La prisión de la Trinitat Vella, que ahora es un centro penitenciario abierto, albergó a centenares de presas en el tardofranquismo. Un documental recupera y reivindica su memoria, mientras el barrio espera desde hace 20 años una demolición que no llega.
Nueve de julio de 1963. El ministro de Justicia, Antonio Iturmendi, acude a Barcelona a inaugurar la nueva cárcel de mujeres, en el barrio de la Trinitat Vella. «Sus características se acomodan al carácter cristiano y progresivo del régimen penitenciario español, que pone por norma la rehabilitación del individuo y la redención del delincuente mediante el trabajo alegre en un ambiente agradable». Con estas palabras se presentaba la prisión en el NoDo, acompañandas de música enérgica y festiva e imágenes de la sala de maternidad, las grandes celdas compartidas o los patios. Pero la realidad de la cárcel de mujeres de la Trini –como se la conoce popularmente– es muy distinta a la que se mostró en el noticiario.
Por la cárcel pasaron centenares de mujeres, presas comunes y políticas, represaliadas por el franquismo por sus prácticas e ideologías o por el simple hecho de haber sido infieles, haber abortado o haber ejercido la prostitución. Siguió funcionando hasta 1983, cuando el recinto pasó a acoger a jóvenes de entre 16 y 21 años, siendo escenario de grandes manifestaciones y protestas por el encarcelamiento de quienes se negaban a ir a la mili, los insumisos.
No fue hasta 2009 cuando se derribó parte del edificio, quedando de él solo una zona que ahora se usa como centro penitenciario abierto para presos con el tercer grado. A pesar de sus casi 60 años de historia convulsa, esta enorme prisión –ocupa una cuarta parte de la Trinitat Vella–, es una desconocida para sus vecinos. «El barrio da la espalda a la cárcel. Tener un centro penitenciario cerca es estigmatizador: desde que se inauguró, la zona ha sufrido un proceso de decadencia y aún hoy cuenta con infravivienda, servicios públicos deteriorados y falta de inversión, que se traduce en mucha fluctuación de población», explica Julia Montilla. Esta artista visual, nacida en la Trinitat, acaba de estrenar el documental Veïnatges forçats, que explica la historia de la cárcel y recupera su memoria.
La Trinitat Vella es el cuarto barrio de Barcelona con la renda familiar más baja. «Tus condiciones socioeconómicas determinan tu capital cultural y la importancia que le das a la memoria histórica«, argumenta Montilla. Por eso el documental busca explicar qué significa la cárcel para el barrio, así como reivindicar la figura y la lucha de las mujeres represaliadas. «La memoria histórica nos ayuda a empoderar y generar dinámicas de transformación», asegura Xavi Camino, jefe de proyectos del Pla de Barris, un plan de choque municipal que busca reducir desigualdades en los barrios más vulnerabilizados. El Pla de Barris ha participado de la producción del documental junto con la Associació de la Recerca i Divulgació de la Memòria Històrica de Trinitat Vella y el Observatori per una Vida Digna.
El empoderamiento del barrio a través de la conexión con la cárcel es importante, sobretodo ahora que las relaciones con lo que queda del centro penitenciario son más que complicadas. Este descomunal edificio ha dividido la Trinitat Vella en dos. «Cuando llegas a la zona norte hay mucha más infravivienda y las calles están más deterioradas», explica Camino, que añade que el vecindario espera la reforma de la prisión desde hace más de 20 años. La promesa del derribo y de la construcción de vivienda social se va alargando en el tiempo. Por la zona se siguen viendo placas con nombres de destacados miembros del régimen engastadas en paredes que se desconchan por el paso del tiempo. «La Trinitat está alejada de todo, pero los vecinos y vecinas sufrimos estas afrentas; sigue habiendo hijos y nietos de represaliados», lamenta Montilla.
«La prisión fue una imposición para un barrio con una fuerte identidad anarquista. La cárcel se colocó allí para castigar esta esencia, recordando que el régimen estaba vigilante», opina Camino. Centenares de mujeres pasaron por esas celdas, en las que dormían hasta 24 reclusas, colocadas en una disposición que recordaba a la de un hospital de campaña. El NoDo no hacía justicia a la represión que sufrían quienes eran encarceladas. Magda Oranich, abogada, visitó decenas de veces la prisión como letrada. Y, al final, ella misma fue encarcelada en 1973, después de la detención de 113 miembros de la Assemblea de Catalunya en la iglesia de Santa Maria Mitjancera.
«A mí la prisión no me impresionó tanto porque ya la conocía, pero era un lugar atroz«, recuerda Oranich, a quien se le dio a escoger entre pagar una multa o ir a la cárcel. «Jamás hubiera dado ni un céntimo a los fascistas», añade. La prisión de la Trini era la única que no estaba regentada por funcionarios, sino por las Cruzadas de Cristo Rey, una congregación de monjas que «hacían lo que les daba la gana», asegura la abogada, y añade que «no había una represión física, sino religiosa, psicológica, moral y política». Las monjas obligaban a las reclusas a ir a misa y prohibían a las presas comunes relacionarse con las políticas. A estas, a pesar de lo beneficioso que era el «trabajo alegre» para los reclusos, no se les tenía permitido trabajar ni casi leer. «Ninguno de los libros que nos traían pasaba los filtros de moralidad. Incluso La Vanguardia llegaba recortada», recuerda Oranich.
Las comunicaciones con el exterior estaban altamente restringidas. «Yo tenía un compañero y, para que le dejaran venir, tuvimos que hacer unos votos de precompromiso estando yo en la cárcel, con la ayuda de un cura que era amigo», recuerda Mercè Garriga, que entró en prisión en julio de 1973. La sala de visitas dejaba fuera de la ecuación el contacto y la proximidad: era una estancia con verjas y cristales, dividida por un pasillo que era atravesado por una monja que vigilaba que las conversaciones fueran «adecuadas» y siempre en castellano. «Una vez vino mi abuela y cuando nos dijeron que estaba prohibido el catalán nos pusimos a llorar, porque mi abuela casi no sabía hablar castellano y porque era un castigo, para nosotras y para nuestras familias. Una humillación», explica Garriga en una de las escenas del documental.
Las Cruzadas de Cristo Rey abandonaron la prisión dejando paso a las funcionarias en 1978. No sin antes asegurar que «no estaban dispuestas a cumplir con las normas de la democracia». La pequeña dictadura de las religiosas llevó consigo malos tratos a muchas presas y negligencias graves. Se suspendió a un médico que no atendió un parto y que se negaba a visitar a las prostitutas. «Muchas de ellas padecían de sífilis y no eran atendidas. Yo llegué a meter antibióticos a escondidas, gracias a la ayuda del Colegio de Médicos», asegura Oranich.
La prisión se convirtió en reclusorio de jóvenes en 1983. Pero las mujeres siguen siendo ninguneadas y maltratadas en los centros penitenciarios, que, aún hoy, están pensados para hombres. «Tenemos una deuda con las represaliadas políticas, y también debemos reflexionar sobre la utilidad que tiene la cárcel hoy y cómo sufren las mujeres», apunta Montilla. Ese es el trasfondo de su documental, que, con una mirada al pasado, recuerda que hay cosas que hemos superado, pero otras que no quedan tan lejos. «Todavía hay muchas victorias que se nos escapan, y no podemos permitirnos el lujo de dejar de defender lo que hemos ganado», añade.
Siete años más de retraso
Aunque el derribo de la cárcel de la Trinitat Nova, ahora Centro Penitenciario Abierto, estaba previsto para este 2021, finalmente se llevará a cabo en 2027, junto con el de la cárcel de mujeres de Wad-Ras, en el Poblenou. Ambas instalaciones se trasladarán a la Zona Franca. La causa del retraso es la aparición de restos de metales pesados en el subsuelo de la parcela, fruto de su pasado industrial. Cuando el espacio sea descontaminado, la Administración espera sustituir la prisión con la construcción de 410 viviendas de protección oficial.