Un sistema que perpetúa desigualdades desde sus cimientos no puede ofrecer respuestas equitativas ni democrática.
Hablar de estereotipos en la justicia no es un ejercicio sencillo. Implica cuestionar el trabajo de quienes tienen encomendada la tarea de descubrir la verdad en un juicio. Tampoco es una acusación a la ligera. Disputar la existencia de estereotipos en el sistema judicial es, en realidad, una invitación a observar más de cerca cómo se construyen las decisiones que afectan a nuestras vidas.
En 2023, el Comité de la CEDAW recomendó a España reforzar su marco normativo para erradicar los estereotipos de género en el poder judicial, centrándose en el razonamiento jurídico y la toma de decisiones. La jurisprudencia internacional ha comenzado a reconocer el impacto de estos estereotipos en la imparcialidad judicial. En 2021, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en el caso Manuela vs. El Salvador, estableció que el uso de estereotipos de género en el proceso judicial puede constituir una violación de la imparcialidad. Este enfoque, como apunta Laura Clérico, abre la puerta a una revisión estructural de la imparcialidad, considerando las desigualdades y discriminaciones sistémicas y descargando en el Estado la necesidad de probar su imparcialidad. Se debe reconocer una idea fundamental: no hay imparcialidad con estereotipos y no hay proceso justo sin imparcialidad.
En febrero de 2025, la CEDAW anunció la futura promulgación de la Recomendación General número 41 sobre estereotipos de género, en la que se reitera que los estereotipos vulneran la imparcialidad y limitan el derecho de acceso a la justicia, utilizando como ejemplo la pérdida del estatus de testigo creíble de una mujer en un caso de violencia sexual debido a sus antecedentes sexuales. Contar con este tipo de normas supone un impulso fundamental para poder delimitar las obligaciones estatales y las estrategias de prevención y sanción en materia de discriminación y violencia de género, especialmente si ayudan a definir los tipos de estereotipos, los impactos y los derechos que se ven interpelados con su uso.
Qué son y por qué afectan al ejercicio de la justicia
Los estereotipos funcionan como mapas mentales, generalizaciones que simplifican una realidad compleja. Se basan en creencias compartidas sobre cómo deben ser o actuar las personas según su pertenencia a un grupo. Y aunque estos atajos cognitivos puedan ayudarnos a tomar decisiones rápidas, también reproducen jerarquías, invisibilizan individualidades y perpetúan discriminaciones. Los podemos pensar como etiquetas que son fáciles de poner, pero muy difíciles de despegar. Y seguro que se nos ocurren muchos sin esfuerzo.
Con las mujeres víctimas de violencia sexual el fenómeno de la estereotipación es claro. La construcción de un modelo de víctima ideal responde a una lógica simplificadora: una mujer que huye, que se resiste, que denuncia de inmediato, que rompe todo vínculo con su agresor, que muestra señales visibles de sufrimiento y que, a ser posible, no reclama compensaciones económicas. Esta recreación de la “buena víctima” deviene arquetipo válido e indicador de veracidad. Su ausencia, en cambio, se convierte en sospecha. Pensemos en aquellos casos en los que no se da una oposición de forma enérgica o en los que la respuesta es el bloqueo, en los que no se lanza un SOS, en los que no hay presencia de lesiones, o en los que la mujer mantiene la serenidad sin lágrimas durante la declaración en el plenario.
Así es como se dibuja una suerte de “manual de instrucciones” para ser una víctima creíble que pone de manifiesto cómo el sistema, en nombre de la protección, termina exigiendo a las mujeres una conducta idealizada que muchas veces es inalcanzable e, incluso, indeseable. Además, se trata de una figura funcional al castigo, pensada para facilitar la aplicación del derecho penal, pero que dista mucho de reflejar la pluralidad y complejidad de las experiencias reales.
La consecuencia de este encorsetamiento es doble: por un lado, se limita el acceso a la justicia a quienes no cumplen el guion; por otro, se refuerzan estereotipos que perpetúan desigualdades.
Este marco que se acaba de presentar no es una mera narrativa que requiera remontarse a tiempos lejanos y cruzar fronteras para encontrar ejemplos. Los estereotipos, también en España, permean la administración de justicia. Su uso amenaza garantías y derechos fundamentales, y pone en tela de juicio el actual sistema de capacitación.
Aunque no sea una idea muy popular, el empleo de estereotipos supone cuestionar la garantía de imparcialidad, ya que la resolución de los casos queda sustentada en elementos ajenos al proceso pudiendo llegar a ser arbitraria. ¿Llegamos a comprender cómo se adoptan las decisiones judiciales? ¿Sirven los estereotipos como razones para justificar una condena o una absolución? ¿Tenemos que reconsiderar el proceso de valoración de la prueba para evitar que los estereotipos formen parte del mismo?
Por mucho que aspiremos a algo diferente, los jueces y las juezas son personas de carne y hueso, atravesadas por sus historias, sus miedos, sus creencias. Vestir una toga no les otorga poderes especiales: no tiene un efecto impermeabilizante frente a los estereotipos, más bien hace las veces de escudo frente a la crítica. Pero, además, desde un enfoque institucional la imparcialidad se convierte en deber y no en privilegio. Se proyecta hacia el exterior teniendo como destinataria última a la ciudadanía.
La judicialización de los estereotipos no significa sancionar cualquier referencia a roles o identidades sociales. El problema surge cuando estos estereotipos anulan o menoscaban derechos fundamentales, especialmente en contextos donde se espera una protección reforzada. Tal y como explican Rebecca Cook y Simone Cusack, debe considerarse que existe una vulneración de derechos cuando la aplicación de estereotipos impide a las mujeres el pleno ejercicio de sus derechos humanos y libertades fundamentales. En estos casos, lo que está en juego es nada menos que el derecho a la tutela judicial efectiva y la garantía de imparcialidad.
Hay que tener en cuenta que una de las principales dificultades del abordaje de los estereotipos es que no siempre se presentan como argumentos explícitos en una sentencia. En ocasiones se filtran entre líneas, en la selección de pruebas que se consideran relevantes, en la credibilidad que se asigna a los testimonios, en los silencios que se dejan sin explorar o en aquellos que se interpretan sin la adecuada especialización. Su carácter implícito requiere de una metodología para su detección que, en el caso de los estereotipos hacia las mujeres, puede venir de la mano de la aplicación de una perspectiva de género interseccional y contextual. Poder advertir cómo el estereotipo sirve para colmar vacíos en el razonamiento probatorio requiere de un entrenamiento previo.
El actual modelo de acceso y formación judicial en España, centrado en la memorización y mayoritariamente en solitario, sin beber de otras disciplinas como la antropología, la psicología, la sociología o la criminología, deja escaso margen para la incorporación de este tipo de herramientas metodológicas que permitan la autoconciencia sobre el posible empleo de estereotipos. Y no solo la capacidad para autodetectarlos, sino también para identificar si quienes los formulan son las representaciones letradas, fiscalía, peritos, fuerzas y cuerpos de seguridad u otros profesionales que intervengan en el proceso.
Hablar de estereotipos en la justicia no puede quedarse en una consigna bienintencionada ni en una crítica superficial al machismo institucional. El reconocimiento de su existencia debe ir acompañado de un compromiso real con la transformación: revisar prácticas, repensar los procesos de toma de decisiones, dotarse de herramientas formativas y metodológicas adecuadas para detectar y corregir los estereotipos.
Esta propuesta transformadora no es una cuestión exclusivamente de calidad técnica, sino de justicia democrática: un sistema que perpetúa desigualdades desde sus cimientos no puede ofrecer respuestas equitativas. Supone una revisión introspectiva dentro de los propios tribunales, que exige entender que los órganos judiciales no se deben a sí mismos, sino a la ciudadanía a la que están llamados a servir. Una justicia que se atreve a mirarse críticamente, que reconoce sus límites y trabaja para superarlos, es una justicia más robusta, más legítima y más humana.
Elisa Simó es profesora ayudante doctora de Derecho Procesal en la Universitat de València. Autora del libro Estereotipos de género en procesos por violencia sexual (Tirant lo Blanch, 2024).