El periodista Joseph Zárate presentó su último ensayo en la Fundación Jan Michalski.
Pasado un tramo de autovía, la carretera que conduce a Montricher se vuelve serpenteante y estrecha. Angostura que sortea el coche, atravesamos varias aldeas cuajadas de casas hechas de piedra y rematadas por tejados a dos aguas de inclinación pronunciada –para que resbale la nieve que cae cada vez menos– hasta que llegamos a la Fundación Jan Michalski, un deslumbramiento arquitectónico en mitad del verde. Estamos a finales de junio y el calor nos empapa la ropa; se desliza –como tal vez lo haría el deshielo– por una nuca que mira hacia arriba.
Varias columnas blancas sostienen una cubierta de ondulosos vanos, y allí, unos minutos más tarde, aparece Joseph Zárate (Lima, 1986). El escritor ha venido desde lejos para presentar Guerras del interior (Debate, 2019), un libro que ha seguido reeditándose bajo el amparo de una comunidad lectora que, parece ser, no cree en la obsolescencia programada. Quizá porque Zárate narra en él las vicisitudes de múltiples comunidades de la selva peruana amenazadas por el extractivismo, y ese tema nos concierne a todos.

“Mi tierra me hace feliz, el dinero no”, dirá en sus páginas Máxima Acuña, campesina de Cajamarca a quien le tocó luchar con la compañía minera que quiso convertir su casa en una escombrera tóxica. La tierra que prepondera sobre intereses crematísticos da aquí, en Suiza, un giro insospechado: la fundación financia proyectos literarios en sintonía con lo que Gabi Martínez llama “Liternatura”. Por eso he viajado a este enclave: por Gabi, por Joseph, por Máxima y su activismo medioambiental.
Afirma el autor de estas crónicas que intenta “practicar la duda permanente”. Días más tarde, Zárate se trasladará de nuevo a la Amazonía con la intención de concluir otro proyecto parecido. Es tímido, pero sin que esa timidez resulte paralizante; al contrario, tanto en su literatura como en persona, le infunde una reflexividad que utiliza para minimizar la figura del periodista y destacar la de sus protagonistas.
En torno a tres materiales –la madera, el oro y el petróleo– va hilando fábulas donde son los otros quienes hablan por sí mismos. “Yo no le doy voz a nadie” –insiste–, los pueblos originarios ya la tenían. Así que vamos sabiendo de Edwin Chota, muerto por enfrentarse a las multinacionales madereras: “cada semana son asesinados cuatro ambientalistas en el mundo”. O de Osman Cuñachí, el niño que fue a limpiar el derrame de crudo en su río y, contra todo pronóstico, se convirtió en la imagen negra, viscosidad oleosa en la piel, de los fracasos del progreso. Zárate, quien ganó el Premio Gabriel García Márquez por este trabajo, tiene claro que su deber es seguir contando, muy discretamente, porque el periodismo tal vez sirva “para conectarnos con eso que llamamos amor”; porque “nadie se salva solo” y esas víctimas del progreso, desde luego, no lo están.
Desde hace varios siglos, Occidente nutrió su economía de la explotación de otros pueblos sometidos mediante el colonialismo. Antiguamente, quizá se pudiese establecer una distinción entre la metrópolis y las gentes nativas “descubiertas” por la maquinaria bélica y religiosa europea. Ahora, esas fronteras se desdibujan en un juego tramposo de lucro y pobreza donde participan gobernantes autóctonos de todo signo político, empresas, el aparato burocrático de distintos países, el accionariado y hasta los damnificados.
En este sentido, es interesante comprobar cómo algunos indígenas agradecen los vertidos fósiles por la rentabilidad que les generan: “Qué perversa esta paradoja del desarrollo: que algo tan terrible como un derrame de petróleo y la muerte de un río se convierta en algo temporalmente provechoso para un pueblo”, advierte Zárate. Como ya afirmara el pensador palestino Edward Said, las grandes conquistas requieren de colaboradores incluso entre los vencidos. Pero siguen siendo vencidos: del marco cognitivo implantado por el capital, de la historia y sus derivaciones injustas.
Zárate aúna datos con impresiones; describe meticulosamente zonas intransitables resguardadas por controles policiales que bloquean el paso; se escurre entre las rendijas de los cancerberos y entrevista sin que el “yo” del entrevistador salga a la luz. Heredero del concepto “hombre pequeño”, acuñado por la Premio Nobel Svetlana Alexiévich, se perciben trazos de ese estilo por el cual los afectados de distintas tragedias tejen su agencia. La pluma del peruano bebe ciertamente de la tradición del periodismo narrativo latinoamericano, pero sin dejar atrás la influencia de la autora de Voces de Chernóbil. E
sta literatura, o «LiterNatura», en tiempos de narcisismo desbordado, se alza casi como un milagro, y así lo nota también un público entusiasmado ante lo que Zárate expone. Varias decenas de oyentes en mitad del campo suizo asisten a una charla en español con traducción simultánea al francés: otro milagro. Y preguntan, y se inquietan, y se conmueven ante la motivación primigenia de este volumen: la abuela de Joseph, Mamita Lilí Tuanama Núñez, abandonó la selva para nunca más regresar, desenraizándose por el camino. El nieto, en una suerte de periplo hacia los orígenes, rescata el espíritu de la mujer (a quien va dedicado el libro), pero reencarnándolo en cuerpos ajenos.
Tal vez nuestros abuelos actúen a veces como fantasmas lazarillos que nos reconfortan, de la mano invisible, en mitad de la incertidumbre. Si la emergencia climática se agudiza, ellos preservan la memoria de tiempos duros en los que, sin embargo, el daño ecológico aún no sobrepasaba ciertos límites. Si la nostalgia se instala peligrosamente como un motor de llanto retrospectivo, contar sus legados la matiza e impulsa el futuro. Si las fuerzas del progreso que ellos vivieron acabaron por arrasar territorios y culturas, la palabra repara en compañía. “Nadie se salva solo”. Como insiste siempre Yayo Herrero, somos eco e interdependientes. Zárate apaga el micrófono; todo el mundo aplaude. Nos queda en la boca un regusto a estío húmedo, fértil, selvático también a los pies de los Alpes.