Nos encontramos en una encrucijada. El planeta arde, hay tormentas e inundaciones, y no porque los individuos humanos nos comportemos mal, sino por culpa de un sistema que busca insaciablemente convertir la vida, simultáneamente, en un recurso de explotación y en un objeto de consumo.
La crisis climática no es antropogénica, es capitalogénica: nace del implacable impulso del capitalismo por degradar a las personas, los animales, las plantas y el planeta en aras del beneficio.
Pocas personas niegan la realidad del cambio climático. Solo el 9 % de los españoles 1 y el 14 % de los estadounidenses 2, por lo general mayores de 65 años, rechazan los factores sociales que impulsan el cambio climático. Sin embargo, para la gran mayoría, el clima es real, peligroso y empeora por momentos. Esta desaparición del negacionismo climático podría considerarse un logro significativo, fruto del gran trabajo de concienciación llevado a cabo por teóricos y activistas ecologistas. Sin embargo, el trabajo no ha hecho más que empezar.
Tan pronto como decae el ya pretérito negacionismo climático, surge un nuevo negacionismo, aquel que oculta la influencia del sistema capitalista sobre el clima. Podríamos llamarlo negacionismo capitalogénico. Hoy en día, existe una notable conciencia climática en todas las capas de la sociedad. Pero, en su mayor parte, se trata de una postura que obvia la historia capitalista y las causas específicas de la crisis climática, que no son, contrariamente a la creencia popular, el consumo excesivo, los combustibles fósiles o una huella ecológica desmesurada.
Esa conciencia unilateral no es casual. Las ideas dominantes sobre el cambio climático están financiadas por las instituciones más poderosas del mundo: gobiernos, universidades, fundaciones multimillonarias. Ninguna de ellas quiere oír que el problema es el capitalismo. Ninguno quiere oír que la revolución es la respuesta. Únicamente quieren oír a académicos bien educados que se limiten a realizar meras recomendaciones políticas que impliquen poco compromiso, permitan eludir responsabilidades y posean un alcance limitado.
El nuevo consenso hegemónico pasa por aceptar el cambio climático antropogénico mientras se niega el poder geomórfico capitalogénico. Esto no es un mero error; es una decisión política. Es una historia tan antigua como el propio capitalismo: crear problemas masivos para obtener beneficios, culpar a la naturaleza humana y luego proponer soluciones que benefician a unos pocos y extorsionan a la mayoría.
Seamos realistas. Reconocer el cambio climático como causado por el ser humano es totalmente compatible con la pervivencia del poder corporativo. El director ejecutivo de ExxonMobil 3, Darren Woods, por ejemplo, reconoce abiertamente el cambio climático antropogénico. Y no es el único. Las soluciones climáticas propuestas por la élite mundial y su clase intelectual servil en el foro de Davos son idénticas, consistiendo en diseñar tecnologías y planes de mercado unidos por un único objetivo: preservar el control del poder y fomentar el aumento de la riqueza de la superclase planetaria.
Este es el nuevo consenso climático. Se trata de un acuerdo entre los Estados y las empresas más poderosos de Occidente: el cambio climático es un problema y el resto de nosotros debemos pagar para solucionarlo. Cada vez más, los capitalistas transnacionales occidentales reconocen la realidad climática, pero de una manera excesivamente parcial. Están trazando un rumbo peligroso entre el calentamiento como algo malo para los negocios (que lo es) y el calentamiento como fuente de inestabilidad política (que se está gestando). Pero para ellos, la verdadera amenaza debe venir de una política climática popular que busque soluciones genuinas, redistribuyendo la riqueza y el poder de las personas ricas a las pobres.
El nuevo consenso climático desafía el ecologismo occidental. Joan Martínez-Alier lo denomina “ecologismo de los ricos”. Una perspectiva que, durante más de medio siglo, ha centrado su atención en las sustancias nocivas –la contaminación, que ahora incluye los gases de efecto invernadero– mientras ignoraba las relaciones sociopolíticas tóxicas del capitalismo. De ahí el reciente teatro político: activistas de Just Stop Oil lanzando pintura en museos, interrumpiendo trenes de cercanías o pintando Stonehenge. Pero el enemigo no es el petróleo, ni el carbón. Ni siquiera lo son las moléculas de gases de efecto invernadero: al fin y al cabo, el dióxido de carbono sustenta la habitabilidad del planeta. El problema es cómo el capitalismo utiliza estas sustancias como arma para obtener el máximo beneficio posible.
El villano climático es el consorcio imperialista conformado por las clases capitalistas de Occidente. Las pruebas son innegables: solo 78 empresas han producido el 70 % de todas las emisiones de gases de efecto invernadero desde mediados del siglo XIX, según el último informe de Carbon Majors (2024) 4. El lema del movimiento por la justicia climática, Cambiemos el sistema, no el clima, es correcto en lo que se refiere a su alcance. Pero no va lo suficientemente lejos. Al igual que los arquitectos del comercio de esclavos, la Alemania fascista o el genocidio que están llevando a cabo Estados Unidos e Israel en Gaza, estas empresas tienen nombres, direcciones y activos. Los plutócratas deben rendir cuentas por el ecocidio capitalogénico. Su nuevo consenso climático no es más que otra cortina de humo (nótese la ironía) para eludir la responsabilidad de sus acciones imperialistas y ecocidas.
La ciencia climática identifica acertadamente el exceso de gases de efecto invernadero como un problema. Pero esas declaraciones científicas poseen un alcance limitado a la hora de proponer soluciones, al limitarse a describir la realidad sin interpretarla.
Las moléculas per se no provocan un clima adverso. El clima adverso lo produce la exacerbación molecular capitalista. Es decir, el clima adverso es obra del capitalismo, de un sistema patológico que dinamita y expropia sistemáticamente las condiciones de buena salud y abundancia a los seres humanos en particular y al resto de la vida planetaria en general. El Antropoceno, la era del hombre, es el ejemplo paradigmático del problema ideológico que estamos señalando. Arraigado en el pensamiento propiamente Occidental, que encontró su apogeo en el siglo XVII y en el elitismo del siglo XIX de Malthus, el relato del Antropoceno delimita la interpretación del cambio climático a las premisas ideológicas de un supuesto conflicto primordial: el ser humano contra la naturaleza, un conflicto eterno que desvía nuestra atención de la lucha de clases, del componente sistémico del cambio climático. Este supuesto conflicto primordial del ser humano contra la naturaleza está lejos de ser una inocente descripción científica de la relación entre los seres humanos biológicos y el resto de la vida. Los inicios de esta perspectiva pueden ubicarse ya en la Grecia antigua, cuna de occidente 5. No obstante, su versión contemporánea se la debemos a imperialistas modernos y pensadores como René Descartes y John Locke, quienes renovaron el pensamiento del hombre contra la naturaleza para justificar convenientemente el proyecto civilizador tildando de salvajes a los pueblos colonizados. Como siempre, había dinero de por medio, mucho dinero.
Una política emancipadora no puede centrarse en detener los gases de efecto invernadero a toda costa. Haciendo volar por los aires un oleoducto, como sugiere Andreas Malm, no conseguiremos hacer volar por los aires una relación social, un sistema como el capitalista. Naomi Klein, en Esto lo cambia Todo (2014), puso el dedo en la llaga: la crisis climática es una crisis de la democracia. Obsesionarnos con los gases de efecto invernadero es lo que el nuevo consenso climático quiere que hagamos. El mundo se acerca al pico de emisiones de CO2, y el pico en el uso de combustibles fósiles llegará a principios de la década de 2030, si no antes. Es posible que China haya alcanzado el pico de emisiones en 2024, habiendo experimentado un ligero descenso este año 6. Sin embargo, la retórica occidental sobre la emergencia climática está empezando a allanar el camino para una descarbonización autoritaria, reproduciendo los peores excesos de la austeridad neoliberal y haciendo poco o nada para abordar y señalar certeramente el problema real: el proyecto civilizatorio occidental tecnocapitalista.
El Pacto Verde Europeo es un buen ejemplo de ello. Como argumentó recientemente Thomas Fazi, esta iniciativa, que se lanzó para transformar la economía europea hacia la neutralidad en carbono para 2050, ha llegado a un punto muerto. A pesar de los 600 000 000 000 de euros asignados para el periodo 2021-2027, las emisiones habían aumentado a finales de 2024 7. La reducción de los gases de efecto invernadero se debe más al estancamiento económico que al éxito de unas políticas que han exprimido a las y los agricultores modestos, las pequeñas empresas y los hogares de clase trabajadora, desencadenando protestas populares y alimentando el populismo de derechas. Al dar prioridad a la agroindustria corporativa frente a las pequeñas explotaciones agrícolas y al externalizar las emisiones mediante la desindustrialización, el Pacto Verde ha sido un buen negocio para el capital y culturalmente satisfactorio para las clases profesionales, al tiempo que ha sembrado las semillas de la ruina socioecológica. Esta es la nueva cara del negacionismo climático, envuelta en piadosas declaraciones de sostenibilidad.
Si el Antropoceno es una historia que sirve a los poderosos, ¿cómo podemos entonces dar sentido a nuestra época? Comencemos estudiando la historia. Los seres humanos modernos existen desde hace mucho tiempo, al menos 300 000 años, y las civilizaciones tienen una larga historia que también es anterior al capitalismo, al menos 6000 años. Sin duda, estas sociedades de clases crearon problemas medioambientales. Pero en ningún momento las y los cazadores y recolectores, ni las civilizaciones precapitalistas, crearon nada que se pareciera a la crisis climática actual.
El auge del capitalismo como ecología-mundo, en 1492, con la conquista europea de América generó una ruptura dramática con los sistemas precapitalistas. El feudalismo europeo tardó siglos (entre el X y el XIV) en deforestar vastas extensiones del continente. El capitalismo, no obstante, entre los siglos XVI y XVII arrasó durante décadas los bosques de Brasil, Irlanda y Polonia. Esto no fue excepcional. En toda Europa y América, el capital y el imperio remodelaron los paisajes para alimentar la insaciable hambre de naturalezas baratas de todo tipo: mano de obra, alimentos, energía y materias primas. El punto más espectacular fue la conquista de América, organizada a través de un vórtice capitalista de esclavitud, minería de plata y plantación de azúcar, que remodeló la ecología planetaria a una escala nunca vista desde la fractura de Pangea hace 175 millones de años. Los costes fueron horribles y dio pie a una Pangea moderna de extracción ilimitada, construida sobre la matanza de millones de indígenas.
Esto fue algo más que una tragedia. La destrucción de los pueblos indígenas provocada por la esclavitud reconfiguró el capitalismo y el clima. En el siglo posterior a la llegada de Colón se produjo una extinción de una magnitud abrumadora. En torno al 95 % de la población indígena, que representaba unos 50 millones de personas, pereció violentamente aniquilada o a causa de las enfermedades importadas por los colonizadores, algo que tuvo notables efectos sobre el clima. Los geógrafos Lewis y Maslin lo denominan Orbis Spike (el pico de Orbis). El genocidio supuso la regeneración de los bosques y la absorción de dióxido de carbono por los suelos sin cultivar. La descarbonización resultante, junto con los cambios naturales, provocó uno de los periodos más fríos del hemisferio norte en 8000 años 8.
Esta fue la primera crisis climática del capitalismo, y lo que sucedió a continuación nos dice mucho sobre la política climática actual. Durante la fase más dura de la Pequeña Edad de Hielo, se agudizaron las contradicciones de un orden capitalista poderoso, pero muy frágil. Las y los campesinos se rebelaron. Las economías se estancaron. Los imperios entraron en guerra. Frente a unas condiciones climáticas mucho más duras que las que desmantelaron el feudalismo dos siglos antes, el capitalismo podía haber colapsado.
¿Entonces, qué lo salvó? En el siglo XVII, los banqueros, reyes y generales europeos dieron con una solución ingeniosa. Una nueva solución climática les permitió salir victoriosos de las garras de la derrota civilizatoria. En las colonias tropicales, una nueva fase de la trata de esclavos africanos rescató el sistema de plantaciones de la crisis laboral provocada por los genocidios. En el corazón de Europa, una violenta reorganización del trabajo femenino reinventó el régimen patriarcal necesario para reproducir la mano de obra barata. En Perú y Nueva España, los administradores coloniales impusieron sistemas coercitivos de trabajo asalariado como la mita y la servidumbre por deudas. En todas partes, las modernas categorías raciales y de género, esculpidas a partir de la materia prima de la ley natural, impusieron duras sanciones legales para garantizar la división y la desmovilización de los trabajadores y trabajadoras. Estas transformaciones marcaron los orígenes de la trinidad capitalogénica: la división de clases climática, el patriarcado climático y el apartheid climático. Esta trinidad salvó al capitalismo del siglo XVII al trasladarse a nuevas fronteras de la naturaleza barata, proporcionando una plantilla básica para la proletarización y descargando los costes de la adaptación climática sobre las espaldas y los estómagos de las y los productores directos del mundo. Tras este periodo, cada nueva era capitalista reinventaría su estrategia. Mientras los imperios capitalistas pudieran resolver sus problemas conquistando nuevas fronteras, sus problemas podrían resolverse y se producirían nuevas edades de oro.
Hoy en día, esas fronteras han desaparecido. Es cierto que quedan algunos reductos apropiables por el sistema. En lugares como Sumatra o la Amazonia podemos ver cómo se repite la vieja dinámica: los monocultivos de aceite de palma y soja devoran los bosques, sobreexplotando la mano de obra y envenenando los ecosistemas. Pero las vastas fronteras de la naturaleza barata de los siglos XVII, XIX o incluso XX se han agotado. No hay nuevas Américas, Indias o Áfricas que esperen el saqueo capitalista. Existe el espacio exterior, pero no es barato. El Occidente imperial ya no puede resolver su crisis de la naturaleza barata para reactivar la acumulación y, mientras tanto, la atmósfera, que durante mucho tiempo ha sido un vertedero de gases de efecto invernadero, está saturada. Ha llegado la hora de pagar las cuentas.
Y, sin embargo, la estrategia climática del siglo XVII persiste. El nuevo consenso climático la utiliza para garantizar que la mayoría mundial soporte los costes de la mitigación y la adaptación. Esto convierte la crisis climática en una lucha de clases con otro nombre, vinculando el destino de las y los trabajadores humanos –remunerados y no remunerados– al trabajo de las plantas, los animales, los mares y los bosques. Un ataque contra uno es un ataque contra todos, como reza el viejo lema de los Wobbly. Y con Marx, insistimos en que la solidaridad significa que “todas las criaturas también deben ser libres”.
¿Cuáles son, entonces, las tareas de una política climática revolucionaria y democrática? Una respuesta necesaria, pero lejos de ser suficiente, comienza por reelaborar el relato hegemónico de la historia del clima y las clases sociales. Debemos dar sentido a nuestra época desde una perspectiva histórica, y eso significa romper y desmantelar las explicaciones de la crisis que ofrecen las élites. La narrativa del Antropoceno nos dice que el problema reside en el mal comportamiento de los mercados, la tecnología contaminante y los codiciosos seres humanos. Se trata de un viejo argumento que se remonta a la defensa del poder y de los privilegios que hizo Thomas Malthus a principios del siglo XIX. Una política socialista que no pueda contrarrestar estas grandes mentiras está condenada al fracaso.
El Antropoceno vende una fantasía: el cambio climático sería el resultado natural del progreso humano, solucionable con soluciones tecnológicas como la geoingeniería. Constituye así un ejemplo clásico de lo que los filósofos marxistas llaman inconsciente ideológico, véase un anhelo de una eco-utopía capitalista cuasi totalitaria que necesariamente borra al culpable: el capitalismo. Mientras tanto, los océanos se convierten en vertederos tóxicos, los bosques en monocultivos, los animales en ganado de granja y los trabajadores y trabajadoras en “material humano desechable” (Marx). Al igual que Malthus, el argumento del Antropoceno nos dice que las y los trabajadores moralmente defectuosos e ignorantes son los causantes de los problemas del mundo. Para Malthus, el problema residía en una clase trabajadora que se reproducía demasiado y ahorraba muy poco. Para los antropocenistas, los culpables son las y los consumidores egoístas. Ambos argumentos están impregnados de la misma idea biologicista. Consideran que hay algo malo en la naturaleza humana, especialmente en aquellos seres humanos que no poseen capital.
Si el Capitaloceno es el problema, la solución es un Proletarioceno: un ecosocialismo revolucionario adecuado para hacer frente a la propaganda de la burguesía, sus servicios de seguridad, sus máquinas de guerra y su manipulación de la ciencia para elaborar argumentos autoritarios. No nos hacemos ilusiones sobre el desafío que tenemos por delante. Argumentar esto con claridad no es más que un tímido inicio; sin embargo, sin construir otro relato no podemos formar las coaliciones de clase necesarias para hacer frente al nuevo consenso climático y sus soluciones distópicas. Dicha claridad debe ganarse en el “terreno real de la historia”, como nos recuerdan Marx y Engels. Solo entonces podremos afrontar los retos –y las oportunidades– del largo camino revolucionario que tenemos por delante. Al situar la lucha de clases en el centro de la trama de la vida, este ecosocialismo debe perseguir erigir una democracia radical e igualitaria, en el que la vida en todas sus manifestaciones sea protegida y defendida, más allá de su valor comercial capitalista, en su valor vital ecologista.
Notas:
2. Yale Climate Opinion Maps 2024
3. “ExxonMobil Chairman and CEO, Darren Woods, talks about reframing the challenge during the APEC CEO Summit,” 2023.
4. Carbon Majors Database Report, Launch Report, 2024
5. https://www.elsaltodiario.com/opinion/occidentaloceno-origen-occidental-crisis-climatica
6. Nearing peak global CO2 emissions: Climate Analytics, “When will global greenhouse gas emissions peak?,” 2023; Rachel Dobbs, “Have global emissions peaked?,” The Economist (18/11/2024). Peak fossil fuel use: Jillian Ambrose, “BP predicts global oil demand will peak in 2025, bringing to end rising emissions” The Guardian (10 de julio de 2024); Goldman Sachs, “Peak oil demand is still a decade away” 17 de julio de 2024. China’s emissions: “China’s carbon emissions may have peaked” The Economist (29/05/2025).
7. 600 billion euros as conservative estimate: “POLITICO’s guide to the EU budget deal,” Politico EU (21/07/2020); EU emissions rose in 2024, ver “EU economy greenhouse gas emissions up 2,2 % in Q4 2024” Eurostat, https://ec.europa.eu/eurostat/web/products-eurostat-news/w/ddn-20250515-1
8. 8000 years: Wanner, Heinz, Christian Pfister y Raphael Neukom. “The variable European little ice age” Quaternary Science Reviews 287 (2022): 107531.
Autores:
Jason W. Moore: Professor, Binghamton University, USA.
Yoan Molinero: investigador del instituto universitario de estudios sobre migraciones (IUEM), Universidad Pontificia Comillas, y director de la revista Migraciones.
Álvaro San Román: Investigador en el programa de Doctorado de Filosofía la UNED.


