de las violaciones -que son las que se producen en un entorno conocido- no quedan registradas.
El hecho de que las mujeres se sientan más seguras para denunciar cuando se trata de un desconocido es lo que explica que las estadísticas basadas en informes policiales perfilen al violador como un hombre joven de clase baja, lo que a veces se traduce como persona inmigrante. También define a las víctimas. Según el estudio de Ruth Hall, dos de cada cinco mujeres negras entrevistadas en Gran Bretaña, fueron asaltadas por su etnia o su nacionalidad. Muchas de estas mujeres también se sienten «señaladas y marcadas con un estereotipo racista» como exóticas y sexuales. Al racismo y sus dificultades económicas se suma, en el caso de las inmigrantes sin papeles, el miedo a ser deportadas si acuden a la policía. Las mujeres de clase media y alta, en cambio, cuentan con una mayor seguridad para enfrentarse a este tipo de violaciones que las mujeres de clase trabajadora, dado por un lado su posición en la sociedad y por otro factores circunstanciales: los lugares que frecuentan no son los mismos, ni tampoco su uso del transporte público, sus horarios de trabajo, la ubicación de su residencia y similares. Por otra parte, Sharon Marcus asegura que «la habilidad de un violador para atacar depende más de cómo se posiciona socialmente en relación con la mujer que de su supuesta fuerza física superior».
Mecanismos para abarcar la violencia sexual
Existe una importante contrapartida cuando se asume que la violación y la violencia son algo innato a la naturaleza masculina: el foco vuelve a colocarse sobre nosotras. A las chicas se les enseña a «tener cuidado», pero no a defenderse. Así, desarrollamos un miedo y una incapacidad de respuesta que recuerda al síndrome de indefensión aprendida del que hablaba Seligman, convirtiéndonos en «víctimas potenciales». Los hombres y la calle se convierten en amenazas, lo que consecuentemente limita la autonomía y la libertad sexual de las mujeres. Sin embargo, tal y como afirma la socióloga Lohitzune Zuloaga (5), «el miedo que sentimos las mujeres a ser víctimas de una agresión sexual grave es muy desproporcionado en comparación con las probabilidades reales que tenemos de sufrirla».
Por otro lado, la victimización resulta perjudicial para la recuperación de la persona que ha sufrido una agresión, traumatizándola y estigmatizándola a la vez. Sharon Marcus lamenta que, ante estas situaciones, se inste a las mujeres a no oponer resistencia, algo que también repercute en la autoestima, la seguridad y confianza. Según ella, dicho razonamiento convierte a las mujeres en «objetos de violencia y sujetos del temor», y aporta datos acerca de que una resistencia activa frente al violador bloquea gran parte de las agresiones. Maitena Monroy (6) apoya esta reflexión: para ella, este tipo de mensajes «transmiten que la única solución a la violencia es que las mujeres dejen de hacer cosas, lo cual implica negar derechos como el de estar solas». Según Monroy, nuestro objetivo debe ser que las mujeres adquiramos «la actitud vital de reclamar nuestro derecho a existir sin violencia», refiriéndose a todas esas agresiones machistas que vivimos diariamente y que hacen que las mujeres caminemos más inseguras por las calles, haciéndonos más vulnerables y dependientes. Esto también significa analizar la forma en la que las mujeres ocupamos el espacio público, y para ello contempla la necesidad de identificar las agresiones a las que se enfrenta la población femenina en todos los ámbitos, buscar el origen de esa violencia y entonces armarse de recursos para enfrentarla.
Algunos sectores del feminismo explican la posición de las mujeres en base a una violencia masculina ejercida a nivel individual, pero esta aproximación oscurece lo que necesitamos explicar y reduce procesos muy complejos a la dimensión del comportamiento masculino. En lugar de contemplar la continuidad de la violencia sexual como el resultado de una falta de poder en la mayor parte de la población, indistintamente de su sexo, ciertas teorías atribuyen dicha permanencia al poder masculino. El resultado es dirigir la atención de las mujeres a combatir el sexismo en sus vidas personales sin llegar a combatirse con eficiencia las ideas de la clase dominante. Para lograr un cambio a nivel global, debemos atajar el problema de raíz, localizando el origen de la violencia sexual en el contexto de los cambios producidos en la sociedad capitalista y en la vida de las mujeres dentro de este sistema. Debemos desarrollar estrategias para luchar contra la opresión de la mujer en el plano individual, pero sobre todo colectivamente, buscando soluciones concretas a problemas concretos. Se trata de aunar fuerzas para superar una sociedad -la capitalistaque ha creado las condiciones para que se dé y se perpetúe dicha violencia.
Por todo esto, resulta imprescindible la organización y la solidaridad entre mujeres, pero también la implicación de nuestros compañeros a la hora de combatir la violencia sexista y cuestionar la concepción tradicional de los roles de género. Esta tarea no debe delimitarse únicamente a espacios feministas, sino que debemos manifestar nuestro rechazo a la violencia sexual de cualquier clase a diario y en todos aquellos ámbitos en los que intervenimos, especialmente el laboral. Pongamos en jaque al capitalismo, también a través de la igualdad.
Notas:
1 M., María, 2013: «La cultura de la violación». Proyecto Kahlo, 1/08/2013. Disponible en: http://www.proyecto-kahlo.com/
2 McGregor, Sheila, 1989: «Rape, pronography and capitalism». International Socialism 2:45, Winter 1989, pp.3-31.
3 Mc Gregor, Sheila, 1989: op.cit.
4 Renton, David, 2013: «Three essays on violence: When did rape begin?». http://livesrunning.wordpress.
5 Fernández, June, 2013: «No vayas sola, te puede pasar algo», eldiario.es, 13/10/2013.
6 Goti, Nerea, 2011: «Igualdad de derechos contra la violencia sexista», Gara, 25/11/2011
Ángela Solano (@Angela_Freebird) es militante de En lucha / En lluita
Fuente: http://lahiedra.info/