Autótrofos: Los seres vivos que se sustentan directamente de los
nutrientes extraídos del medio ambiente circundante. Principalmente, se trata
de vegetales, plantas que, como los árboles, los extraen del subsuelo a través
de sus raíces.
Heterotrofia: condición de aquellos seres vivos -animales- que se
alimentan devorando a otros seres vivos: vegetales, en el caso de los herbívoros, y animales, en el de los carnívoros.
Omnívoros: los animales que comen de todo (vegetales y
animales), incluyendo a otros omnívoros, los cuales se pueden devorar
recíprocamente entre sí.
Por ejemplo, en el caso de los cerdos y del hombre,
habitualmente es este último el que devora a los cerdos pero excepcionalmente
puede suceder lo contrario, como veremos reflejado en la ficción (pero muy
probablemente con inspiración en el conocimiento de hechos realmente
acontecidos) en <strong<=»» strong=»»>,
de Ramón
del Valle-Inclán, en donde se narra cómo una piara de cerdos,
abandonados momentáneamente sin vigilancia, devoran a un bebé humano.
Depredación: es el acto mediante el que los carnívoros, para alimentarse, atacan a otros animales, dotados
de un sistema nervioso, y por consiguiente, capaces de sentir el dolor físico y
de experimentar el terror cuando llegan a ser conscientes del previsible futuro
inmediato que les aguarda a la vista del ataque de esos carnívoros en su acto depredador.
La depredación hace su aparición geológicamente confirmada bien
tempranamente en el transcurso de la llamada explosión cámbrica y su surgimiento cambiará dramáticamente y para
siempre el curso evolutivo de toda la biota terrestre: desde entonces, ya nunca más habrá paz entre las especies
animales.
Mencionemos, por ejemplo, a un grupo de artrópodos primitivos del Cámbrico,
llamados radiodontos, cuyo representante más emblemático era el depredador aerodinámico Anomalocaris que pudo haber llegado a alcanzar el metro de
longitud.
Pirámide alimentaria: expresión gráfica convenida en la que se evidencia
la fuerte desproporción existente entre los depredadores y sus presas.
Los carnívoros, para poder seguir subsistiendo, tienen que proceder
reiterada, frecuente e incesantemente en sus ataques a sus presas, dotadas
de un
sistema nervioso que les hace conscientes del dolor físico que les infringen tales ataques y tras los que
podrá especularse con la eventualidad de que puedan llegar a intuir su propia
extinción individual en el progreso ulterior de esa acción depredadora.
Sea, por ejemplo, el caso de las ballenas que
filtran con sus barbas el plancton marino, incluido el conjunto de crustáceos
llamado krill.
Ese filtrado, en la medida en que consiste en un prensado ejercido sobre unos animalillos dotados de un sistema nervioso que los hace sensibles al dolor físico, significa el sometimiento simultáneo de los mismos
-cantidades ingentes en cada acción de filtrado- a ese sacrificio literalmente
doloroso, reiterado con frecuencia, a lo largo de toda la vida de cada una
de las
ballenas existentes.
El conjunto de todos esos actos cruentos es
el determinante numérico de la desproporción que evidencia gráficamente
la pirámide
alimentaria aunque obviamente no limitada al
comentado caso de las
ballenas y del krill sino extendida a toda la gama de actos de depredación. Entre los carnívoros,
eventualmente se producirán cadenas de depredación en
las que, por ejemplo, las orcas depredan a las focas, las cuales a su vez
depredan a los peces, los cuales entre ellos mismos eventualmente también
pueden ser partícipes de ese doble rol entre presa devorada y predador que consuma el ataque depredador.
La supervivencia
de los más aptos, en un contexto configurado por el dilema
entre comer
o ser comido, esa supervivencia, forzosamente ha de
quedar adscrita a lo primero y proscrita para lo segundo. En efecto, en ese
preciso contexto solamente superviven los que devoran y
es imposible que lo hagan los que son devorados.
Esto último, evidentemente, vendría a ser contradictorio: no se puede supervivir y
al propio tiempo haber
sido devorado.
Tragedia ‘divina’: los seres humanos, en nuestro afán de encontrarle un
sentido a la existencia de todo lo que nos rodea y que podemos percibir, hemos
venido a idear la existencia de un ente creador de dicha realidad circundante,
al que hemos convenido en denominar Dios en
su condición de portador de determinados atributos que vendrían a serle
exclusivos y definidores: omnipresencia,
un poder
infinito, una sabiduría también infinita,
con poderes
adivinatorios, y al propio tiempo dotado también de
una bondad igualmente sin límites.
La depredación generalizada supuso, entre el conjunto de todos
los heterótrofos, millones de continuados actos cruentos, con el consiguiente «infinito» dolor,
físico y psíquico de todas las presas víctimas de esa continuada depredación.
La conclusión ineludible, a nuestro parecer, es la inexistencia real de dicho
supuesto creador… demiurgo de tanto sufrimiento generalizado y de surgimiento tan temprano. Las propias
contradicciones emanadas de las características simultáneamente atribuidas en
la propia definición del término vienen a evidenciar la irrealidad del mismo.
Los seres
humanos nos consideramos el cenit de
toda la
Creación por el hecho de que somos capaces de
predecir las consecuencias de nuestros actos.
Si ese sentimiento y reflexión son así, tengamos presente, al propio tiempo,
que también debiéramos de tomar en consideración la realidad histórica, en un
pasado más o menos remoto, de los campos de enemigos, vencidos y empalados,
izados en vertical sobre una gruesa y afilada estaca introducida por el ano, y
a los que se izaba y se los desviaba ligeramente de la estricta verticalidad
para evitar así la afectación de un órgano vital, como es el corazón, a impulso
del peso del propio empalado, y así poder prolongar la duración de su agonía. Así resulta ser… la culminación de esa
supuesta Creación, de autoría presuntamente divina, cuya supuesta
infinita bondad, sabiduría y profético saber predictivo serían atributos
inherentes a su propia definición.
Como quiera que, manifiestamente, la realidad no es así, de ello ha de poder
inferirse legítimamente que el supuesto de partida, implícito en dicha
definición de imaginarios atributos característicos, no es real porque dicha
imaginaria premisa no existe.
La noción, como hipótesis explicativa, del concepto de Dios nos
llega desde tiempos pretéritos en los que el conocimiento humano de lo que
realmente es el
Universo era sumamente más tosco e inexacto
de lo que actualmente lo es y, como quiera que con pleno rigor nadie dispone
de pruebas
indiscutibles de la existencia real de dicho Supremo Hacedor, pues en realidad son innumerables las
argumentaciones de contradicción que sobre tan controvertido asunto se pueden
esgrimir y que de hecho así se viene haciendo desde antaño.
En mi artículo Radiactividad y vida: los renglones
torcidos de la Evolución se describe cómo, en nuestro
entorno terrestre, un escudo protector, natural y transitorio, nos protege de
las letales radiaciones ionizantes que nos circundan por todo el espacio
exterior.
Desde ese entorno local privilegiado, todos los humanos podemos reflexionar
acerca del hecho indiscutible de que todos los seres vivos -la Vida- somos la
auténtica excepción (¿»providencial»?) a tanta estéril falta de destino
manifiesto. Obviamente, el mismo mecanismo, u otro similar, podría presuponer
igual efecto protector respecto de la habitabilidad de otros planetas sólidos, también con presencia de agua, dispersos en el
ámbito de todo el Universo, haciendo así menos excepcional dicha característica
de viabilidad vital pero… también con su correspondiente carga de
agresiva depredación, y por consiguiente, de sufrimiento y de dolor físico y psíquico, continuamente renovado mientras subsista tal
situación.</strong
La tragedia “divina” de la heterotrofia, la depredación y la pirámide alimentaria
Fuentes: Mundo obrero