Imaginémonos por un momento, explica Carlos Espín, qué prodigioso fuere que los árboles, perennes o caducos, milenarios o recién brotados, frutales u ornamentales, gigantes o minúsculos, todos, fueran productores de ondas wifi. Tejos, sauces, abetos, limoneros y castaños; olivos e higueras, la fantástica ceiba, todos serían considerados seres sagrados, templos que defenderíamos con nuestras mejores […]
Imaginémonos por un momento, explica Carlos Espín, qué prodigioso fuere que los árboles, perennes o caducos, milenarios o recién brotados, frutales u ornamentales, gigantes o minúsculos, todos, fueran productores de ondas wifi.
Tejos, sauces, abetos, limoneros y castaños; olivos e higueras, la fantástica ceiba, todos serían considerados seres sagrados, templos que defenderíamos con nuestras mejores energías y los más hermosos cuidados.
Los bosques, por decreto popular, serían declarados espacios de Utilidad Pública.
Para amplificar la cobertura wifi, ampliaríamos la cobertura arbórea plantando, que cosa más maravillosa, árboles en los patios de vecinos, en las calles de pueblos y ciudades, cerca de los puestos de trabajo, en los márgenes de carreteras y autopistas.
Embebidos en la fantástica tarea de repoblación de wifi, no dudaríamos en derribar edificios y polígonos que sólo hacen que ocupar espacio. Y de rebote, en poco tiempo acabaríamos con la deforestación, recuperaríamos biodiversidad y el peligro del cambio climático sería cosa del pasado.
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Imaginémonos por un momento nuestros pequeños pueblos rurales con sus calles adoquinadas con la más pulida cerámica, impoluta de excrementos de animales o cagadas de golondrinas, con balcones floreados por geranios de plástico perpetuo y sólo el tenue silencio de las cámaras fotográficas, que en cada clic guardarían como recuerdo esas imágenes en retinas de metal, distraerían del silencio alcanzado sin chavalería molestando.
Imaginémonos a la mitad de nuestros pueblos rurales rodeados de fabulosas pistas de esquí y el mercadeo chic asociado a ésta u otras actividades deportivas; y, a la otra mitad, disfrazada de paraísos para el más idílico y romántico lugar de ‘escapadas con encanto’. Seguro que entonces grandes multinacionales, sponsorizando pueblos -San Vicente de Nestlé o Villa Campofrío- los rescatarían de su ancestral olvido.
Pero, como bien sabemos, los árboles no producen wifi. Y es una lástima, concluye Carlos, pues los árboles son sencillamente esos verticales especímenes que nos dan frutos que son comida; madera y sombra que son morada y refugio; y oxígeno que respirado es vida.
Y deberíamos saber que estúpidos prodigios no son las fórmulas que nuestros pueblos requieren. Los pueblos son muchas cosas, lugares con historia, libros vivos de sabiduría… pero sobre todo su privilegiada relación con la naturaleza les hace idóneos para la producción de alimentos en base al trabajo, esfuerzo y disfrute de parte de su población. Es ahí donde se tienen que fraguar complicidades y apoyos: alimentémonos de nuestros pueblos para que sigan siendo pueblos sin más.
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