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Hablando a mi hijo de las Brigadas Internacionales (y 3)

Cuando el coraje no obtiene la recompensa y otras 35.000 historias extraordinarias de las Brigadas Internacionales

Fuentes: Ctxt [Foto: Simone Weil, miembro de la Columna Durruti en 1936]

Desorganizados, mal pertrechados, con escasa munición y un idealismo inconcebible en nuestros días, más de 35.000 hombres y mujeres acudieron a España durante la Guerra Civil para intentar frenar el avance del fascismo. No lo lograron. Esta es su historia

NUEVE. “Sé que voy a causar disgusto y extrañeza…”

Las historias de guerras, al igual que los anuncios de tabaco, deberían ir acompañadas de una advertencia. El escritor Tim O’Brien, que estuvo en Vietnam, tiene una fórmula que bien podría ir al comienzo de muchos libros: “Una verdadera historia de guerra nunca es moral. No instruye ni fomenta la virtud, ni sugiere modelos de conducta humana adecuada, ni impide que los hombres hagan las cosas que los hombres siempre hicieron. Si una historia de guerra parece moral, no la creas”. 

¿Es así? A menudo he pensado si esa frase puede aplicarse a los brigadistas. Nada me gustaría más, hijo mío, que poder mostrarte a estos voluntarios internacionales que acudieron a luchar en defensa de la República como un grupo de superhéroes sacados de una película de la Marvel. La historia de verdad no funciona así. La historia es un terreno pantanoso y difícil, un gigantesco estercolero de mugre, sangre y mentiras donde no abundan ni las certezas ni los héroes. Menos aún en una guerra. Y menos quizás aún en la guerra de España. 

Para los brigadistas, venir a esta tierra suponía una decisión moral. Combatían el fascismo por una razón moral. Obviamente tenían ideales, una cierta idea de justicia y fraternidad que hoy parece enterrada. Obviamente pensaban que merecía jugarse la vida por aquello en lo que creían. Y al mismo tiempo, fueron testigos del modo en que la violencia envilece el alma, tuvieron motivos para sentirse embaucados, utilizados y manipulados. Una historia de las Brigadas Internacionales no merecería ser creída si no hablase de esas contradicciones, si no hablase de toda la ruindad y la miseria material y humana que pasó por delante de sus ojos. Como en todos los malditos ejércitos, había entre ellos cobardes y canallas, un considerable número de desgraciados sin la menor idea de dónde se habían metido y una buena proporción –especialmente entre aquellos que daban las órdenes, anteponían los intereses de su partido a la dignidad humana o aplicaban castigos crueles e inmerecidos– de grandísimos bastardos.

Una historia de las Brigadas Internacionales sería incompleta si no hablase de la suciedad, de los chinches, de los malos olores, de la disentería, de las diarreas provocadas por la comida y el agua en mal estado. Las condiciones higiénicas eran tan sórdidas como podían serlo en una cárcel. A veces hasta peores. Detrás de la épica de los himnos, de la solidaridad entre los pueblos, de los versos de Rafael Alberti y Pablo Neruda, los brigadistas tardaron relativamente poco en entender que el tiempo que pasarían en España tendría más de miseria que de heroísmo.

En realidad, para ser un ejército les faltaba casi de todo. Faltaban armas. Faltaba experiencia. Faltaba la artillería pasada. No había uniformes. Lo de las armas tenía un lado cómico y otro trágico. Lo que llegaba a manos de los brigadistas daba la impresión de pertenecer al armario de un coleccionista. Había rifles de la Primera Guerra Mundial llegados de los países más inverosímiles. Las armas de la Unión Soviética no llegaban precisamente recién sacadas de la fábrica: podías rascar con la uña las insignias con la hoz y el martillo y encontrar debajo el escudo del zar. La munición era igualmente escasa. Cuando por fin se acertaba a encontrar el calibre correcto, convenía acertar los disparos. Pero esto tampoco era tarea fácil, pues tanto escopetas, rifles y pistolas tenían la mala costumbre de encasquillarse en los momentos decisivos. 

Por no haber, tampoco había un uniforme. George Orwell, que si bien nunca formó parte oficial de las Brigadas luchó en las milicias del POUM, dio con una palabra elocuente para definir aquello: “He hablado del uniforme de la milicia, lo cual probablemente produzca una impresión errónea. No se trataba en verdad de un uniforme: quizá multiforme sería un término más adecuado”.  

Faltaba, qué duda cabe, experiencia en combate. Si los comparamos con las improvisadas milicias de la España republicana, los brigadistas tal vez dieran la impresión inicial de suponer una fuerza de choque disciplinada y aguerrida. La realidad era otra. En términos de disciplina, a menudo un campamento de Boy Scouts podía tener más sentido de lo que significaba la formación y la unidad de mando. Tampoco hubo tiempo para el entrenamiento. Nada más llegar a España, los brigadistas no tuvieron otra opción que aprenderlo todo sobre la guerra una vez delante del enemigo.

Las escaseces y las dificultades tal vez te den una imagen romántica de las Brigadas y de la guerra. Si es así, en algo me estoy equivocando con este relato. Lo peor de su experiencia me temo que no fueron los monumentales problemas de suministro, ni siquiera la suciedad, los chinches, la comida en mal estado, las diarreas, los insectos o las ratas. Hay algo más desalentador en sus recuerdos. “Es sabido que toda guerra sufre una degradación progresiva a medida que pasan los meses”, escribió Orwell. Además de los dos bandos enfrentados, las guerras crean también una fractura insalvable entre aquellos que empuñan las armas y la población desarmada. Incluso entre quienes defienden la más noble de las causas, una guerra está llena de situaciones en las que aflora con toda facilidad el lado más pavoroso, miserable y cruel del ser humano, sin que importe demasiado que la persona que lleva el fusil sea de tu mismo sindicato o cante la Internacional con devoción y lágrimas en los ojos. 

“Sé que voy a causar disgusto y extrañeza a muchos buenos compañeros. Sé que voy a provocar un escándalo. Pero cuando uno invoca la libertad también debe tener el valor de decir lo que piensa, aunque ello no cause alegría a nadie”. Son palabras de la filósofa francesa Simone Weil. También ella combatió al fascismo en España. En lugar de en las Brigadas, formó parte de la Columna Durruti. Durante décadas se había considerado pacifista, pero en el verano del 36 se dio cuenta de que la neutralidad no era una opción cuando deseaba la victoria de un bando sobre otro. “Me dije que para mí, París era la retaguardia, y tomé un tren a Barcelona”. Durante todo el mes de agosto tomó notas diarias del avance hacia Zaragoza. Tenía claro el lado que había decidido apoyar y, aún así, la violencia injustificada le provocaba una repugnancia visceral. No era necesario ser católica (Simone Weil desde luego no lo era) para sentir un rechazo instintivo por los saqueos en las iglesias, las quemas de conventos y los asesinatos de sacerdotes. Esas mismas nauseas ante el ensañamiento contra los símbolos religiosos, jaleados por multitudes que veían en el fuego de los conventos un símbolo de la purificación política de España, se repiten en las cartas de algunos voluntarios. “Lo quemaron todo después de una noche”, recordaría años después un antiguo brigadista. “Fue una tragedia que se quemaran muchas cosas; entre ellas, antigüedades de gran valor. Cuando nos fuimos dos días después y la gente descubrió en que estado habíamos dejado la iglesia, nos sentimos de lo más incómodos. Yo y muchos otros camaradas siempre hemos lamentado lo que pasó”.

Y falta, por último, el terror. Sin el miedo, sin la sangre derramada, sin las heridas y sin los miles de brigadistas muertos en el suelo de España mi historia quedaría incompleta. Como también lo sería si no te hablase de la fetidez de los cadáveres insepultos o de imágenes que paralizan y provocan un sudor frío incluso años después. Te debo, pues, hablar de fracasos y de desastres, ya que fueron abundantes, y de decisiones equivocadas que causaron un dolor imposible de describir.

DIEZ. Un horror indecible

Gerda Taro retratada por Fred Stein. Imagen hallada en la maleta mexicana.

Si hablo de derrotas, tengo que recordar lo que ocurrió en Brunete. Mira aquí. Es ese punto del mapa, en el noroeste de Madrid. En este lugar los voluntarios vivieron su fracaso más amargo. Las bajas se contaron por miles. Fue un punto de no retorno, pues la moral de victoria que siguió a la exitosa defensa de Madrid jamás volvió a recuperarse. En Brunete, los brigadistas descubrieron entre medio de penalidades que avanzar y atacar no solo les iba a resultar más difícil y peligroso que defender posiciones, sino que además también podía resultar fatalmente estúpido si no contaban con refuerzos.

Tengo subrayado este párrafo de Jaume Claret: “De nuevo, el alto mando republicano aprovechó en primera instancia el factor sorpresa. Y, de nuevo, se subestimó la resistencia franquista. A esta repetición se añadieron dos novedades terribles para los republicanos: la supremacía en el aire pasó desde este momento a manos enemigas y la intachable hoja de servicios de los brigadistas registró su primer gran desastre”.

Ninguna foto podrá mostrarte uno de los aspectos más atroces de esos días, “un calor abrasador que convirtió Brunete en la batalla de la sed”. Tampoco hay fotografías que muestren la desesperación en las trincheras. “Por primera vez cundían los actos de desobediencia entre los brigadistas”, añade Claret, “y lo que es peor, empezó el desánimo y la sensación de que la guerra podía perderse”.

Fue allí, en la ofensiva de Brunete, cerca de un lugar llamado cerro de Romanillos, donde se enterró a Oliver Law, comandante del batallón Abraham Lincoln. Una tabla de madera señalaba el lugar de su muerte. Sobre ella, alguien escribió: “Aquí yace Oliver Law, el primer negro estadounidense que estuvo al mando de estadounidenses blancos en combate”.

También sería en Brunete donde acabaría perdiendo su vida la mujer de la fotografía. Era una joven de Stuttgart, de origen polaco y llamada Gerta Pohorylle, si bien nadie la conoce por ese nombre. Era fotógrafa. Había huido de Alemania en 1933, acusada de repartir propaganda antinazi. La palabra valiente apenas alcanza para describirla. Era inteligente, enérgica. Sobre todo, era una mujer de una radiante vitalidad, dispuesta a comerse el mundo y a capturar con su cámara Leica algunas de las imágenes eternas que dejaría tras de sí esa guerra. La próxima vez que veamos un libro de historia de la fotografía recuérdame que te busque el capítulo que sin duda se ganó. Allí aparece con su nombre artístico: Gerda Taro. Murió en un accidente en mitad de los combates. Mientras los aviones de la legión Cóndor alemana sobrevolaban los cielos, un tanque republicano chocó contra el coche en el que viajaba. A pesar de los esfuerzos, los médicos del hospital inglés de El Escorial no pudieron hacer nada por salvar su vida. La leyenda cuenta, y así lo recoge Tremlett, que las últimas palabras de Taro fueron para preguntar si sus cámaras estaban a salvo y las fotografías podrían revelarse.

¿Te has fijado en la fecha? Estamos hablando del mes de julio de 1937. Se cumplía un año de guerra. El 18 de julio la prensa franquista glorificaba el primer aniversario del golpe de Estado. En el frente de Brunete, ese mismo día los brigadistas seguían cayendo. Eran días de pánico. Los internacionales ya habían conocido la dureza de la guerra. Ahora se toparon con algo infinitamente peor. La crueldad. El sadismo del enemigo como instrumento para la desmoralización. El miedo paralizante. En tierra, los regulares marroquíes, los llamados “moros” de Franco, torturaban y remataban a los heridos con un ensañamiento aprendido en las aventuras coloniales del ejército español en el norte de África. Nada de lo que vas a leer ahora debería escucharlo un niño, y sin embargo es importante que lo conozcas. Según describe Tremlett, los supervivientes encontraban a sus antiguos compañeros quemados vivos, con los ojos arrancados, con los brazos, las orejas, los pies o los genitales amputados. Si el objetivo era aterrorizar a los voluntarios, estas prácticas lo conseguían. Así lo cuenta en su diario Leo Kari, un voluntario danés de dieciocho años que hasta hacía no mucho trabajaba como mecánico en un pueblecito cercano a Copenhague: “Los gritos resonaban en el aire con un horror indecible, desgarrando la noche, una y otra vez, borrando todo lo demás de las mentes de quienes los escuchábamos. Me desplomé, y recé a un Dios que no conocía y en el que no creía”.

Mientras todo esto sucedía a ras del suelo, la carnicería llegaba también desde el cielo, donde los aviones alemanes y rusos libraban la mayor batalla aérea conocida hasta entonces. Hasta cien bombarderos y cazas alemanes, italianos y rusos lanzaban bombas y se perseguían con ametralladoras. El dominio del aire, tan determinante para la defensa de Madrid, se inclinaba en esta ocasión a favor de los fascistas. Los aviadores nazis contaban con nuevo y veloz modelo, el Messerschmitt 109, con el que superaron a los Polikarpov soviéticos. En la tarde del 25 de julio, los aviones de la Legión Cóndor arrasaron las tropas de tierra republicanas. Crearon lo que un piloto llamaría “pasillos de destrucción”, dentro de los cuales nadie podía sobrevivir. La desbandada y el espanto solo eran comparables a la furia asesina de los pilotos nazis, que presumían de haber dejado centenares de cadáveres en una llanura repleta de blancos fáciles.

A partir de ese momento, tanto para los brigadistas como para la propia República española, las cosas solo irían de mal en peor. Las derrotas no sólo eran demoledoras para el ánimo de los voluntarios internacionales. Como suele suceder en las guerras, los castigos más severos fueron el método más rápido y eficaz para frenar en seco el aluvión de deserciones y huidas. En las semanas y meses siguientes hubo fusilamientos y ejecuciones sumarias. Numerosos oficiales de las Brigadas Internacionales, entre ellos altos mandos como André Marty, comenzaban a ver enemigos, traidores y espías por todas partes. Hubo encarcelamientos. Hubo brigadistas enviados a campos de reeducación. Hubo mandos cesados y enviados de vuelta a la Unión Soviética. Y con todo, pese a la dureza de las purgas, a partir de entonces los actos de rebelión y desobediencia dejaron de ser algo anecdótico y esporádico. 

George Orwell, en las filas del POUM. Es la figura alta del fondo, cuya cabeza sobresale por encima de todos los demás milicianos.

George Orwell, en las filas del POUM. Puede reconocérsele como la figura alta del fondo, cuya cabeza sobresale por encima de todos los demás milicianos.

Como habrás visto, el halo romántico de los brigadistas se apagaba a medida que se perdía terreno. Entre los mandos crecían los odios y las envidias. A la vez, pocas situaciones debieron ser tan desmoralizadoras y resultar tan incomprensibles como la de ser testigos de los odios y la paranoia creciente en la retaguardia republicana. Recuerda que, para quienes se alistaron en las Brigadas Internacionales, aquella guerra que se libraba en España parecía un conflicto sencillo de entender: había que combatir al fascismo. Punto. Pero esa visión ingenua o sencilla se fue complicando relativamente pronto. Había una palabra que comenzaba a extenderse como una peste o como una niebla tóxica en el lado republicano: traidor. George Orwell la había escuchado tras la caída de Málaga y cuando entendió su significado sintió de súbito un escalofrío en su espalda, como una premonición tenebrosa y difícil de definir. “Fue la primera vez que oí hablar de traición o de división de objetivos. Introdujo en mi mente la primera duda inconcreta sobre aquella contienda en la que la cuestión del bien y el mal me había parecido hasta entonces fabulosamente sencilla”.

No cuesta entender que Orwell sintiera una inmediata necesidad de alejarse de todo aquello. Incluso entre los teóricamente “suyos”, su propia vida quedaba muy lejos de estar a salvo. La situación en ciertos círculos podía ser venenosa. Según se narra en Homenaje a Cataluña, “ya no se podía, como antes, aceptar las diferencias y tomar un trago con alguien que, en teoría, era un rival político”.

Quizás sea cierto, como explica Jaume Claret, que, “a pesar de jugarse la vida por un país extranjero”, casi ninguno de los brigadistas “entendió el complejo entramado de la política española, o no captó los enfrentamientos internos”. La ignorancia sobre la represión y las purgas no impidió, en cambio, que escapasen a la enrarecida atmósfera de fetidez y paranoia que acompañaba a la sensación de derrota. Lo advirtieron, sin lugar a dudas, aquellos que procuraron regresar a sus países y se toparon de bruces con que no lo tenían permitido. A partir de determinado momento, para muchos seguir luchando en España ya no se trataba de una elección personal. Giles Tremlett lo resume en un párrafo brillante:

“En cualquier caso, los voluntarios eran conscientes de que su único momento de absoluta libertad había sido la decisión de enrolarse en las Brigadas. El ejército en el que se habían alistado era como cualquier otro, ya que no toleraba a los desertores o cobardes, y los ejecutaba o los enviaba a unidades de castigo de ‘pioneros’ o de ‘trabajo’. Fuera cual fuese el motivo que los hubiera llevado a enrolarse –ideología imperativo moral, afán de aventura, el paro o un arrebato–, estaban pillados. Muchos daban por sentado que estarían en España durante los pocos meses que se necesitaban para ganar la guerra contra el fascismo, o que les darían permiso para volver a sus países de origen. Se equivocaban en ambos casos”.

O, como expresó con más elocuencia George Orwell en una frase de su homenaje a Cataluña:

“¡Esto es la Guerra! ¿Verdad que es un asco?” 

ONCE. El horror y la maravilla

Un miliciano en la despedida de las Brigadas Internacionales. Foto: Robert Capa.

En resumen, perdieron. En contra de lo que pensaba el presidente Negrín, no era cierto que resistir significase vencer. No lo fue para ellos. No lo fue para la España republicana. Y, sin embargo, los brigadistas vendieron cara la derrota. Supieron mantener la dignidad a pesar de tener perdido el combate. Aquí los tienes. De todo ello habla la foto que tienes ahora delante. 

Llevo mucho tiempo, más de un año, mirando esa fotografía. Todavía no acierto a comprender hasta qué punto los brigadistas eran conscientes del futuro que les aguardaba o de la leyenda que habría de acompañarlos. Tampoco sé si todos ellos se enorgullecían de sus decisiones, o de si llegado el caso volverían sin dudarlo a jugarse la vida por la República española. No sé si sintieron que todo aquello había sido un gigantesco malentendido. O si incluso alguno se sintió víctima de un tremendísimo engaño. En sus caras se agolpan un alud de sensaciones enfrentadas. El alivio por seguir con vida. La vergüenza por abandonar a los españoles en las peores circunstancias. El sabor amarguísimo de la derrota. La preocupación inevitable ante un futuro repleto de incógnitas en sus países de origen. El orgullo, no menos irreprimible, de haber formado parte de algo inmenso y trascendente, para casi todos ellos la experiencia más honda de sus vidas. Es una imagen que aúlla, que condensa a partes iguales rabia y orgullo, donde se resume el horror y la maravilla del siglo XX.

Su paso por España fue, en términos humanos, un auténtico sacrificio. Los números ayudan a entender la magnitud. Para finales de 1938, más de cinco mil hombres constaban como muertos. A ellos habría que sumar, calcula Tremlett, “un número similar de desaparecidos, ya fueran muertos, prisioneros o desertores”. Según esos mismos cálculos, “las posibilidades de regresar a casa ileso fueron inferiores al 50%. La mayoría de los primeros voluntarios habían muerto casi con toda seguridad”. Como resume en uno de sus últimos capítulos el autor de Las Brigadas Internacionales. Fascismo, libertad y la Guerra Civil española, habían sido un fenómeno casi único para la época –un ejército internacional de voluntarios– y habían pagado un alto precio por lo que, a todos los efectos, era una derrota militar. Solo el tiempo diría si habían obtenido una victoria moral argumentando correctamente que la única manera de detener el fascismo es con un arma en la mano. La prueba de que tenían razón llegaría al año siguiente, en Polonia y en el resto del mundo”.

Eso fueron y esa fue su historia. La cuento para ti. Te hablo de la única forma en que sé hacerlo, con la misma voz con la que te hablo de brujas y de piratas, de Medusa y sus pelos de serpientes o del caballo con alas. Te escribo sabiendo que aún no has aprendido a leer. Ignorando, incluso, si alguna vez leerás este artículo. No puedo saber si estas historias de una guerra para ti tan lejana moverán en tus tripas las emociones que yo sentí al escucharlas. Imagino que lo que queda de los brigadistas no se perderá del todo mientras haya alguien que cuente su historia y alguien que la escuche. Y aun así puede que en el futuro, cuando crezcas, tus intereses sean otros. No me horrorizaré ni me apenará ni me extrañará demasiado si así ocurre. Tampoco le apenará a los brigadistas, puedes creerme. Casi ninguno de ellos creía en la vida eterna, y la gloria y la fama tampoco iba con ellos. Como escribió un comisario francés, Henri Tanguy, y como también recoge en su libro Giles Tremlett: “La gloria es efímera y la epopeya no sobrevive más que en los libros, y eso solo para quienes los leen”. 

DOCE. Hasta pronto, hermanos

Despedida de las Brigadas Internacionales. Foto de Robert Capa.

¿Qué queda de ellos? La sombra de una leyenda, tal vez. O puede que ni tan siquiera eso. Han pasado ochenta y cinco años desde que Dolores Ibárruri se despidiera de los brigadistas con estas palabras: “Hasta pronto, hermanos”. Tardaron en volver. Hubo que esperar hasta enero de 1996, cuando el gobierno español cumplió la promesa dada por Negrín de que algún día volverían para recibir su nacionalidad española. Fue uno de los últimos grandes encuentros. Hoy su voz se apaga. Mientras te cuento todo esto, puede que ya no siga vivo ninguno de esos 35.000 brigadistas que alumbraron esta esquina de Europa con sus historias extraordinarias y terribles. Haremos bien en recordarles. No es necesario que los admires. Menos aún, que los envidies. No todos fueron ejemplares. Ni héroes. Ni ángeles. Tampoco debieron serlo los 300 espartanos que bajo las órdenes de Leónidas contuvieron el avance de las tropas persas en el paso de las Termópilas. Como no lo serían los soldados que desembarcaron en las playas de Normandía en junio del 44 para sacar a Europa occidental de la bota del nazismo. La admiración que todavía hoy despiertan los brigadistas no se debe a su intachable rectitud. Se debe sencillamente a que, en el momento decisivo y al margen de cuál fuera el motivo que les empujase, se situaron con valentía en el lado correcto de la historia.

“Son ahora nueve años desde que los hombres de mi generación tienen a España en sus corazones”, escribió Albert Camus en La España libre. “Nueve años que la han llevado consigo como una herida sin cicatrizar. Fue en España donde los hombres aprendieron que uno puede tener razón y sin embargo ser derrotado, que la fuerza puede vencer al espíritu, que hay ocasiones en que el coraje y el sacrificio no obtienen recompensa”. La de los brigadistas no fue una historia con final feliz, ni siquiera con un único final. No hay en ella moraleja, ni ejemplos a seguir. La suya es una historia de personas con ideales que fueron derrotadas y más tarde olvidadas. Las decepciones no los convirtieron en cínicos. Si acaso, les hicieron menos ingenuos. Espero que la imagen que tengas ahora de ellos sea más completa, más auténtica, aunque quizás sea menos hermosa o menos noble de lo que esperabas. En el tiempo que pasaron en este país vieron en sus propias filas algunas de las muestras más repugnantes de la vileza humana, miserias que son sin duda más repugnantes al cometerse en nombre de causas nobles en las que muchos creían, en las que seguramente y a pesar de todo aún merece la pena creer. Pero era una guerra. Y como cualquiera que haya estado en una conoce de primera mano, nunca nada bueno sale de la guerra. 

Ahora bien, hijo, espero que en el futuro nadie procure engañarte. Y si lo intentan, espero que tengas a mano un buen puñado de argumentos para defenderte de las mentiras. El incendio que arrasó España no fue fruto del azar. Y no pueden errar más el tiro quienes se empeñan en repartir por igual las culpas de tres años de matanzas y cuatro décadas de dictadura. Las atrocidades que se cometieron en la Guerra Civil no fueron una maldición bíblica, ni un castigo sin causas históricas, ni el resultado de una explosión espontánea de odios ancestrales. Miremos un segundo a lo que estaba pasando en Europa y verás que detrás del baño de sangre que emponzoñó esta tierra aparecen responsables con nombres y apellidos. La violencia no respondía a un instinto primitivo de los españoles, como algunos imbéciles todavía se empeñan en hacernos creer, sino al diseño bien planificado de los enemigos de la democracia, liderados en el caso de España por un general asesino y acomplejado, un genocida que incluso antes de aquella guerra ya había descubierto el gusto por cercenar vidas en África y en Asturias. Contra eso se oponían las Brigadas, contra un hombre que decía amar tanto a su país que no le importaba asesinar a la mitad de sus compatriotas, contra las fuerzas de las tinieblas y de la reacción, contra las mismas fuerzas que poco tiempo después se extenderían al resto del continente y al resto del mundo provocando el exterminio de millones de seres humanos. 

Perdieron, sí. Cometieron errores, sí. Pero venir a luchar a España no fue uno de ellos. Queda poco de su memoria y es una lástima. Cada cierto tiempo, aquí o allá, hay homenajes. Escasos. Siempre muy poco. Siempre muy tarde. Los homenajes, las flores, los nombres de las calles, los reconocimientos oficiales no significan nada, al menos para ellos. Tampoco este artículo que ningún brigadista podrá leer. No creo en la vida después de la muerte, ni siquiera en la ilusoria vida póstuma que ofrecen los monumentos. Por eso este artículo no está escrito para ellos, sino para ti. Y no está escrito pensando en el pasado sino en el futuro. En tu futuro. Quizás porque, como alguien escribió, los muertos descansan y solo para los vivos la memoria tiene significado. O quizás porque es con la memoria con lo que sentamos las bases del mundo que viene. O quizás, solamente quizás, porque creo que ese mundo será algo mejor si en él están algo más presentes los brigadistas y algo menos los asesinos, los dictadores y sus cómplices. 

Lo expresó mejor ese escritor inglés del que tanto te he hablado, George Orwell, un hombre que acabó sus días vencido y enfermo, aferrado a una máquina de escribir como única arma, y que aún creía en la posibilidad de que las palabras adecuadas pueden apartar al mundo de la locura. Aunque también Orwell se equivocó en muchas cosas, acabó acertando en lo esencial: “Las Brigadas Internacionales están luchando en cierto modo por todos nosotros: una delgada línea de seres humanos abrumados y a menudo mal armados que se interpone entre la barbarie y una relativa dignidad”.

Para saber más: 

-Jaume CLARET, Breve historia de las Brigadas Internacionales, Madrid, Los libros de la Catarata, 2022.

– Jorge MARTÍNEZ REVERTE. La batalla de Madrid, Barcelona, Crítica, 2004.

-Hans Magnus ENZENSBERGER. El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti, Barcelona, Anagrama, 2010.

-George ORWELL. Orwell en España: “Homenaje a Cataluña” y otros escritos sobre la guerra civil española, Barcelona, Tusquets, 2009.

-Giles TREMLETT, Las Brigadas Internacionales. Fascismo, libertad y la Guerra Civil española, Barcelona, Debate, 2020.

Miguel de Lucas es doctor en Literatura española. En la actualidad trabaja como profesor colaborador de Historia de la Cultura Contemporánea en la Universitat Oberta de Catalunya (UOC) y como profesor de español en el Centro Norteamericano de Sevilla.

Fuente: https://ctxt.es/es/20220301/Culturas/38982/brigadas-internacionales-gerda-taro-george-orwell-brunete.htm