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Dos años después (XXIII)

Francisco Fernández Buey: estudiante antifranquista y comunista democrático, profesor universitario, maestro de ciudadanos y ciudadanas

Fuentes: Rebelión

Para Pere de la Fuente, in memoriam, en recuerdo de aquella entrevista inolvidable para «el tocho» (el Acerca de Manuel Sacristán)

El Sindicato Democrático de Estudiantes, cuyo nacimiento tuvo lugar en Barcelona durante el curso 1965-1966, fue, junto con las Comisiones Obreras de aquellos años, organizadas poco antes, la más importante organización antifranquista de masas que ha conocido la larga lucha contra la Dictadura en España (No hay menosprecio alguno a otras colectivos que sin duda aportaron toneladas de arena en un combate nada fácil. Entre ellos, el movimiento feminista, el antimilitarista o el vecinal).

Esta es la más que compartible tesis histórico-política de este nuevo capítulo.

Durante muchos meses, aunque con variaciones y desfases de cierta importancia entre las universidades, el SDE encuadró en su seno a la mayoría de los estudiantes de los principales distritos universitarios españoles; «creó un verdadero contra-poder en los centros de enseñanza; contribuyó a difundir algunas corrientes del pensamiento avanzado europeo a través de secciones culturales y de la multiplicación de semanas de renovación universitaria» (algunas de ellas con la participación de profesores represaliados como Sacristán o Castilla del Pino); logró que pudieran tomar la palabra en la universidad intelectuales y artistas a los que el franquismo les había vedado el acceso a la misma; supo imponer y mantener algunas de las reivindicaciones más apremiantes de la mayoría estudiantil; constituyó, con sus acciones unitarias contra la Dictadura, la avanzadilla de plataformas democráticas que algunos años después se impondrían en el ámbito más general de la sociedad; enlazó con las organizaciones estudiantiles democráticas en el plano internacional, dando así a conocer en Europa las exigencias y reivindicaciones de los universitarios españoles.

FFB no quería detenerse en la exposición de los acontecimientos principales de los años 1965-1969, el período de duración máxima de los SDE. Le interesaba ahora una valoración de los hechos, «recordar cómo éramos, qué creíamos estar haciendo y, si esto es posible, qué hicimos realmente». Tampoco se le ocultaba que este interés había de hacer frente u orillar un obstáculo peliagudo: «el de separar los recuerdos del protagonista (tan deformados por la selectividad de la memoria) de la explicación comprensiva a la que aspira quien quiere hacer historia, el testimonio de la explicación de los hechos, en suma», una consideración historiográfica que FFB siempre tuvo muy presente. Con esa limitación y la conciencia de que existe, se atrevía a decir lo siguiente:

«Una organización como el Sindicato Democrático de Estudiantes, con su gran capacidad de movilización puesta de manifiesto en la lucha anti-represiva, en la solidaridad con las acciones obreras o en la iniciativa de renovación universitaria, fue posible, en primer lugar, porque aunaba las voluntades de un conjunto como la población universitaria en el que, por encima de las opciones políticas, predominaba entonces la exigencia de las libertades políticas y sindicales; en segundo lugar, por su propio carácter democrático interno, al que contribuyeron de manera esencial las asambleas de curso, centro y universidad, así como la elección de los representantes o delegados en las varias instancias de la vida universitaria; y en tercer lugar, por el trabajo cotidiano –clandestino, pero, en aquella fase, antisectario– de los partidos políticos de oposición entonces activos, principalmente de los estudiantes comunistas sobre cuyos hombros, por elección en las asambleas, descansó el peso principal del SDE.»

 

Sin negar la existencia de tensiones en momentos decisivos, entre una vanguardia estudiantil mayoritariamente comunista y una población universitaria en la que predominó el liberalismo, a lo sumo el social-liberalismo asociado a la época del Estado de Bienestar, había que añadir en seguida que la metáfora del «submarinismo comunista», tan manida en las reconstrucciones periodísticas de aquella historia, se ajustaba mal, y en muy pocas ocasiones, a la realidad. La realidad era menos truculenta:

«[…] ser delegado o representante estudiantil en los sesenta significaba dar la cara, contra decanos y policías en primera instancia (y a veces contra decanos-policías), en nombre de las ilusiones, anhelos y esperanzas de otros compañeros. Estos, por lo demás, casi siempre delegaron, sobre todo en los primeros tiempos del SDE, en estudiantes de los que podían no saber que eran comunistas, cosa normal en tiempos de clandestinidades, pero cuya valía académica estaba fuera de dudas. Las «putas trepadoras», si se me permite usar esta expresión coloquial que luego se impuso, han salido generalmente de las filas de quienes acuñaron la metáfora del submarinismo para aquella historia, no de entre los que hacían la historia.»

 

De hecho, el SDE recogía en gran parte la sustancia del programa reivindicativo de las organizaciones estudiantiles de los años cuarenta y cincuenta. Por eso la broma con que el SDEUB había decidido eludir, en 1966, el interrogatorio del juez instructor -el rector de la Universidad de Murcia y conocido represor de universitarios, Batlle- era entonces algo más que un chiste pertinente.

«Cuando se le dijo (machaconamente y por parte de gentes que no creíamos en «espíritus» ni en «pueblos») que fue «el espíritu del pueblo» quien había creado el SDEUB -y no tales o cuales organizaciones, tales o cuales personas- cumplíamos un ritual aprendido a la hora de comportamos con quienes considerábamos enemigos, pero además estábamos haciendo un pequeño homenaje (inútil para impedir los expedientes, pero conveniente para mantener la tensión moral) a aquellos antecesores y compañeros en cuyos hombros íbamos subidos los delegados.»

 

Se había escrito mucho sobre los principales sucesos políticos de esa época, en particular acerca de las más sonadas asambleas estudiantiles antifranquistas en Madrid y Barcelona. Pero, en cambio, «no parece haberse dedicado el mismo espacio a estudiar cómo éramos», como eran los estudiantes de aquellos años, a reconstruir aquel ambiente cultural. «Ni siquiera las narraciones noveladas que sitúan a sus héroes y antihéroes en aquel marco, al menos las que yo conozco, han  logrado describir o inventar algo creíble. Tampoco es cosa que pueda hacerse a vuelapluma y confiando en la memoria de uno». Alguna pincelada podía darse. Las suyas:

«Éramos, salvo en la Facultad de Letras, mayoritariamente varones, con el orgullo varonil que fue típico de los aspirantes a intelectuales en este país antes de los primeros brotes del movimiento feminista organizado; éramos (con pocas excepciones) hijos de burgueses, funcionarios y asimilados, sin excesiva mala conciencia todavía, demócratas con la creencia de que la democracia era algo más que la representatividad indirecta; nos atraía el existencialismo, pero ya sabíamos que Martin Heidegger era un reaccionario, por lo que generalmente preferíamos el otro existencialismo, el de los franceses, y también las canciones de los cantautores franceses, porque hablaban de libertad y de resistencia en un tono melancólico que no parecía excluir la épica; empezábamos a descubrir entonces las modernas técnicas sexuales conductistas que llegaban de tapadillo desde América a nuestras librerías, y, con ellas, descubrimos también nuestra ignorante «anormalidad» cada vez que las respuestas a los estímulos, en aquel sexo-de-los-botones, diferían de las explicaciones del libro de los libros.

 

Había más, algunos detalles más que caracterizaban aquellos estudiantes antifranquistas:

«[…] éramos serios en el estudio y convencionales en el vestir: teníamos todavía poco que oponer a nuestros padres; pasábamos largas horas charlando, borrando mitos del pasado y creando mitos para el futuro; y apenas si teníamos cultura política, porque nadie o casi nadie se atrevía a transmitírnosla, de modo que confiábamos más en las personas que en las organizaciones; nos sentíamos solidarias de los obreros, pero conocíamos mal la vida de la clase obrera; mirábamos hacia Argelia y Cuba más que hacia Moscú, y hacia Francia o Italia más que hacia EEUU, cuando se nos pedían modelos; y nuestros marxistas -cuando eran lecturas marxistas lo que buscábamos- fueron, por suerte, Sacristán y Gorz, Lukács y Lefebvre, Brecht y Bloch, Schaff y Gramsci seguramente no distinguíamos entre ortodoxia y heterodoxia, lo cual nos fue muy útil. Queríamos, desde luego, otra universidad: una universidad abierta a todos los estudiantes capacitados, sin barreras clasistas, al servicio de la sociedad, que proporcionara una adecuada formación científica y técnica a la altura de las necesidades sociales, que contribuyera al desarrollo de una cultura plural, en la que se garantizara la libre discusión y circulación de las ideas, en la que se respetaran las diferencias lingüísticas propias de un estado multinacional».

 

Así eran o así se lo parecía al autor en aquellos momentos..

¿Qué había que considerar como éxitos del movimiento universitario en esa etapa?

«[…] la definitiva liquidación del sindicato obligatorio para los estudiantes, la extensión del rechazo al nuevo tipo de asociacionismo estudiantil propuesto por el sector tecnocrático del régimen franquista directamente vinculado entonces en la Universidad al Opus Dei, y, sobre todo, la ampliación del sindicalismo democrático a la casi totalidad de las universidades del Estado. Es interesante subrayar que si el objetivo de acabar con el sindicalismo fascista obligatorio en la Universidad requirió las voluntades y esfuerzos de varias generaciones de estudiantes, de manera que no se alcanzó de hecho hasta 1966, el nuevo asociacionismo estudiantil de carácter profesional (APE), mediante el cual el franquismo buscó el recambio, apenas tuvo un año de vigencia, y aún esto en las universidades menos conflictivas. Efectivamente, la idea de crear sindicatos democráticos de estudiantes se generalizó ampliamente desde 1967 de una forma que iba a ser duradera y que rompía con la limitación anterior de la protesta estudiantil a las dos universidades con mayor número de alumnos, las de Madrid y Barcelona.»

 

Además, la extensión del sindicalismo democrático durante los años que van desde 1966 a 1969 tuvo repercusiones extrauniversitarias, facilitando la incorporación de otros sectores sociales a la lucha antifranquista.

«Pues la organización de la resistencia estudiantil por primera vez en ciudades no industriales, y en las que, por tanto, la vida universitaria era elemento no despreciable de la actividad urbana, contribuyó a la difusión de las ideas democráticas que entonces empezaron a ser aceptadas por las capas sociales intermedias de la población. Tampoco fue ajeno a este proceso, naturalmente, el giro que se produjo en la iglesia católica como consecuencia de las orientaciones del concilio Vaticano II y de la distensión internacional que siguió a la primera «guerra fría». Tales factores facilitaron la incorporación de nuevas levas de estudiantes a la lucha antifranquista en ciudades en las que hasta entonces había dominado el miedo o la apatía, como Valladolid, Salamanca, Santiago, Oviedo o La Laguna.»

 

Esta misma extensión del movimiento estudiantil fuera de los dos centros tradicionales de lucha y resistencia antifranquista permitía explicar el hecho de que la protesta universitaria ya no decayera por completo en ningún momento hasta la muerte del dictador golpista, pese a los desfases que inevitablemente iban produciéndose en los distintos distritos universitarios.

«Pues tales desfases, debidos sobre todo a la represión particularizada y selectiva que tuvo lugar contra las vanguardias estudiantiles entre 1967 y 1970, quedaban compensados por el surgimiento de nuevos focos de protesta.»

 

La generalización de las reivindicaciones y la coordinación de las acciones fueron necesidades sentidas desde muy pronto por los estudiantes apuntaba FFB.

 

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