Echarle imaginación a la producción de alimentos buscando solo la máxima rentabilidad nos lleva a un aburrido y uniforme lugar, a monocultivos de peces y monocultivos de vegetales
Me gusta escribir textos de ficción. Surgen de algún rincón de la imaginación. En estas páginas, recientemente, por ejemplo, les expliqué cómo unos investigadores encontraban en nuestra más íntima anatomía rasgos de un supuesto Homo ruralis. Como sabemos, imaginar es el primer paso de cualquier creación, de cualquier proyecto, y desde los movimientos sociales, en los últimos años, están surgiendo muchas iniciativas para fomentar “soñaderos públicos”, al decir de Bernardo Gutiérrez, donde retar con utopías tanto a la quimera del eterno progreso como a las miles de distopías de carácter comercial que nos rodean. Disputas entre imaginaciones.
La actual producción industrial de alimentos también es el resultado de ingeniosas imaginaciones. “El pollo se alimenta con pescado del océano, al igual que el salmón; y el salmón se alimenta con productos de cultivos como la soja, al igual que el pollo”, sentenció Ben Halpern, ecólogo marino de UC Santa Barbara para comparar el actual sistema de engorde de pollos en granjas industriales y la cría de salmónidos (salmón, trucha marina…) en acuicultura industrial. Junto con granos de cereales como el trigo o de granos de leguminosas como la soja, algún nutricionista presintió que sería factible añadir harina y aceite de pescado al menú de los pollos industriales. Mientras que algún lúcido veterinario imaginó que a los salmones, además de ser alimentados con piensos fabricados a partir de otros peces, como sería su dieta natural, les sentaría muy bien aderezarlos con cultivos oleaginosos como la soja. Pollos de mar. Salmones de monte.
Además de preguntarnos, por prudencia, si estas fantasías hechas realidad pueden derivar en catástrofes (las vacas se enloquecieron cuando se les obligó a practicar el canibalismo), lo que hoy ya podemos afirmar es que estas innovaciones (forma ilustrada y venerada de nombrar a la imaginación de las academias científicas) solo responden al mediocre interés de alcanzar la máxima producción en el menor tiempo posible, ignorando los graves desarreglos ecosociales que provoca este tipo de producción agrícola y ganadera.
En el caso de estos pollos comepeces, no solo hemos de pensar en la cantidad de monocultivos que deben ponerse a su servicio para obtener las enormes cantidades de leguminosas y cereales que se necesitan para engordarlos a bajo precio; también hemos de pensar en los barcos que arrasan el mar para capturar los peces que ayudan a complementar la fórmula proteínica de sus piensos. En el caso de los salmones comesoja, al contrario, no solo hemos de pensar en las presiones derivadas de la pesca industrial para su dieta carnívora, también hay que considerar los impactos de los monocultivos de soja en Brasil, Bolivia o Argentina por su porción, nada despreciable, de la imposición de una dieta vegetariana.
Como se advierte, echarle imaginación a la producción de alimentos buscando solo la máxima rentabilidad nos llevan a un aburrido y uniforme lugar, monocultivos de peces, monocultivos de vegetales. Pero, de la misma manera que se destruye la biodiversidad, como explican Victor Toledo y Narciso Barrera, se erosiona también la memoria de las comunidades campesinas que guarda millones de fórmulas [también] creativas para extraer a la vez que regenerar, para producir a la vez que conservar o incluso producir a la vez que enriquecer. Así que por una vez, ¿dejamos de venerar el conocimiento científico para poner en valor la sabiduría adquirida? El relato narrativo de producir como siempre se hizo tiene mucho de inspirador y de disruptivo.
Gustavo Duch. Licenciado en veterinaria. Coordinador de ‘Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas’. Colabora con movimientos campesinos.