La autora explora la historia política, cultural y ecológica de Palestina e Israel a través de sus árboles en ‘La morera de Jerusalén’.
Los árboles no olvidan. Así podría resumirse el espíritu de La morera de Jerusalén (Errata naturae), el último libro de la periodista e historiadora Paola Caridi, donde explora la historia política, cultural y ecológica de Palestina e Israel a través de sus árboles. Porque en los troncos centenarios, en los olivares arrancados, en las huertas urbanas clandestinas y en los naranjos exportados al mundo se esconde una memoria vegetal que ha resistido guerras, colonizaciones y dictaduras.
Caridi propone mirar el Mediterráneo oriental desde las plantas, desplazando al ser humano del centro del relato. “Mientras los humanos nos encerrábamos en casa durante la pandemia, el mundo seguía su curso sin problemas”, recuerda. Y en esa constatación nace su ejercicio de cambiar el punto de vista y narrar la historia desde los árboles, los huertos y los paisajes arrasados.
En esta conversación hablamos de árboles como sujetos políticos, del paisaje como archivo de la memoria, de las dictaduras que temen a los parques y de la capacidad de los vegetales para resistir las narrativas oficiales. Como dice Caridi: “El verdadero conflicto entre israelíes y palestinos es que para los primeros la tierra es propiedad, posesión; para los segundos, es pertenencia, un vínculo profundo que no se necesita explicar”.
Su libro es más que un recorrido determinado de algunas historias de flora en Oriente Medio: es también un alegato sobre lo que significa ser, pues su lectura incita a pensar en la vida como una red relacional. ¿Tenía en mente esa ampliación del sujeto cuando escribiste?
No lo había pensado desde ese ángulo concreto, pero me gusta mucho que lo plantees así. En realidad, creo que La morera de Jerusalén nació precisamente de esa necesidad de desplazar al ser humano del centro de la narrativa. No para negarlo, sino para situarlo en su justa dimensión dentro de un sistema mucho más amplio y complejo, donde otros seres vivos tienen voz, historia y agencia propia. La pandemia fue decisiva en este sentido: encerrados en casa, los humanos nos dimos cuenta de que la naturaleza seguía adelante sin nosotros, y que esa normalidad natural sin presencia humana resultaba perturbadora y reveladora a la vez. A partir de ahí, sentí que era necesario pensar desde otros lugares, desde otras formas de vida, y replantear nuestra relación con el entorno.
Imagino que vivir la pandemia encerrada en un pueblo de Sicilia debió ofrecer una experiencia radicalmente distinta a quien lo vivió en una gran ciudad.
Totalmente. En un pueblo pequeño percibes enseguida el cambio. Los sonidos se transforman, los pájaros vuelven en masa, el paisaje respira sin nosotros. Y uno comprende que mientras los humanos nos replegamos a nuestras casas, el ecosistema sigue su curso, perfectamente funcional. Eso me ayudó a desplazar mi mirada y plantearme: ¿y si empezamos a narrar no desde los humanos, sino desde otros elementos: las plantas, los árboles, el viento? La pandemia actuó como detonante, pero también influyeron lecturas previas, especialmente Amitav Ghosh. Obras suyas como The Hungry Tide me mostraron cómo narrar desde los manglares, desde el mar, desde los vínculos entre elementos. No fue un plan metódico, sino una mezcla de azar, disposición corporal y memoria acumulada, especialmente la de mi estancia en Jerusalén.
Ahí vivió momentos decisivos.
Así es. Llegué en 2003, cuando Israel empezó a construir el muro de separación entre Jerusalén y Belén. Fui testigo de cómo arrancaban olivares centenarios para levantarlo. Ver aquellos troncos centenarios apilados junto al muro fue conmovedor. Esas imágenes quedaron en mi memoria y forman parte de ese ‘almacén’ íntimo de experiencias que luego afloran en la escritura.
En ese paisaje vegetal como archivo de memoria aparece también la naranja de Jaffa, con una historia fascinante.
Las naranjas de Jaffa resumen mucho más de lo que parece. Fueron durante siglos símbolo de la riqueza y cosmopolitismo de Palestina, mucho antes de la creación del Estado de Israel. Jaffa fue una ciudad abierta, vibrante, con inmigrantes egipcios, libaneses, yemeníes… Todo eso giraba en torno a los cítricos, que eran su mayor riqueza. Pero después de 1948, la narrativa oficial israelí se apropió de esa imagen, borrando su origen palestino. Por eso Darwish escribe “Amo las naranjas y odio el puerto”. Porque las naranjas son el recuerdo de lo propio, pero el puerto es el lugar desde donde se exportaron, se vendieron y se transformaron en otra cosa. Es un símbolo poderoso que explica mucho de esta historia.
Subraya que israelíes y palestinos se relacionan de forma muy distinta con la tierra.
Sí, y es algo que comprendí mientras escribía. Para el Estado israelí, la relación con la tierra se basa en la posesión, en el dominio, en la conversión de los árboles en herramienta política o mercantil. Para los palestinos, en cambio, la tierra es pertenencia, una continuidad casi ontológica. Se consideran parte de ese paisaje. No lo racionalizan porque no necesitan hacerlo: es un vínculo profundo, natural, que no se explica, se vive. Y eso está en el fondo de todo el conflicto.
¿Cree que esta desconexión moderna con la naturaleza tiene raíces más profundas?
Absolutamente. Creo que buena parte de esto arranca con la taxonomía de Linneo en el siglo XVIII, cuando empezamos a clasificar, separar y nombrar. Fue útil para conocer, pero también para controlar y subordinar. A eso se sumó el productivismo capitalista, que convirtió árboles y paisajes en mercancía. Hemos olvidado memorias colectivas de convivencia interespecie que existieron durante siglos, cuando la relación con los árboles y la tierra formaba parte de la vida cotidiana. Y en solo tres siglos hemos construido un mundo sin árboles, sin estrellas, sin ríos, sin huertos. Solo hay que ver los mosaicos bizantinos de Jordania: allí los árboles aparecen al mismo nivel que las casas, reflejando una convivencia equilibrada que hoy hemos perdido.
Y las dictaduras también han entendido la vegetación como aliada o enemiga, según convenga.
Totalmente. Lo vi en El Cairo, donde tras la revolución de 2011 se talaron árboles y se construyeron barrios de cemento sin vegetación para romper los vínculos sociales. Los árboles, además de sombra y refugio, ocultan, protegen, impiden la vigilancia absoluta. En Estambul ocurrió algo similar. Las dictaduras desconfían de los árboles porque no pueden controlarlo todo.
En Europa, mientras tanto, crecen los huertos urbanos. ¿Cómo ve ese fenómeno?
Muy interesante. En Berlín, por ejemplo, esos huertos surgieron como una idea Bauhaus: mezclar campo y ciudad. Hoy son microcosmos donde se reconstruyen comunidades, se recupera el contacto con la tierra y, sobre todo, se sale de casa, se quiebra el aislamiento. No importa tanto lo que coseches, sino la experiencia colectiva.
Quizá porque en estos siglos también hemos perdido la relación con el cielo y las estrellas.
Es cierto. No es por idealizar el pasado, pero en apenas tres siglos hemos construido un mundo sin árboles, sin estrellas, sin ríos que escuchar. Solo hay que mirar los mosaicos bizantinos de Jordania: casas y árboles representados a la misma altura, reflejo de una convivencia equilibrada. Hoy los árboles son decoración estética, no sujetos de una relación viva.
Y quizás también una forma de recuperar la escucha. Porque, como dice en su libro, “ser naturaleza es escuchar”.
Exacto. Lo que hemos perdido en estos siglos es la capacidad de escuchar a los árboles, al viento, a los otros seres vivos. La negación del cambio climático no es solo ideológica, es sordera. Y recuperar esa escucha es un acto político, íntimo y colectivo.
Fuente: https://climatica.coop/entrevista-paola-caridi-libro-morera-jerusalen/